No haya corrupción es un poemario vitalista y no exento de hedonismo, en el que los argumentos temáticos se abordan con una arquitectura verbal luminosa, que fluctúa entre la contención y el desbordamiento y busca esclarecer los subterráneos de la memoria. Lenguaje luminoso no es sinónimo de una propensión a lo comunicativo y al vocabulario coloquial; significa más bien sostenida intensidad, insistencia en las posibilidades de la palabra y en la peculiar organización de un ritmo versal, a veces barroco, desconcertante, cuajado de distorsiones y recursos lúdicos, propios de una sintaxis descoyuntada, que refuerza el diálogo con la oralidad y que parece dejar en un segundo plano el discurso conceptual. Hay también poemas de sentido clásico; es el caso de “oscuridad hermosa”, cuyo desarrollo versal nos recuerda la poesía de San Juan de la Cruz.
La sorpresa de esta edición no proviene de la novedad de los contenidos, ya que en él se incluyen piezas muy conocidas, publicadas una y otra vez. El mismo título procede de una composición de Materia de testamento, entrega de 1988. La reordenación da una panorámica no hollada y la aparición de un encuadre inédito. El resultado es una antología telúrica, un reflejo de las relaciones primarias entre individuo y suelo. El yo forma parte de una geografía; de la percepción cotidiana de la misma emanan sensaciones que se integran en la conciencia de quien percibe. Ese humus emerge para dar al sujeto las claves de un destino modelado en el discurrir de los días. Las imágenes se acumulan y encajan para componer un boceto de la intrahistoria de lo real. El hábito reduce el mundo y, si conseguimos desprender nuestra mirada de lo rutinario, descubrimos que cosas elementales y cotidianas, de apariencia humilde, están llenas de chispazos poéticos.
En ocasiones el poema se convierte en un diario sentimental que rescata los fragmentos dispersos de una biografía individual o de la propia genealogía familiar. En No haya corrupción el poema prologal es un inventario de huellas vitales en el que se protagoniza el periplo de Ulises. La circunstancia del exilio hace posible una morfología de la nostalgia en la que cada retorno es un descubrimiento de la tierra de origen. Los versos rastrean el lugar de nacimiento, la árida pobreza del sur de Chile, la temprana sensación de orfandad y el tránsito continuo hacia el norte, mientras alrededor respira un tiempo histórico. Esta carga de testimonialismo emerge con frecuencia en el transcurso escritural. La reconstrucción se convierte en una afirmación de la identidad y en una herramienta terapéutica que exige un activo quehacer contra las contingencias del olvido. El poeta no elude la idea de que la palabra permute la fragilidad en duración; la escritura es un ejercicio de resistencia frente a lo transitorio.
Otro de los veneros temáticos esenciales de Gonzalo Rojas es lo femenino, un eje con una intensa carga conceptual: en lo femenino está lo erótico, esa ceremonia de la celebración carnal y de placer, pero también está la epifanía de la vida, la continuidad del ser y la perduración de la especie que se manifiesta como polarización de la muerte. Frente al totalitarismo de la finitud, la amanecida de la carne, el primer paso hacia el horizonte de lo existencial.
Desde la llegada del sujeto a la luz, todo es un deambular parsimonioso por las cosas; captar la presencia de los elementos del ámbito es una forma de demorar la corrupción, de disfrazar la naturaleza efímera del hombre y su definitiva instalación en el vacío. Se contradice así una de las propiedades esenciales de lo humano, que es su condición vulnerable al deterioro y su cumplimiento. El epígrafe contra la corrupción reconquista una hipótesis formulada con fidelidad en el pensamiento poético de Rojas: la materia no es corruptible; su dimensión real está cargada de absoluto y trascendencia porque cuando vuelve al origen se reintegra en una unidad primera, en una suerte de estado arquetípico.
El hombre va dejando tras de sí una siembra de rastros; entre ellos, el amor se consagra como el fragmento más valioso, como materia de la plenitud. Todo cuanto existe comienza en el perímetro del sujeto que ama, cuya misión esencial es ser un lugar de confluencia con la alteridad. La captación sensorial se multiplica. Lo rutinario se desprende de su atonía. Así surgen los puentes del deseo y la carnalidad y toman savia las raíces de la contemplación y el abandono. No es un estado sentimental evanescente e idealizado, es un amor concreto, personificado en María McKenzie, un esplendor atado al aire, protagonista de su primera gran historia de amor, en el campamento minero de El Orito, frente a las piedras de Atacama. María apenas tenía 18 años y será la madre de su primogénito, Rodrigo Tomás. El hijo inspira la elegía “Crecimiento de Rodrigo Tomás”, donde el nuevo ser se convierte en materia de encarnación radiante que perpetúa el tiempo y aleja la ceniza. Aquella muchacha también será la responsable de la parcial dedicación de Gonzalo Rojas al magisterio. El poeta enseñó a leer a muchos mineros del cobre con un silabario construido con frases del filósofo griego Heráclito. Sin embargo, conviene recordar que la compañera de vida, hasta su muerte en 1990, será Hilda May, en la que lo amoroso halla plena cristalización. De la fidelidad a esta llama de amor viva deja constancia el largo poema “Vocales para Hilda”.
En la depositaria del amor se cumple una teoría del conocimiento: en su ser está la posibilidad del hallazgo, la germinación de una memoria en la que se mezclan rostros y vivencias, causas y efectos, razones para seguir viviendo y motivos para dar paso al nuevo día en el que se pone en marcha esa pasión del hombre por la realidad, esa fuerza que nos hace tomar el tren de lo inmediato.
En el itinerario de Gonzalo Rojas ha sido continuo el trasvase de textos, el diálogo de unos títulos con otros y la interrelación de modos expresivos y contenidos. Los poemarios no tienen líneas divisorias. El poeta insiste, como si su voz estuviera hecha de ahondamientos y reiteraciones, de matices sobre reconocidas obsesiones, como si una y otra vez el abecedario personal caminara en círculos y regresara al punto de partida, a la página inicial del mismo libro. Esta práctica de la recurrencia que enlaza unas entregas con otras adquiere carta de naturaleza en su poesía porque en el horizonte de las palabras “uno es la repetición de lo que es”. ~
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