Tiene ya un rato que desde la izquierda partidista y partes de la izquierda social se ha venido repitiendo un relato de la Revolución cuyos elementos recuerdan otros tiempos. El relato básicamente consiste en destacar la existencia de una “gesta popular” encarnada en las luchas de Emiliano Zapata y Pancho Villa; señalar los momento de “traición” del movimiento popular, especialmente a cargo de Carranza y los generales sonorenses; destacar el periodo cardenista como el “verdadero” gobierno de la Revolución; y hacer un fetiche de la Constitución de 1917, tanto de su innegable originalidad al consagrar los derechos sociales de campesinos y obreros, como de una supuesta inmutabilidad de sus preceptos.
Aunque los héroes y las políticas veneradas puedan cambiar un poco aquí y allá, la construcción de este relato plano y maniqueo de la Revolución refleja una vieja tradición priísta que se basa en una memoria selectiva contingente a las condiciones políticas del momento en que se formula. Aunque muchos militantes y académicos de izquierda han aportado algunos de los estudios más influyentes en la historiografía de la revolución mexicana, como el clásico “La Revolución Interrumpida” de Adolfo Gilly, hasta donde mi conocimiento abarca no contamos con una historia de los usos y abusos del relato de la Revolución por parte de la izquierda mexicana. Es una lástima. Sin un análisis sistemático al respecto no es fácil entender cómo la Revolución pasó de ser poco más que el momento de la toma del poder por parte de la burguesía mexicana (Revueltas), para convertirse en una “vieja prostituta” al servicio del régimen priísta, según una de las voces estudiantiles en “La Noche de Tlatelolco” (cito de memoria), hasta rehabilitarse finalmente como la gesta social cuyo legado de principios sería la base para la emancipación mexicana en el siglo XXI, según la visión del movimiento lopezobradorista.
El relato priísta de la Revolución llegó a la izquierda de la mano de la Corriente Democrática y se convirtió en parte del bagaje histórico-cultural del PRD, junto con su “ideología” nacionalista revolucionaria. El profundo impacto de este evento no debe soslayarse. Antes de ello, el relato de la Revolución era monopolio del PRI y la crítica de la Revolución era uno de los mayores animadores intelectuales de la izquierda. Posteriormente, el relato desplazó a la crítica en casi todas las expresiones políticas de la izquierda mexicana.
Esa crítica de la Revolución, que tuvo su propia –y no menor- dosis de dogmatismo y premisas maniqueas, alcanzó uno de sus momentos más brillantes en el “Ensayo sobre un proletariado sin cabeza” de José Revueltas (1961). Para Revueltas, la noción de la “revolución hecha gobierno”, surgida durante el reinado del Grupo Sonora, pero cuyo significado pleno se consolidó durante el cardenismo, implica ni más ni menos que un magistral truco ideológico mediante el cual la burguesía mexicana, al mando del Estado postrevolucionario, se mimetiza tras la ficción de un Estado “imparcial”, un Estado situado por encima de la lucha de clases, que de esta forma se convierte en mediador y fiel de la balanza. La principal crítica de Revueltas, como se recordará, está dirigida al Partido Comunista por su complicidad en este enmascaramiento de la naturaleza clasista burguesa del Estado de la Revolución. Lo que está en juego para Revueltas no es tanto la denuncia de la Revolución ni el desdén por los avances concretos en material laboral, de tenencia de la tierra, etcétera, sino la posibilidad de recuperar una conciencia proletaria autónoma de la organización burguesa del poder (a través del mito de la Revolución); en otras palabras, la liberación del corporativismo del régimen priísta.
La izquierda radical de los 60s y 70s, animada por la certeza de la revolución por venir y agobiada por el peso de los mitos del PRI (acá una película argentina que nos recuerda el abuso “revolucionario” en los discursos oficiales del echeverrismo), ha sido quizá la más distanciada de la Revolución Mexicana. La situación, sin embargo, dio un giro radical a finales de los 80. Con la caída del socialismo real y frente a la embestida neoliberal contra la vieja retórica nacionalista y las instituciones de bienestar social, el tronco principal de la izquierda partidista se atrincheró en una defensa a ultranza de la Revolución y de lo que decidió que era su legado. Después de un breve periodo de disputa, en el que el propio Salinas se atrevió a invocar la figura de Zapata para justificar sus reformas al artículo 27 constitucional, la irrupción del neozapatismo le arrebató para siempre al gobierno (de cualquier partido) toda autoridad moral para interpretar y esgrimir la herencia revolucionaria.
Aquí conviene una aclaración. Aunque el zapatismo elevó a niveles míticos el culto por Zapata, el movimiento empleó toda sus armas discursivas e iconográficas sobre la Revolución no tanto con el afán de “fijar” un modelo de país original que había que recuperar, sino para sustentar un proyecto de reconstrucción nacional para el futuro, con base en un nuevo pacto social y una nueva Constitución. Hay que insistir en esto, el neozapatismo de los 90s tuvo el valor de plantearse el reto de construir algo nuevo. Su pirotecnia retórica sobre el “Votán Zapata” y el imaginario indígena deben leerse en el contexto de sus intentos por revalorar el pasado hacia el futuro.
La izquierda actual, sin embargo, se ha colapsado sobre una visión unidimensional de la Revolución. Carente de una sólida visión de futuro, renuncia a criticar el pasado. Por ello, entre otras cosas, la resistencia a las reformas estructurales se aísla de la coyuntura política, la cual le daría sentido en el contexto de un Estado capturado por intereses privados, y se presenta como un asunto ontológico. ¿Cómo explicarnos, después de leer una defensa tan encendida de la letra de la Constitución del 17, como esta de John Ackerman, que apenas hace 15 años exigíamos un nuevo constituyente y una nueva Constitución? ¿Estábamos equivocados y nos dimos cuenta? ¿O será que las circunstancias actuales requieren un repliegue táctico que luego puede transformarse en una ofensiva por el cambio?
Lo que pensadores como Revueltas supieron siempre es que toda línea que pretenda separar el legado “genuino” de la Revolución de sus “desviaciones” y “traiciones” es arbitraria. El Estado intervencionista, el que se arroga el derecho de reconocer o negar la existencia de las organizaciones populares, por ejemplo, está claramente perfilado ya en la redacción original del artículo 123. El reparto agrario exigió el previo control político sobre los agraristas. El Partido de la Revolución Mexicana, con sus flamantes sectores sociales, fue creado 12 días después de la expropiación petrolera. ¿Se puede explicar una medida sin la otra sin dejar de hacerle justicia a la Revolución?
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.