La Vargas Girl

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A THING OF BEAUTY IS A JOY FOREVER

“Gloryfing the American Girl”, título de una canción de Broadway de los años 30, habrá sido el lema del artista peruano Alberto Vargas (Arequipa,1896 – Nueva York, 1982). Según escribe su sobrina y biógrafa Astrid Rossana Conte en el álbum Vargas, de la editorial Benedikt Taschen, cuando el joven Alberto llegó en 1916 a NY con su tipo de dandy inca y vio pasar por las calles racimos de muchachas hermosas, muchachas abundantes en altura, garbo y frecuentes rubiez o pelirrojez, tuvo una epifanía y juró: “Llegaré a pintar una muchacha tan bella, perfecta y norteamericana, que, en cualquier parte del mundo donde la vean, aunque no esté firmada, la gente dirá: ¡Es una Vargas Girl!”.

Tres o cuatro años después, Vargas desposó a una de sus modelos: la pelirroja, ojiazul, curvilínea Anna Mae Clift, y en su estudio neoyorquino se dedicó a producir con acariciador pincel toda una feminoteca. Desde entonces, en la numerosa iconografía de Vargas, la mujer estadounidense resplandecería como a thing of beauty [que es] a joy forever con distintos rostros, desde las flappers y las Ziegfeld Girls y la Bessie Love de los años veinte, hasta Ava Gardner y Marilyn Monroe y las playmates de Playboy de los años 50, los 60 y aun los 70.

Don Alberto produjo sus innumerables y semidesvestidas y a veces desnudas girls para las portadas de las revistas y cromos de calendario, para los ensueños de millones de hombres del mundo entero; y cuando sobrevino la Segunda Guerra Mundial, su apellido haría Historia: el ejército de los Estados Unidos enviaba pósters de Vargas a los frentes de guerra de Europa y del Pacífico para animar a sus soldados suministrándoles pin-up girls como madrinas de guerra de sólo dos dimensiones que ellos fijaban en las paredes de los cuarteles, en los separos de los buques, de los submarinos, etc.

Vargas pintó a muchas bellas mujeres anónimas, sus modelos habituales, y también pintó a las stars de Hollywood, y todas, por muy distintas que entre ellas fueran, siempre terminaban ajustándose al arquetipo: la Vargas Girl. Y los adolescentes, de todos los países, los de entonces, rendíamos homenaje a esos espléndidos iconos en los que la curva es la línea más recta hacia el placer (aunque por el momento, o casi siempre, era el placer solitario).

Un marxista no grouchista dirá que la Vargas Girl, moldeada, fabricada, multirreproducida, fue uno de los medios de la expansión mundial del american way of life, y en consecuencia del imperialismo norteamericano, colonizador hasta del deseo de los hombres. Y lo confieso: a mí me colonizó la adolescencia una actriz-nadadora del cine de Hollywood: Esther Williams, que no sé si alguna vez fue pintada por el artista, pero era en sí la Vargas pin-up girl perfecta, la apoteosis de la mujer norteamericana a la vez deseable y mítica, supuestamente accesible por tan “fabricada en serie”. Era la gringuita ideal, el visual fetiche del adolescente aún sin recuerdos propios que no sólo sentía que la vida se vive mejor con el cine sino que además el cine es una segunda vida, una vida paralela donde la realidad no está divorciada del deseo.

¿Qué se hicieron las chicas de Vargas?, canta en silencio mi Jorge Manrique interior. Aparte de hallarse archivadas en nostálgicos álbumes, ¿seguirán ejerciendo su virtud de aparición y sus poderes imperiales en juveniles ensueños de estos días? “¿Qué se hicieron las llamas/ de los fuegos encendidos/ de amadores?”, canta Jorge Manrique, coplero histórico. ¿Y en qué paraíso artificial seguirá Vargas produciendo miles de aquellas sonrientes bellezas fugaces y eternas, aquellas inmortales del momento: las Vargas Girls?

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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