"Escriba sus memorias. Si no lo hace, el veredicto de la historia le será, ya definitivamente, adverso". El consejo que Cosío Villegas dio a Miguel Alemán en 1971 ha valido para casi todos los presidentes excepto para Lázaro Cárdenas, único que habita el Paraíso del aprecio público (y además publicó unos apuntes no exentos de interés). Alemán desechó la sugerencia y prefirió seguir en el Purgatorio donde vagan las almas solitarias de muchos expresidentes condenados no al fuego eterno, sino al fuego lento de la indiferencia, el olvido, el desprecio o, en el mejor de los casos, el neutro respeto.
Tres presidentes del México contemporáneo, relegados a regiones aún más inhóspitas, han escrito sus memorias con la intención de reivindicar su nombre y su gestión. Las de Gustavo Díaz Ordaz (que pude consultar privadamente hacia 1995) son un testimonio clave. Si bien no lo exculpan (el crimen de Estado del que se ufanó es inexcusable), sí revelan la desinformación (acaso inducida) en la que vivía en pleno movimiento estudiantil. Quizá nunca serán publicadas.
La copiosa autobiografía de López Portillo sirve para comprender la romántica (y premonitoria) megalomanía de sus años formativos, pero en lo que hace a su gestión resultan pobres: transcriben y glosan notas cuya acumulación trivializa los momentos cruciales de aquel malhadado sexenio.
El otro presidente memorioso es Carlos Salinas de Gortari. Lo que el lector encuentra en sus dos gruesos volúmenes es menos un ejercicio de vindicación que de venganza. Cien cuartillas de sincera autocrítica habrían ayudado a su nombre más que dos mil páginas de fría autocomplacencia retrospectiva.
Felipe Calderón debería seguir el consejo de Cosío Villegas, aprender de esos casos fallidos y acometer sus memorias con un espíritu distinto, dictado por la más radical honestidad. El riesgo del veredicto adverso es real y no se le oculta. El propio presidente ha dicho que su sexenio será recordado, irremediablemente, por la "guerra contra el narco" (como él mismo la bautizó) y por su aterrador balance: 60,000 muertos en seis años. Creo que el ciudadano común, orientado por la percepción directa de las cosas, reconocerá su valentía personal y algunos avances sustantivos. Pero la responsabilidad del presidente existe, no por haber sido el culpable o ejecutor de la masacre colectiva (como pregonan sus malquerientes, omitiendo o relativizando la culpabilidad de los criminales) sino por la angustiosa inseguridad que persiste en amplias zonas del país.
Puesto que la historia no admite ensayos, nunca sabremos qué habría ocurrido si a principios de 2007, una vez descubierto el "cáncer" del que ha hablado, el presidente hubiera planteado otra estrategia. Quienes no somos especialistas en el tema (es decir, la inmensa mayoría de los mexicanos) imaginamos ahora soluciones de salón que entonces no vimos y que tal vez habrían sido impracticables y hasta absurdas. ¿Qué habría hecho López Obrador en su circunstancia? Quizá algo no muy distinto: su programa de campaña en 2006 preveía el mismo recurso al Ejército. En todo caso, si el presidente está persuadido –como ha dicho– de que no había estrategia alternativa, puede intentar fundamentarlo con un testimonio detallado y verídico de todo el proceso.
En alusión al marco económico mundial y a los estrechos márgenes políticos en que actuó como resultado de la elección del 2006, el presidente ha dicho también que le tocaron las "vacas flacas". Señalado por un fraude electoral que nunca se probó, Calderón estuvo a punto de no tomar posesión y a lo largo de su sexenio resintió el acoso (incluso físico) de los simpatizantes de López Obrador. A la enemistad abierta y militante de la izquierda (que solo amainó en los meses recientes) hay que agregar la astuta política del PRI, cuyo empeño principal, sobre cualquier otro, era recuperar Los Pinos. En ese marco, había, en efecto, poco espacio para llegar a acuerdos. Y, sin embargo, ¿no faltó en los legisladores panistas y en el propio mandatario capacidad de negociación? Si escribe sus memorias, Calderón explicaría las circunstancias en las que actuó.
En el sexenio hubo aciertos que sería injusto y mezquino ignorar: la reforma a las pensiones en el ISSSTE, la respuesta a los desastres naturales en el sureste y la amenaza del virus A-H1N1, la liquidación de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, la ampliación de la cobertura de salud y la red carretera, el respeto a las libertades y procesos electorales, la Ciudad de los Libros. Antes de sobrevenir la crisis global de 2008, el gobierno tomó medidas precautorias que se reflejan en la salud de las finanzas públicas. A juicio de órganos internacionales respetados, nuestro balance macroeconómico nos coloca ante oportunidades de crecimiento sustanciales. Las eventuales memorias de Calderón podrían describir esos avances sin autobombo.
Un factor que matizará los juicios rotundos es su propia biografía temprana (como hijo de un estoico panista michoacano); también su austeridad personal (comparada con la frivolidad de su antecesor y el boato de varios presidentes priistas) así como la calidez y discreción de su esposa, Margarita Zavala. La gente recuerda la tragedia paralela de sus dos secretarios de Gobernación (su amigo Juan Camilo Mouriño y su serio colaborador Francisco Blake Mora) y la dolorosa muerte de Alonso Lujambio. Ensombrecieron al presidente, pero no lo doblegaron. Es un hombre de temple, y ese temple podría reflejarse en páginas que evoquen esas amistades, esas pérdidas.
El lector crítico esperará sobre todo un catálogo razonado de sus errores y promesas incumplidas. Desconfiado por naturaleza, Calderón no pidió ni escuchó consejo, y no atrajo colaboradores que, sin comulgar con él, habrían podido ayudarlo mejor. Se presentó como el presidente del empleo, y no se crearon los empleos necesarios. Habló de abatir la pobreza, y los índices se han incrementado. En el problema de la migración (la mexicana, acosada en Estados Unidos, y la centroamericana, vejada en México) el balance es malo. Otra gravísima llaga (más atribuible al PAN que al presidente, pero frente a la cual Calderón pudo haber actuado) fue la indulgencia con la corrupción de varias administraciones estatales y locales panistas. ¿Por qué se toleró?
Alguna vez advertí que Calderón tomaba minuciosas notas en cuadernos de piel destinados a guardar testimonio de los hechos. Debe acumular decenas de ellos. A partir del primero de diciembre, donde quiera que viva, debe releerlos para poner manos a la obra. Unas memorias honradas, autocríticas, reveladoras, contenidas en un libro legible, serían su mejor argumento ante el juez implacable e inapelable de la opinión pública.
(Reforma, 25 noviembre 2012)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.