Ha muerto el actor y director teatral Luis Felipe Alegre (Zaragoza, 1956-2025). Fundador de la compañía El Silbo Vulnerado, era un gran personaje de la ciudad: el último rapsoda. Excéntrico sin impostura, siempre fue por libre, siempre estuvo en los márgenes. No había resentimiento en eso; era su opción personal. La suya fue una vida dedicada a la poesía, a leerla y a decírsela a los demás. Ha contado, en una entrevista con Antón Castro, los comienzos de su trayectoria. El poeta Rosendo Tello -sobre cuya obra grabaría un disco mucho más tarde- era el jefe de estudios del Instituto Goya y le dijo una tarde: “¿Qué haces aquí? ¿No sabes que hoy recita Pío Fernández Cueto? Corre al Santo Tomás de Aquino”.
Desde 1971, Luis Felipe organizó innumerables espectáculos y recitales, tejió alianzas con músicos, actores y escritores, interpretó a clásicos y contemporáneos, latinoamericanos y aragoneses: a Góngora y a Parra, a Guinda y Goytisolo. Con el Silbo Vulnerado -una “máquina de guerra artística”, decía- estuvo en Cuba, Argentina, Brasil o Bolivia. Obtuvo el respeto del público y los creadores, la admiración de quienes sabían de su oficio y el cariño de todos los que lo tuvieron cerca.
Mi padre, Antón Castro, lo conoció al poco tiempo de llegar a Zaragoza, a finales de los 70. Los dos eran objetores de conciencia. Venía a casa de vez en cuando. Recuerdo asistir a varias representaciones de su espectáculo Clásicos inversos y escuchar el disco en casa. Me sé todavía algunas de las canciones y chistes del espectáculo. Mi padre escribió un libro que contaba la historia del Silbo (Un sueño de juglares) y a veces aparecían en los pueblos donde vivíamos. Pararon en Camarena de la Sierra e hicimos unos barcos con juncos de la acequia. En Urrea de Gaén dieron un recital, cuando iban de camino a Cambrils. Para la canción “La mosca y la mora”, que interpretaban Luis Felipe y Carmen Orte, necesitaban un dibujo. Luis Felipe me pidió que hiciera uno. Veinte años más tarde leí en su blog que todavía llevaban el dibujo para acompañar la canción. Mi hermana trabajó con el Silbo; viajó con ellos a América Latina.
Vi recitar a Luis Felipe muchas veces. Me invitó a leer textos en el Mangrullo y en el Parque Delicias. Nos encontrábamos por el barrio; recuerdo cafés con él y mi madre en el bar Aragón. Le gustaba mucho “La cultura, ese invento del Gobierno”, de Rafael Sánchez Ferlosio: un artículo que explicaba su actitud. Otra cosa fundamental era su amor por la forma, por la música de las palabras: pasión y técnica. Podía parecer hosco, pero era un hombre bueno y generoso, cariñoso y sorprendentemente locuaz cuando conseguías colocarte en su frecuencia. Esa frecuencia incluía la valiosa convicción de que no debemos perder el tiempo en tonterías que distraen de lo que de verdad importa: la amistad, la libertad y la poesía.
Este artículo se publicó originalmente en El Periódico de Aragón.