Francisco, el papa peronista

Bergoglio no tuvo miedo al contacto con los pobres, pero cabe preguntarse si generó cambios que no llegaran solo al que tuvo la suerte de darle la mano.
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La primavera de 1996 despertaba en Boston –allí viví ese año– y mis padres me visitaban. Habíamos ido a almorzar a un restorán cuya camarera, intensa, quería ser amable a todo precio. Resulta que en aquel tiempo Madonna estaba filmando “Evita” y había quedado embarazada de su personal trainer, especie de semental legitimado. Cuando la camarera se enteró de que éramos argentinos, le preguntó a mi mamá qué pensaba del embarazo de Madonna haciendo la bizarra analogía “Madona-Evita-Argentina”. Mi madre, que siempre había tenido la peor impresión de la señora Duarte, la mató con la mirada como diciendo “Si yo hablara…”. La camarera, consternada, aprendió que no todo lo que brilla es oro y que de cerca las personas no parecen como se las ve de lejos: el día a día nos exhibe como somos, sin recato.

Así, argentino, he dado opiniones del Che Guevara o de Maradona, incluso de la Reina Máxima –recordemos: vengo de un país pródigo en fracasos colectivos pero excelso en la creación de mitos– que a veces generaron asperezas. Y desde 2013 me he convertido, de tanto en tanto, en alguien que opina del cardenal Bergoglio (así recuerdo al arzobispo de Buenos Aires, la figura del Papa Francisco me resulta algo lejana). Por ejemplo, aquel día que hubo fumata blanca y una querida profesora de Harvard, católica progresista, estaba tan entusiasmada y reclamaba datos. Let’s see, imploré.

Confieso que no tenía una opinión formada de Bergoglio. Algunos gestos suyos me gratificaban, otros me ahuyentaban. Lo veía más como un personaje político: yo, judío, no vivía la interna de la Iglesia con apasionamiento. En ese rol de observador externo siempre hacía hincapié en la simpatía peronista del futuro Papa. Lo subrayaba por una enseñanza de Perón que no era ejemplificadora: en política siempre hay que sumar, decía el General (…quizás les suene conocido en la actualidad española). No por azar el Perón que regresó a la Argentina después de su exilio, en 1973, tenía detrás suyo tanto a revolucionarios foquistas como a la derecha corporativa. Eso sí, era coherente: un año antes, medio en sorna, le había respondido a un periodista español “Mire, en Argentina hay un 30% de radicales, lo que ustedes entienden por liberales; un 30% de conservadores y otro tanto de socialistas”. “Y entonces, ¿dónde están los peronistas?”, inquirió el informador. “¡Ah, no, peronistas somos todos!”.

Creo que Bergoglio tomó nota de esa máxima. En 2010, poco antes de que el Parlamento argentino votara el matrimonio igualitario –ley militada por el entonces gobierno de los Kirchner– escribió a las monjas Carmelitas: “No seamos ingenuos: no se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva al plan de Dios (…) Aquí también está la envidia del Demonio, por la que entró el pecado en el mundo, que arteramente pretende destruir la imagen de Dios: hombre y mujer que reciben el mandato de crecer, multiplicarse y dominar la tierra”.

Ya Papa, en 2013, cambió de parecer “Si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. Y al poco tiempo recordó que la homosexualidad no era un crimen, pero sí un pecado. Como es todo sexo fuera del matrimonio, agregó. La diferencia: los heterosexuales pueden casarse y los homosexuales no por lo que están sentenciados a la infracción perpetua. ¿Tenía él una noción clara sobre el tema? No lo sé, pero me atrevo a pensar que ese no era el eje que le interesaba: lo importante era no dejar a nadie afuera y, en ese sentido, el discurso podía adaptarse a los distintos públicos.

Pese a esa afinidad peronista que destacábamos, Bergoglio –como otros simpatizantes del Movimiento Justicialista- no comulgó con los Kirchner. Mientras estaban en el poder denunció “el exhibicionismo y los anuncios estridentes de los gobernantes” y criticó “la pobreza y la desigualdad”, banderas intocables y supuesto éxito fuera de discusión de la pareja patagónica. En ese momento lo admiré, yo tampoco comulgaba con el matrimonio presidencial. Pero más allá de la afinidad sabía que enfrentarse a ellos –cosas veredes: hoy sucede lo mismo con Milei– significaba soportar todo tipo de manchas y ostracismos. ¿Ejemplos? Una antigua tradición argentina señala que el Presidente concurre el 25 de mayo –fecha del primer gobierno patrio, en 1810– al Tedeum conmemorativo. En 2005, Néstor Kirchner decidió no ir para evitar a Bergoglio –que terminó suspendiendo el acto religioso– y se celebró en otra ciudad, con un cura más amistoso. De esta manera siguieron, año tras año. Había que quitarle el don de la palabra al arzobispo que no dejaba amaestrarse.

Así, a nadie sorprendió que al ser electo Papa, Cristina reaccionara con transparente frialdad. Dicen que el entonces presidente de Ecuador, Rafael Correa, la admonizó. Algo parecido a “Tienes un argentino en la cima del mundo, ponte contenta”. Pero la primera reacción del ámbito kirchnerista fue criticar el nombramiento de Bergoglio dejando entrever que había sido cómplice en la desaparición de dos padres jesuitas durante la dictadura militar 1976-1983. Esa acusación siempre persiguió al Papa aunque hay una mayoría –incluso uno de los sacerdotes implicados– que lo absolvió de cualquier maniobra de colaboracionismo y sí le avalaron una diplomacia silenciosa en contra de la represión. 

¿Ustedes pensarán, cuerdamente, que la relación entre Cristina y Bergoglio fue tensa durante su Papado? Pues nada que ver. Se encontraron siete veces (contra dos de los presidentes Alberto Fernández y Mauricio Macri y una de Milei). Pareciera que cuando el conservador liberal Macri llegó al poder en 2015 la simpatía peronista aunó a quienes se recelaban para ser más fuertes en la crítica al nuevo gobierno al que, intuimos, lo veían lejos de la justicia social (curioso cuando el uso vacío de esa idea sumió a la pobreza a tanta gente en el Río de la Plata). Los argentinos recordamos la foto del primer encuentro entre Macri, sonriente, y el Papa con un gesto adusto que parecía sacado de la película “Durmiendo con el enemigo”. Poco antes de esa reunión, Bergoglio había anticipado una frase para buen entendedor: “Los derechos del hombre no pueden quedar por debajo de la libertad de comercio”. Aquel encuentro había durado solo 22 minutos frente a las sendas invitaciones a comer que había recibido Cristina.

La señora de Kirchner y el progresismo argentino cambiaron su tono a medida que llegó la nueva entente con el Papa. Veamos las portadas de Página12 –el diario de ¿izquierda? absolutamente fiel a Cristina, su palabra autorizada–. Apenas fue electo Francisco, solo sembraron dudas sobre sus cualidades. Ahora, al morir, todo fue un panegírico. Véanlo con vuestros propios ojos:

Hay, sí, algo en lo que Francisco no tuvo medias tintas ni idas y vueltas: la idea de ecumenismo, no sóoo con otras denominaciones cristianas sino con el judaísmo y el Islam. El diálogo interreligioso siempre fue algo que defendió. Quizás por eso el 24 de abril, en una ceremonia en la catedral de Buenos Aires, el actual arzobispo, José García Cuerva, invitó a representantes de todas las confesiones –concurrieron masivamente– y recordó una idea de Francisco: “Dios no mira con los ojos, Dios mira con el corazón y por lo tanto cuando lleguemos al cielo nos vamos a llevar una sorpresa increíble, porque somos todos hermanos y como nos mira con el corazón el amor de Dios para todos es el mismo. Y nos insta siempre a que el diálogo entre las religiones es esencialmente por el bien común y por los más pobres y que el enfrentamiento que se ha dado históricamente entre algunas religiones no es por las convicciones de fe sino por las deformaciones de fe”. En un mundo en recelo permanente por el otro, su prédica ha sido una voz que acarició las diferencias en vez de agigantarlas.

Nos falta, cierto, explorar el vínculo de Francisco y la pobreza. En un escenario que habla del agotamiento del periodismo actual, hemos visto títulos, textos, crónicas, reportajes entrevistas y fotos que lo catalogaban como el Papa de los pobres. Parece la necesidad de imponer un nombre rápido, corto y supuestamente emotivo. El proceso tiene algo de cosmético y ha sido clonado de otras Santidades. Por ejemplo, Juan Pablo II fue el “Papa bueno”. Y el poco empático Benedicto XVI –según palabras del ya Presidente del gobierno socialista español, Pedro Sánchez, cuando murió– fue “un gran teólogo entregado al servicio de los demás, la justicia y la paz”. Ergo, todos son buenos y piensan en los que menos tienen.

¿Pero qué diferenciaba a Bergoglio? Una apuesta por la cercanía. Cuando era arzobispo de Buenos Aires se conocía su afición por viajar en metro como un hombre de a pie. Ir a encuentros en villas miserias –barrios de chabolas–, estar cerca de los movimientos sociales, tomar mate con ellos, no tenerle miedo al contacto con los otros: los pobres, los migrantes, los trans. Su “tú-a-tú” era impecable, pero vale cuestionarse si generó desde el poder de su dignidad cambios que no llegaran solo al que tuvo la suerte de darle la mano –uno en cientos de miles– sino a todos. Políticas sociales, acuerdos globales, cambios en la doctrina de la Iglesia. Su papado no incluyó, en ese sentido, concreciones a favor de los desfavorecidos. Al contrario, la desigualdad parece gozar aún de buena salud.

Hay algo que une a España y a Argentina acerca del papado de Francisco: no visitó ninguno de los dos países. A los argentinos, para qué negarlo, les duele. Viajó por muchas naciones latinoamericanas, pero apenas voló sobre el cielo argentino en su viaje a Chile. Las razones se las ha llevado a la tumba. Quienes más lo quieren aseguran que él ya debía hacerse cargo de problemas globales, no de un país. Difícil de creer cuando invirtió su tiempo, por ejemplo, en visitar Mongolia (donde oficialmente viven 1450 católicos), Estado que no sufrió ningún cataclismo político o natural. Dicen otros: no quería que su eventual visita se usara políticamente. Me hubieran preguntado a mí –un no especialista en resolución de conflictos– y proponía algo obvio: que estuvieran al recibirlo y en las reuniones el o la Presidente de ese momento más los que tenían su mandato cumplido. No era tan difícil. 

La no visita a España también es extraña: ni al año Xacobeo ni a Ávila por el 500 aniversario del nacimiento de Santa Teresa –de quien era devoto– ni a Canarias adonde había mostrado interés en viajar por los inmigrantes sin papeles. Algunos dicen que no le gustó cómo la Iglesia española lidió con los temas de abuso sexual, otros que veía demasiadas peleas internas entre los eclesiásticos. Ni una ni otra razón resuena seria: si lo que buscaba era un clima de paz no hubiera hecho ninguno de sus viajes. Quizás –y solo quizás– haya querido decir: no soy predecible, jamás esperen de mí lo obvio, yo soy diferente. 


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