Lo que la gente no entiende de Ayaan Hirsi Ali

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W.H. Auden, cuyo centenario se celebró en febrero, tenía una extraordinaria facilidad para evocar la desesperación, pero de tal forma que inspirara al mismo tiempo resistencia al fatalismo. Su poema más querido tal vez sea 1 de septiembre de 1939, en el que ve caer a Europa en un abismo de oscuridad. Reflexionando sobre cómo llegó a suceder esta catástrofe para la civilización, escribió:

Sabía Tucídides en el exilio

todo lo que un discurso puede decir

sobre la democracia

y lo que hacen los dictadores,

la vieja basura que pregonan

ante una apática tumba;

analizado todo en su libro,

la Ilustración expulsada,

el dolor acostumbrado,

la pena y el desgobierno:

debemos padecerlos otra vez.

¿“La Ilustración expulsada”? Recordé este verso tan fuerte y amargo al ver las reseñas hostiles y maliciosas que persiguen el éxito del bestseller de Ayaan Hirsi Ali Mi vida, mi libertad, en el que narra la huída de una joven somalí del yugo sexual hacia una nueva vida en Holanda, y después (tras el asesinato de su amigo Theo van Gogh) a un nuevo exilio en los Estados Unidos. Dos de nuestros más importantes comentaristas intelectuales, Timothy Garton Ash (en el New York Review of Books) e Ian Buruma, tildaron a Hirsi Ali, o a los que la defienden, de “fundamentalistas ilustrados”. En el New York Times Book Review, Buruma tomó en préstamo otro término del lenguaje de la tiranía y la intolerancia y definió el punto de vista de Hirsi Ali como “absolutista”.

Ahora bien, conozco a Garton Ash y a Buruma, y recuerdo cómo se reían, en los viejos tiempos de la Guerra Fría, de quienes proponían una espuria “equivalencia moral” entre los lados soviético y estadounidense. Buena parte de su crítica tenía que ver con el lenguaje. Buruma se mostraba sumamente cáustico contra los izquierdistas alemanes que hablaban del “terrorismo consumista” de la República Federal. Cada cual puede aportar su ejemplo favorito aquí; los más atroces fueron (y, pensándolo bien, siguen siéndolo) los que inspeccionaban el sistema carcelario estadounidense y lo comparaban con el Gulag.

En su libro, Ayaan Hirsi Ali dice lo siguiente: “Abandoné el mundo de la fe, de la ablación genital y el matrimonio forzado por el mundo de la razón y la emancipación sexual. Después de hacer este viaje, sé que uno de estos mundos sencillamente es mejor que el otro. No por sus llamativos artilugios, sino por sus valores fundamentales”. Ésta es una cita muy representativa. La autora critica algunas cosas de Occidente, pero lo prefiere a una sociedad donde las mujeres están sometidas, donde la censura es omnipresente y se predica oficialmente la violencia contra los infieles. Como víctima y fugitiva africana de este sistema, considera haber adquirido el derecho de decirlo. ¿Qué tiene eso de “fundamentalista”?

La edición del 26 de febrero del Newsweek retoma el asunto donde lo dejaron Garton Ash y Buruma y dice, en un artículo de Lorraine Ali, que “es una ironía que esta presunta ‘infiel’ a menudo parezca tan testaruda y reaccionaria como los fanáticos a los que se ha opuesto con tanta dureza”. Desafío a esta autora a que dé su definición de ironía y presente una sola afirmación de Hirsi Ali que se aproxime ligeramente a lo que ella afirma. Junto a este artículo aparece la típica sección de preguntas y respuestas del Newsweek, titulada, de un modo casi inconcebible, “Vida de una bombardera”. El objeto de este ridículo título es una mujer que ha sufrido desde niña la amenaza de una violencia terrorífica de manos de musulmanes que oscilan entre la moderación y el extremismo. Recientemente tuvo que ver cómo un amigo suyo holandés era asesinado en la calle, cómo le decían que ella sería la siguiente, y ahora tiene que vivir con guardaespaldas en Washington. Ella nunca ha ejercido ni recomendado la violencia. Sin embargo ¿a quién llama “bombardera” el Newsweek? Estas equivalencias falaces siempre son iguales: empiezan fingiendo con arrogancia que no ven ninguna diferencia entre el agresor y la víctima y acaban afirmando que la víctima de la violencia es quien “en realidad” la está provocando.

En otros tiempos, Garton Ash y Buruma habrían acabado en un abrir y cerrar de ojos con cualquiera que acusara a los críticos de la URSS o la República Popular de China de “calentar la Guerra Fría” si hacían referencia a los derechos humanos. ¿Por qué, entonces, hacen una excepción con el islam, que es simultáneamente la ideología de la violencia insurgente y de determinadas dictaduras inflexibles? ¿Será porque el islam es una “fe”? ¿O será porque es la religión –en Europa por lo menos– de algunas minorías étnicas? En ninguno de estos casos se justificaría una protección especial contra la crítica. La fe reclama para sí cosas enormes, reclama incluso el poder temporal sobre el ciudadano, y por lo tanto no puede quedar exenta de escrutinio. Y en el seno de estas “minorías” existen otras minorías que quieren escapar del control de los líderes de sus guetos. (Esta fue también la posición de los judíos holandeses de la época de Spinoza.) Se trata de un problema complejo, cuyo tratamiento requerirá mucho ingenio. La patética simplificación que califica al escepticismo, el agnosticismo y el ateísmo de igualmente “fundamentalistas” no sirve en este caso. Y vean lo que sucede cuando el Newsweek toma la palabra: el enemigo del fundamentalismo es definido como alguien que está en los márgenes, mientras que antes de que uno pueda advertir el truco, el musulmán afligido y quejumbroso se ha convertido en el ocupante indiscutible del centro.

He aquí otro ejemplo de deslizamiento lingüístico. En los círculos de la Unión Americana de Libertades Civiles, a menudo nos referimos a nosotros mismos como “absolutistas de la Primera Enmienda”. Esto significa, paradójicamente, que preferimos interpretar las palabras de los Fundadores, por así decirlo, literalmente. El significado literal, nos parece, es que el Congreso no puede prohibir ninguna opinión ni establecer una religión de Estado. Es decir, defendemos la expresión de todas las opiniones, incluidas las que nos repugnan, y rechazamos la obligación de practicar o abjurar de una religión. Podría decir que para mí se trata de un principio inflexible, incluso de un dogma. Pero, ¿quién puede decir que esto es lo mismo que la creencia de que deben censurarse las críticas a la religión o la creencia de que debe imponerse la fe? Coquetear con esta equivalencia es rendirse a los demagogos y escuchar, por debajo de sus gritos de victoria, el apenado lamento de la traición de los clérigos y la “Ilustración expulsada”. Tal vez, sin embargo, si yo dijera que mis principios son materia de revelación divina inalterable y que estoy dispuesto a utilizar la violencia para hacer que se “respeten”, sería más aceptado entre algunos de nuestros intelectuales. ~

Traducción de Rosamaría Núñez

 

© Slate

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(Portsmouth, Reino Unido, 1949-Houston, Texas, 2011) fue escritor, periodista y uno de los intelectuales más brillantes de su generación. Debate publicó en 2011 el volumen de memorias Hitch-22.


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