El concepto “postureo” ha perdido mucho fuelle, como le ocurre tarde o temprano a todo meme en internet. Su influencia persiste, sin embargo, gracias a la prevalencia de la palabra hipster. El hipster es un “postureta”. Alrededor de esos dos conceptos se ha construido un prejuicio muy extendido: como el “postureta” lee un libro de Knausgรฅrd en el metro para que la gente lo vea, todo aquel que lee a Knausgรฅrd en el metro lo estรก haciendo por simple postureo. Para que el concepto tenga validez, el libro que debe leerse en pรบblico ha de ser de Flaubert, Tolstoi: algo culto pero reconocible como tal, que vaya mucho mรกs allรก del young adult y los bestsellers de aeropuerto, pero que resulte reconocible por los lectores que solo leen este รบltimo tipo de literatura. Lo mismo vale con una editorial: la tapa amarilla de Anagrama lleva asociada una identidad. Pero no vale un poeta eslavo editado por Acantilado. Eso es simplemente friki.
A pesar de que la palabra postureo tiene varios sentidos (va mรกs allรก de la cultura y lo esnob y ejemplifica no solo la impostura sino cualquier actitud narcisista: la cultura del selfie, de Instagram, es la cultura del postureo), tanto este como los conceptos hipster y friki tienen una connotaciรณn mayoritariamente negativa. Al hipster lo desprecia determinada izquierda por elitista, clasista, frรญvolo y “desmovilizador” (tรฉrmino utilizado por Victor Lenore, autor de Indies, hipsters y gafapastas (Capitรกn Swing, 2014), para criticar a autores posmodernos como David Foster Wallace, y que suena a crรญtica soviรฉtica). Para la derecha, el hipster es un relativista moral, un izquierdista infantil y superficial. El partido de derecha nacionalista israelรญ Habayit Hayehudi (La Casa Judรญa) llegรณ a incluso a realizar una campaรฑa en la que su candidato se pone barba postiza y gafas de pasta para mofarse de los hipsters de Tel Aviv, a los que acusa de vivir en una burbuja de prosperidad en la que se pueden permitir el “lujo” de ser de izquierdas. El concepto friki, en cambio, se utiliza de forma mรกs condescendiente. El mejor ejemplo es la serie The Big Bang Theory, en la que la supuesta intelectualidad de sus protagonistas es vista con cierta suficiencia, como una excentricidad que le transiges a tu hijo rarito porque es gracioso y, al fin y al cabo, no molesta a las visitas.
Lo mรกs interesante de estos conceptos, al ser utilizados para hablar de cultura, no es tanto sus particularidades sino lo que esconden: un pudor por la cultura, por su manifestaciรณn, semejante al pudor por el dinero y su exteriorizaciรณn. El dinero se gana para no tener que hablar de รฉl. Casi nadie hace pรบblico su sueldo. Preguntar sobre el salario de alguien es casi obsceno. En una entrevista de trabajo, incluso, se recomienda no preguntar sobre la remuneraciรณn de forma muy directa, a pesar de que uno trabaja porque, vaya, recibe dinero a cambio.
El pudor por la cultura responde a una similar aversiรณn por la diferencia, pero mรกs preocupante, en la medida en que todos podemos estar de acuerdo en que alardear de tener mรกs dinero que otro es mezquino. Este pudor intelectual puede tener un origen en la aversiรณn al debate de ideas. Leon Wieseltier, exeditor literario de The New Republic, escribรญa en esta revista en contra de la escapatoria intelectual de “solo es mi opiniรณn”: “Esta extraรฑa frase, que parece ofrecer una vรญa de escape en una discusiรณn acalorada, sugiere que insistir en la defensa de una tesis tiene algo de ilegรญtimo, incluso de irrespetuoso.” Al leer un libro complejo en el metro vas provocando: la gente que considera, sin tener mรกs informaciรณn que la de sus prejuicios, que eso es postureo y lo critica como tal intenta, o eso parece, ocultar un sentimiento de inferioridad.
Si el debate y el desacuerdo se interpretan como una ofensa personal, como algo que hay que evitar pudorosamente (discrepar profundamente con la opiniรณn de un cercano o conocido se ve muchas veces como un insulto), es normal que toda manifestaciรณn cultural que salga de la celda monรกstica del intelectual se critique como simple impostura. Es obvio que existe gente que consume cultura solo para construirse determinada identidad, para identificarse con unos valores o simplemente para diferenciarse de los demรกs, del mismo modo que quien llevaba El Paรญs bajo el brazo a finales de los 70 estaba exteriorizando su compromiso polรญtico de izquierdas, su rechazo a la dictadura franquista. Pero considerar, a priori, al lector de libros de papel en el metro como un “postureta” es igual de bobo que tratarlo, como hace un reciente artรญculo del suplemento Icon de El Paรญs, como a un hรฉroe. Como si los demรกs, con sus juguetitos electrรณnicos, no fueran mรกs que unos patanes inconscientes de las bondades de leer, entre sacudidas del vagรณn, mรบsica folk en directo, colonias, sudores, abrir y cerrar de puertas, una versiรณn en tapa dura y grabados en oro de Tristram Shandy.
Leer en pรบblico lleva implรญcito un mensaje: la historia que me estรกn contando en estas pรกginas es mucho mรกs interesante que lo que hay a mi alrededor; que tรบ, mรบsico, que tรบ, afable y charlatรกn anciano que te sientas a mi lado en el banco del parque y me hablas. Leer es algo privado, introspectivo, y al leer en pรบblico trazamos una lรญnea para delimitar nuestra privacidad en un espacio colectivo. En mi caso, cuando leo un libro en papel en pรบblico no puedo dejar de pensar en el hecho de que estoy siendo observado, incluso juzgado, y no soy capaz de concentrarme. Todo arte depende, inevitablemente, de las condiciones en las que es disfrutado. Esto no significa que tengamos que juzgar una pelรญcula por la incomodidad de la butaca en la que la vimos, como cierto crรญtico de cine. Pero hay que tener en cuenta que la experiencia depende de las circunstancias. Y yo atiendo demasiado a las circunstancias.
La fiebre del postureo me ha hecho dejar de leer libros de papel en pรบblico. Es la espiral del silencio. Por eso agradezco el Kindle. Puedo leer sin miedo al juicio de los demรกs. Leer en Kindle para ocultar el libro que se lee, como quien bebe una botella de alcohol en pรบblico envuelta en una bolsa de papel. Pero esto tambiรฉn tiene trampa. Amazon y las empresas de libros electrรณnicos hacen pรบblico el progreso de cada lector de ebooks. Por eso podemos saber que menos de la mitad de los lectores que comenzaron El jilguero de Donna Tartt (1152 pรกginas) lo terminaron. Los censores del postureo ya tienen evidencia y datos para probar sus prejuicios. Al menos ya no se basarรกn en las apariencias para acusar a alguien de estar leyendo solo por las apariencias.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacciรณn de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemรกn' (Libros del Asteroide, 2023).