Como todas las demรกs, mi infancia fue una regiรณn donde vivรญan los monstruos. Entre los muchos que ofrecรญa el cine y la televisiรณn mis favoritos fueron siempre los hombres lobo. Nada me parecรญa mejor que convertirse en una bestia nocturna. En cambio los vampiros y los fantasmas no merecรญan ni un poquito de mi simpatรญa porque me provocaban autรฉntico miedo; sobre todo los vampiros, a quienes imaginaba intrigosos, malignos por elecciรณn propia. Los fantasmas eran almas atrapadas en un momento infinito, y resultaban espantosos justo porque no tenรญan idea de ello. Habรญa tambiรฉn otros monstruos en la comarca, la mayorรญa sin nombre, amorfos, y que nunca se dejaban ver. En eso residรญa gran parte de su poder: uno sabรญa que estaban allรญ, acechando desde cualquier rincรณn oscuro, listos para saltar desde las palabras terribles que los adultos decรญan en voz baja. El mundo me parecรญa una de esas piezas antiguas de cartografรญa marรญtima que seรฑalan las aguas ignotas con criaturas fantรกsticas. El tiempo se encargรณ de limpiar de monstruos el mapa. Se acabaron los miedos inocuos, se fueron las sombras que no resisten la luz. Lo cierto es que unos cuantos, los mรกs temibles, permanecieron en las zonas mรกs profundas e inalcanzables, pero lo mejor es no hablar de ellos, olvidar que estรกn allรญ.
Otro tipo de monstruo era el que pertenecรญa al folclor local. Entre ellos, la mano peluda era el engendro mรกs temible, o por lo menos el preferido en mi familia materna. Cada uno de mis tรญos tiene su propia versiรณn de la historia y no pierden la oportunidad de contarla. Todos comienzan su relato en la รฉpoca de la Colonia, incluyen un romance prohibido entre un joven capataz mestizo y la hija de un hacendado celoso; una escena de tortura que no le pide nada al mejor cine de yakuzas, y una mano cercenada que cobra vida propia para vengarse y penar hasta el fin de los tiempos. No estoy seguro de que las familias vecinas tuvieran creencias similares a las nuestras, mezcla de pensamiento mรกgico y fantasรญa pop con ribetes catรณlicos, pero hasta donde recuerdo en todas las casas que visitรฉ de niรฑo se contaba al menos una historia de aparecidos.
Cada ciudad tiene sus monstruos, cada colonia su casa encantada, cada familia sus propios fantasmas. Es la manera en que las comunidades urbanas reinterpretan y mantienen vivas ciertas historias. La forma en que justificamos esos miedos irracionales y antiguos que no hemos podido erradicar del mapa.
Yo no sabรญa, por ejemplo, que la mano peluda pertenece a una estirpe de la que tambiรฉn forma parte la pelรญcula muda Las manos de Orlac (Robert Wiene, 1924), adaptaciรณn de un cuento homรณnimo de Maurice Renard, donde injertan las manos de un asesino a un pianista que perdiรณ las suyas en un accidente. Las manos se imponen al atormentado mรบsico y lo obligan a cometer crรญmenes contra su voluntad. Otro ejemplo es el cuento de Theodore Sturgeon Las manos de Bianca, donde se cuenta la historia de un hombre y su obsesiรณn por las manos de una muchacha que padece cierto retraso mental. En tiempos mรกs recientes, Clive Barker narra en La polรญtica del cuerpo una rebeliรณn en la que cada miembro del cuerpo humano busca independizarse del resto. El monstruo del que desciende la mano peluda es horrible porque muestra al cuerpo despersonalizado, sugiere que posee una individualidad propia e incomprensible, inhumana. Es la mรกxima de Arthur Rimbaud: “yo soy otro”, llevada al extremo gore.
Los monstruos, en su deformidad implรญcita, encarnan la fragilidad humana, las anomalรญas de la carne y el espรญritu, pero sobre todo del cuerpo. A diferencia de los fantasmas, los monstruos pertenecen al mundo material, son tangibles y mรกs que diferentes: รบnicos. Se saben rechazados, defectuosos. Por eso los que mรกs nos gustan son aquellos que poseen cierta dimensiรณn trรกgica. No importa que tan repulsivos sean, nos vemos reflejados en su soledad y tristeza. Todos somos el Dr. Jekyll, pero tambiรฉn, y al mismo tiempo, somos Mr. Hyde.
En mi caso, y como bien podรญa esperarse de alguien que creciรณ en tierra de monstruos, me convertรญ en un hombre lobo adolescente. Fui la criatura que llegรณ a romper el orden establecido en mi familia. Mi cuerpo en continuo cambio no ayudaba mucho, era larguirucho y flaco, tenรญa acnรฉ, el vello me crecรญa sin orden sobre la cara y otras partes. No era la รบnica broma que me jugaba la quรญmica corporal. Comรญa demasiado, me deprimรญa y me excitaba fรกcilmente. Habรญa cierta violencia contenida en mis ademanes, y me gustaba saber que mi comportamiento y mi aspecto escandalizaban a la gente; que mi mรบsica era molesta e incomprensible para mis padres, que el cine que veรญa y los libros que leรญa resultaban extravagantes y algunas veces grotescos para los demรกs, incluso si tenรญan mi edad. Mi monstruosidad fue arma y refugio, pero sobre todo cuestiรณn de tiempo. Un dรญa me cortรฉ el cabello, se me cayeron las garras, y aunque me gustarรญa decir que la bestia se fue no apostarรญa por ello.
El cine nos enseรฑa que los monstruos pierden poder cada que aparecen en la pantalla, y que con los aรฑos se convierten en caricatura, en el bufรณn de la corte. Asรญ es como nos adueรฑamos de ellos. Los ridiculizamos con la esperanza de mantenerlos lejos, de convertirlos en un juego infantil. Como criaturas adultas que somos, abrumadas por lo inmediato y las responsabilidades, hacemos todo lo posible para no enfrentarnos con cosas que pongan en entredicho la realidad que hemos levantado a nuestro alrededor. Pero no importa cuรกntas bromas y parodias hagamos a su costa, el simbolismo del monstruo es tan fuerte que incluso cuando nos causan risa nos recuerdan que siguen allรญ, agazapados en algรบn recoveco, y que mรกs nos valdrรญa no olvidarlo.
Narrador, editor, y trรกnsfuga de la Ingenierรญa industrial. Ha publicado los libros "Todo esto sucede bajo el agua" y "La vida amorosa de las cigarras".