Gerardo Deniz: Todo se vale a pequeña escala

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Gerardo Deniz nació en la ciudad de México, en 1970, con la publicación de Adrede (o tal vez dos años antes, al publicar “Tres poemas” en Diálogos, la revista de Ramón Xirau). Libro abundante en sorpresas verbales y no pocas dificultades, “que al principio nos confunden pero que avanzada la lectura aceptamos de pronto”, según escribió Ulalume González de León, lectora excepcional de ese primer texto. A diferencia de la mayoría de los críticos que se han ocupado de su obra, considerándolo excéntrico y “de vanguardia”, esta autora mostró que la poesía de Deniz se inscribe en la tradición poética de Occidente: la multirreferencialidad tiene la edad de la poesía, los poemas multilingües son de raíz medieval, la incorporación del lenguaje científico es parte de la vieja tendencia a ensanchar el vocabulario poético, etc. (Vuelta, agosto 1978). En su siguiente libro —Gatuperio, 1978— radicalizó sus recursos: una soberbia libertad de sintaxis, un continuo cambio de registros en su habla, una adjetivación insólita. Su humor apareció entonces en plenitud: irónico, sarcástico, negro en ocasiones, cruel cuando la situación lo amerita, un humor ácido, paródico, sumamente escatológico, siempre al servicio de la inteligencia. Sus blancos predilectos los enumeró, a propósito de su tercer libro (Europa, 1986), Aurelio Asiain: “La presunción vana de los poetas, la estupidez erudita, los delirios del pensamiento doctrinario, la mala fe de las buenas conciencias, el desamor, la hiel negra de las ciudades, las vejaciones de la burocracia, la naturaleza ‘Sucia del ser humano'”. En Picos pardos (1987) ensayó una suerte de poema novelesco, con un escenario reconocible y un tramo lógico y delirante a un tiempo. “Todo el arte puesto —escribió Eduardo Lizalde— al servicio de la literatura más admirablemente resistente; lo poético más magistral y voluntariamente mal manufacturado.” A Picos pardos le seguirán Mansalva (1987), Grosso modo (1988), Amor y oxidente (1991), Mundonuevos (1991), Op. cit. (1992), Ton y son (1996) y Letritus (1996). A decir del novelista argentino César Aira, autor de un notable Diccionario de autores latinoamericanos, “lo más atractivo de su obra son los poemas largos, o series de poemas, en los que actúan y dialogan algún personaje histórico o literario y un interlocutor menos ubicable (el Capitán Novo y un tal señor Aronnox en Gatuperio, Comille Flomarion y un señor Spero en Amor y oxidente) en lo que terminan siendo verdaderas novelitas filosóficas pobladas de aventuras, que pueden releerse indefinidamente (porque nunca se las termina de entender), siempre con placer”. Más tarde publicó un formidable libro de extraños relatos, Alebrijes (1992), el volumen de heterodoxos ensayos Anticuerpos (1998), el autobiográfico Paños menores (1999), una antología poética bilingüe: Poemas (2000), una original colección de poemas acompañados de sus respectivas exégesis: Visitas guiadas (2000) y Fosa escéptica (2002).
     El azar me deparó conocerlo en el año 1989. Iniciamos entonces un diálogo que ahora se reanuda. Lo que sigue son fragmentos de esa conversación.
      
     Fernando García Ramírez: Su padre participó en la política española y más tarde vino a México en donde escribió varios libros. ¿Su padre abominó de la política y esa abominación la heredó a su hijo?

Gerardo Deniz: Sí, mi padre escribió varios libros y acabó asqueado de la política, lo cual fue esencial para mí, en todos los aspectos.

A su madre debe usted su afición a la música, ¿ella tocaba algún instrumento, era melómana, lo llevaba a conciertos?
     No —o, mejor dicho, sí: tenía excelente oído.

Desde joven comenzó a escribir poemas, ¿se trataba de un pasatiempo, de una obsesión o formaba parte de un proyecto?
     Esa afición no era ningún pasatiempo sino un interés apasionado. Un proyecto, jamás.
     Comenzó leyendo poesía con Baudelaire, pero la “iluminación poética” le llegó a los diecinueve años, el 15 de diciembre de 1953, al leer Libertad bajo palabra de Octavio Paz. ¿Qué fue lo que lo deslumbró de ese libro?
     Fue, sencillamente, la existencia de la poesía.

El humor en todos sus registros es un elemento central en su obra. ¿Es el humor un efecto para desinflar la solemnidad o una forma crítica de ver la realidad?
     Desinflar está muy bien. “En forma crítica” es un modo de impresionar. Me quedo con lo más sencillo.

Usted compone poemas dirigidos por una voluntad analógica, “descabellada, pero nunca incoherente”, escribió Paz. ¿Qué eje sostiene esa rara coherencia? En sus poemas se ironiza sobre algunos “centros” (morales, ideológicos); la ironía, el demonio de la analogía ¿son centrales en su obra? ¿Qué coherencia propone o deja de proponer?
     “Voluntad analógica” es demasiado fuerte. Contentémonos con decir que la propensión a la analogía es intensa. Preguntarme a mí qué será lo que sostiene la coherencia de mi escritura es forzarme a responder: soy yo. Ahora bien, me consta que muchísimas personas apreciables no sólo no hallan coherente lo que escribo, sino que les parece absurdo. Están en su derecho. Quizá no en vano me ocurra exactamente lo mismo con la mayoría de la poesía de hace mucho tiempo a esta parte. Pienso, con todo, que la analogía suele ser más transitable que la asociación, la cual me parece el recurso más frecuente (y que yo también aprovecho, no faltaría más). La analogía es central para mí, pues, y me parece que la ironía más aún. Diré, si me hostigan, que la ironía procede de mi padre y la analogía viene del modo de discurrir de la química orgánica, que es enormemente analógico. La ironía, por supuesto, acarrea inconvenientes, pues hay cerebros rectangulares reacios a aceptar que, salvo como condimento ocasional, la ironía pueda ser “seria”. Además, así matan dos lagartijas de un tiro, pues a una cosa que no es seria es inútil hacerle mucho caso: qué alivio.

Así como Unamuno desarrolló su “sentimiento trágico de la vida”, usted parece haber desarrollado un sentido cómico de la vida. ¿La vida es cómica o meramente absurda?
     Ignoro si la vida sea cómica, absurda o a lo mejor las dos cosas. Por lo que respecta a Unamuno, su “sentimiento trágico de la vida” puede conducirnos a una anécdota tan agradecible como el relato que el propio Reyes hace de cuando se realizó, en compañía de no recuerdo quién, una visita a Salamanca, donde Unamuno residía siempre. Es el caso que el niño Reyes, a fuerza de oír repetir que “hemos visitado a Unamuno” o “dice Unamuno que”, y así por el estilo, llegó a la conclusión de que su padre había visitado a alguien extraordinario, y le salió al paso preguntándole cómo eran los “amunos”.

Según el poeta Josué Ramírez, cierta vez le escuchó decir, refiriéndose al palíndromo: “Es un dios”. ¿Qué quería decir con esto?
     Quise referirme con estas palabras al hecho de que una curiosa fuerza parece ayudar (o impedir) a la capacidad de escribir palíndromos: hay gente de todas clases y niveles a quienes, sencillamente, los palíndromos no se les dan. En cambio, a otras personas les resulta posible salir del paso con decoro. Es interesante ver la clase de churros a que este fenómeno (o lo que sea) conduce. Por supuesto, la cumbre la alcanza Darío Lancini, como en todo lo que tiene que ver con palíndromos. Pero, además, el dios del palíndromo es tan indefinible como eficaces son sus resultados. Y eso es todo.

A propósito de uno de sus libros, Eduardo Lizalde preguntó: “Qué carajos se propondrá poéticamente ese alienado de Deniz con este montón de atrocidades y este compendio ilegible de repelentes chistes.”
     Creo que mi amigo Lizalde exagera. Tal vez no me proponga mayor cosa.

La analogía, como “método de trabajo”, la practicaron en otros siglos y en éste poetas herméticos y ocultistas. Presiento que tales antecedentes le son ajenos por temperamento. Otros, poetas que creen en un “sistema de correspondencias”, tal vez no tanto. El azar, el accidente, el ritmo callejero que se cuela en el poema, ¿qué papel juega, cómo altera eso que yo llamo de forma vaga “sistemas, métodos”?
     Sistemas y métodos presuntuosos, que se vayan al cuerno. En pequeña escala, en cambio, todo se vale. Tratemos siquiera de aclarar un par de cosas. Opino que todo se relaciona con todo. Pero, atención: se relaciona de determinados modos y por determinadas vías. Por supuesto, quién sabe cuántos de estos modos y vías nos son aún desconocidos. No será la poesía la que nos los revele, sino la investigación cientificonatural. No creo que la poesía —ni la pintura, ni el amor, ni la canción ranchera— sea ningún modo de conocimiento, salvo, claro está, que se otorgue a “conocimiento” un sentido tan vasto que a mí, en lo personal, la palabra se me torna incolora y nula. Es posible establecer analogías siguiendo las articulaciones naturales del mundo, pero la inmensa mayoría no tiene más justificación que su eficacia poética. Acepto que se ensalce —así aprecio el soneto de Baudelaire— la emoción de descubrir correspondencias, analogías. Acepto que, durante catorce versos, se asuma que tales correspondencias son todas reales. Más allá, me separo. Figurarse que ha descubierto uno, haciendo versos, sistemas —nada menos— de resortes de la realidad es demasiada figuración. Por lo demás, aunque casualmente se pusiera el dedo en alguna verdadera llaga, no importaría gran cosa, pues la poesía no demuestra nada —ni falta que hace—, y el descubrimiento debería volverse a hacer, por un camino firme. Ante “métodos” demenciales y cabalísticos que pretenden ahondar —ignoro en qué— aplicando tales o cuales recetas verbales estrambóticas, no puedo sino fruncir la nariz. Curiosidades para la antropología. Jugar a escribir según una regla puede ser entretenido durante un rato, pero no alumbra nada de la realidad profunda del cosmos y esas cosas. Con todo mi afecto y respeto hacia Mallarmé, sus devaneos en torno al “Libro” eran chifladuras.
     Con lo anterior bien puede llegarse a conclusiones falsas sobre mis modos de ver. Subrayaré que sí que creo que existan incontables enlaces significativos en el universo, no descubiertos. Con mi mentalidad analógica y comparatista, soy un pescador infatigable de homologías, de coincidencias. Ahora bien, me tomo tan en serio, precisamente, la cuestión, que me niego a abordarla por caminos que no sean los de la investigación. Acaso estos caminos requieran ampliaciones, reformulaciones: estoy presto —pero entre los anhelados avances no va a figurar un procedimiento que prescriba: “si se trata de calar más hondo, redáctese un poemita.” Decirme que el poema, por el mero hecho de plantearlo, demuestra la existencia de tal o cual vínculo significativo y real entre esto y aquello, me parece una cursilería exquisita. Evitemos confusionismos superfluos. Que la poesía plantee las correspondencias que le convengan. Que la ciencia busque las que existen en términos de materia y energía (y si hay otra categoría fundamental, que nos la hagan verificable y le buscaremos un nombre —que nunca será “espíritu”, desde luego). ¿Hay nexos entre la poesía y la ciencia? Sin duda. ¿Conformes?
     La irrupción del azar es perfectamente inevitable en la vida. En la poesía, actividad hedonista hasta para los santos, el azar, el accidente, lo callejero no son sólo ingredientes inevitables sino incluso bienvenidos. (Aunque si, al repasar lo escrito bajo su dictado, resulta que la intervención del azar no valió gran cosa, la tacha uno y ya: tampoco es tabú.)

La postura crítica que se adivina en sus poemas, ¿nace de alguna filosofía específica, o de la síntesis de varias, o de la negación de todas ellas?
     Más que malhadados encuentros con la filosofía, pienso que mi “postura crítica” (si en verdad merece tal designación) procede, sencillamente, de mi formación quimicobiológica. Sin embargo, creo que cierta natural grosería de expresión me la fomentaron algunas lecturas filosóficas de los años cincuenta: Russell, Wittgenstein, Popper, Reichenbach, Ayer. Aquellos señores no se mordían la lengua al decir, por ejemplo, que Hegel era un mamarracho, y yo bebía sus palabras, agradecido, pues, en mi ignorancia, había llegado a la misma conclusión, pero ¿cómo decirlo? Mi visión de la poesía occidental sigue fundada en la de ellos, lo acepto, y nunca he encontrado razón para cambiarla. Ahora bien, tuve que reconocer que, cuando ellos mismos se ponían a filosofar, tampoco me resultaban demasiado comprensibles. Acabé por dejarlos en paz, quedándome con una docena de libros suyos intactos, en los cuales ya ni intenté hincar el diente, y que hoy cambiaría gustoso por otras obras. Pero sí, influyeron sobre mí; acaso en superficialidades, pero sí. Popper (Russell también, pero casi no lo acompañé) tiene además sus nociones sobre la historia y la sociedad que, en general, me siguen pareciendo muy bien. En resumen, filosofía casi no aprendí con aquellos afanes, pero sí recibí una valiosa lección de irreverencia. Lo que sí constituyó otra lección interesantísima fue la actitud de mis semejantes. Cuando, en aquellos años cincuenta, yo declaraba valientemente que trataba de leer a Wittgenstein, los filósofos se carcajeaban. No conocían ni el nombre, y cuando yo los orientaba un poco, me explicaban primero, que aquello ni era filosofía, y, segundo, que desde hacía mucho las posiciones de Wittgenstein, o como se llamara, ya habían caído en el ridículo. Recuerdo una voz hispánica: “Eso ya ha periclitáu…” Lo recuerdo mucho, ahora que tropiezo con Wittgenstein a la vuelta de cada esquina y confieso que ya me cae bastante gordo. Me entretiene leer filosofía griega —más acerca de ella que los textos mismos. Sin meterme en honduras, pues de sobra he visto (aunque no vivido) que no conducen a mayor cosa. Pero me gusta vagar con desfachatez todavía neopositivista entre los gigantes fósiles que sustentan nuestra cultura. Ya que las grandezas me están vedadas, paso el rato con cacahuates filológicos, ante el diplodocus platónico o el brontosaurio aristotélico. Pasando a lo otro, a lo de la negación: yo no me cuento entre esos “espíritus que niegan”, como los llama Dios en el prólogo del Fausto. Es cierto que no creo en la verdad absoluta, sólo que hay múltiples verdades, todo lo relativas que se quiera, suficientes para alimentar mi vida y espero que hasta mi muerte. Con ellas me basta y me sobra. No dudo que se me note en ocasiones cierto entusiasmo destructivo; ojalá se notara también que la destrucción por la destrucción me repugna y que combato, aunque quizá con ardor exagerado, lo que considero erróneo o nocivo. También sé elevarme a niveles desde los cuales se contempla la verdad y la mentira, la vida y la muerte, como idénticas e indiferentes, si bien en esos hoteles de alta montaña no me gusta demorarme: hace frío, las camas son duras, las recamareras feas y la comida pésima.

En sus poemas alternan distintos lenguajes, no comunes en las lides poéticas. ¿Cómo se le ocurrió operar esa mixtura? ¿Le viene de Eliot el desarrollo de ese recurso?
     Efectivamente, viene de Eliot este recurso, complejo o como queramos llamarlo. Hay que tener en cuenta que para un investigador científico la poesía, en general, es cosa de otro planeta. Todavía recuerdo la impresión que me causó leer a Eliot por vez primera: fue por la calle de Támesis, saliendo de la Librería Británica. Ya he advertido de sobra que mi formación fue esencialmente científica.

Su apego a la materia lo ha llevado a mirar con otros ojos vagas posturas metafísicas, ¿su rechazo de lo lírico tiene estas raíces?
     De mis rechazos metafísicos ya hablé. Para qué abochornarme de nuevo. Ni siquiera mi cacareado apego a la materia vale la pena, pues no es, ay, dialéctico. Y ahora, para remate, se pretende que rechazo lo lírico. Esto me duele. Yo soy muy lírico: todos los que me han visto vagar por Chapultepec lo comentan. Nuestro “lirismo” procede en gran medida del romanticismo, y nos llegó, según yo, para quedársenos, y qué bien que sea así. Por lo que a mí toca, todas las zarandajas de la flor, el ave, el ocaso, el pezón son, siguen siendo, circunstancias prodigiosas. Es verdad que, al abrir la boca, no siempre digo: “Dulces descienden las sombras.” Entonces la gente niega mi lirismo, porque no encuentran en él suficientes estereotipos manoseados. Los románticos nos enseñaron a fijarnos en muchas cosas, y yo se los agradezco. Ahora bien, ¿por qué he de escribirlo con palabras de 1820 o 1920?

¿Qué opinión le merecen las poéticas “trascendentales”, las que postulan que la esencia de la poesía está más allá del lenguaje?
     Las esencias —y no es por hacer un mal chiste lamentable— me huelen muy mal, por definición. Las trascendencias, otro tanto. ¿Qué más decir? Como las palabras significan —y cuando no significan se tornan en seguida una lata—, la poesía está predestinada, por naturaleza, a ser una labor híbrida, de un matiz gris difícil de rebasar. No importa. Aun así puede ser agradable, cuando menos el hacerla. Pero, por supuesto, no hay que buscarle tres pies al gato, pues se acaba por hallarlos —y un gato cojo es una cosa muy triste.

¿Qué le atrae de un poeta como López Velarde: su sensualidad morbosa, la ventura de sus adjetivos (“la grupa bisiesta”), sus combinaciones misteriosas?
     Es difícil definirlo, una vez más, pero mucho me sospecho que interviene todo un sistema planetario que se resume en México y en los años veinte.

Alí Chumacero es un poeta que no brinda sus claves a las primeras de cambio. ¿Qué le gusta de la poesía de Alí Chumacero, cuáles son sus poemas favoritos?
     Admiro grandemente la poesía de Alí Chumacero, y también recuerdo en este caso cómo lo descubrí. Eso sí: olvido si leí primero a Chumacero o a Eliot. Precisamente en el caso de Chumacero hay un par de poemas que no por favoritos dejan de resultarme desconcertantes, y eso que llevo medio siglo leyéndolos (y disfrutándolos). Se trata de “Mar a la vista” y de “El viaje de la tribu”, ¿qué quiere usted que le diga?

¿Por qué su espíritu aventurero, que es real, lo llevó tan pocas veces fuera de los límites de la ciudad de México?
     Me temo que fue a causa de la carencia de dinero, pues tenía que escoger entre viajar y comprar libros. Eso sí: si hubiese alcanzado altas cumbres dentro del terreno de la investigación científica, me traerían y me llevarían de aquí para allá.

Ha contado usted que le cortaron malamente el paso a su vocación científica. ¿Cómo fue su defenestración del mundo de los químicos? ¿Se alejó de la ciencia práctica y sólo le quedó el gusto por la teoría?
     Por decir la verdad, fue la tontería, la estupidez. Con lo de la ciencia “práctica” y con lo de la “teoría” hay que andar con pies de plomo. De lo que nunca me he ocupado es de la “práctica” en el sentido de “ciencia aplicada”. Pero la famosa teoría es parte esencial de cualquier estudio en serio de la química y de otras cosas, que no viene al caso exponer aquí.

Más allá de su aparente oscuridad y hermetismo, hay quien encuentra en sus poemas “una luz intensa y una constante felicidad”. ¿Es culpable de esos delitos?
     Creo que el único que ha encontrado el reflejo de una luz y una felicidad en lo que escribo ha sido Ramón Xirau. Son verdaderos delitos, pero se puede vivir con ellos.

Sus poemas ¿son monstruos de la razón, “sirtes del mucho haber leído” u otra cosa? Y si es esto último, ¿que otra cosa es aquello de lo que sus poemas son producto?
     Lo de la “razón” es un problema sin esperanza, igual que todas las cuestiones así. No obstante, pueden ser instructivas algunas divagaciones. Lo que significa “razón” —en términos generales y prácticos, por supuesto— es bastante claro. Todo el mundo la ejerce, salvo los dementes, que por ello son algo espantoso e intolerable. Ahora bien, en este chistoso mundo es, por ejemplo, muy bien visto el presumir de irracionalismos y hasta de locuras. Se trata, por supuesto, de necedades pseudointelectuales. Si uno declara que dos y dos son cuatro, siempre hay un desventurado presto a denunciar semejante racionalismo. Pobres: son los ridículos frutos de filosofías turbias y literariamente soporíferas. Ocurre que el funcionar según la razón lo confunde esa gente con un absurdo modo de vivir, que en realidad sólo existe en su imaginación, en el cual todo está milimetrado y computadorizado. Se podría tomarles el pelo diciendo que cuando descubre uno de súbito el Ajusco sobre las azoteas, o cuando se escucha sin teorías la sinfonía de César Franck, la razón no interviene. Este género de afirmaciones impresiona a la turba de cursis. Ahora bien, son tonterías; hay que reconocer que, sin eso que llamamos razón, no hay Ajusco posible, y la sinfonía sólo suscitaría eructos y pasmo catatónico. En fin, que el traído y llevado irracionalismo es una alcantarilla puramente literaria, un simple pensar flojo.
     Mi poesía, como todas, es racional. Nunca por completo, claro, pues nunca podré explicar por qué escribí precisamente eso. Nunca por completo tampoco, pues nunca pretenderé que si escribo una A deba sonar una O: quienes practican tales transformaciones siempre tienen toneladas de razones teoréticas —en nombre del irracionalismo, por supuesto.
     En otro tiempo leí mucho. Es inevitable que ese hecho repercuta sobre lo que escribo. Sin embargo, lo significativo no es si leí mucho o poco, sino qué cosas leí. Esto es lo que ofende más a las amas de casa.

Hay quien afirma su carácter de solitario dentro de la poesía mexicana, sin embargo, son grandes las afinidades con varios poetas de su generación, como Eduardo Lizalde, Ulalume González de León y Gabriel Zaid. ¿Qué opinión le merece la obra de cada uno de estos autores, que además son amigos suyos?
     No son muchos los autores mexicanos que me llegan, pero tampoco faltan grandes afinidades, con autores escasos pero diversos. Ha mencionado usted a tres. Es mucho pedir la opinión exacta que me merecen.

La poesía, ¿es “un mercado de sustancias pegajosas”?
     No sé si lo sea, pero en todo caso opino que se trata de una pregunta de las que no se acostumbra hacer. La frase sigue siendo válida a pesar de todo. –

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