La democracia unánime o el guerrero oracular

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Le monde est vieux, dit-on, je le crois;
cependant Il le faut amuser encore
comme un enfant.
— La Fontaine, "Le pouvoir des fables"
I.
La noche del 24 de julio, Caracas está en calma. Víspera de un día decisivo. Mañana, dentro de algunas horas, se verificará la votación que decidirá quiénes compondrán la Asamblea Constituyente encargada de redactar una nueva Carta Magna bajo la vigilancia atenta del nuevo Libertador, el ex golpista y ahora legítimo presidente, el teniente coronel Hugo Chávez Frías, un militar que ha llegado al poder gracias al voto democrático y a una espectacular y no tan sigilosa campaña de mercadotecnia o marketing político pero que está empeñado en transformar radicalmente las instituciones políticas venezolanas que lo han llevado al poder. Huelga decir que las clases ilustradas están entre alarmas y terrores ante el despertar de una nueva base política que dice estar harta de la corrupción y pregona pureza y puritanismo y que está conformada en buena medida por sindicalistas, ex oficiales del ejército asociados a la intentona golpista del 92, artistas de la folclórica legua, populistas marciales, ingenieros, teólogos, evangelistas, juristas, amas de casa, estudiantes y licenciados en divinidad. Aunque aquí se vive como algo excepcional, y no pocos sienten que el nuevo hombre fuerte es una respuesta casi ambiental al abismo de la desigualdad, el episodio no es un movimiento aislado. Ésta es la partitura del nuevo y muy antiguo orden que acaudilla a América Latina: los Fujimori, los Tiro-Fijo, los presidentes locos, los militares puros y buenos que iniciarán la inminente e incesante transformación, los eternos adanes de la Renovación, los jinetes del pegaso mitológico.
     El fenómeno Chávez es, en cualquier caso, complejo: está respaldado al parecer por extremistas de la izquierda y la derecha, por evangelistas, pero sobre todo por un amplio espectro de clases proles y medias resentidas con los jeques y caudillos de la Venezuela Saudita, la del boom petrolero. Chávez Frías se dice y pregona bolivariano. Quiere cambiar el nombre de su país, llamarlo República Bolivariana de Venezuela, acaso para llamar la atención sobre el nuevo papel que habrán de jugar aquí las fuerzas armadas en esta otra revolución blanda. Y ya que de juego se trata, que se empiece por los niños, que cambien los planes escolares y se incluyan materias y temas épicos, que se machaque ya no la historia nacional sino la bolivariana, que los párvulos también participen en esta gran cruzada de regeneración —aunque me dicen fuentes fidedignas que la manipulación pedagógica empezó aquí mucho antes.
     Todo esto, desde luego, produce incertidumbre, transparenta vacilación o al menos deseo, complacencia en la inestabilidad. Y es que en los años que llevo viajando con alguna regularidad a este país no he dejado de advertir el clima telúrico que envuelve a sus instituciones: devaluaciones y demagogias, motines y saqueos, el crimen urbano, pura vida, chévere, la historia —¿o habría que decir la geografía?— sigue su curso. Sin embargo ahora —ahora sí— la cosa parece más seria. La democracia venezolana —uno de los orgullos civiles de América Latina— parece ahora una vieja enferma que sólo se está levantando para en seguida morir, pues las repúblicas latinoamericanas, con sus constituciones generosas y sus utopías sociales, con sus libertades formales y sus guerrillas crónicas e institucionales, mal que bien habían logrado flotar y sobrevivir. Pero dizque eso se acaba, o se agrava, dizque las aristocracias criollas tienen los minutos contados, y las próximas generaciones tendrán que trabajar —y mucho—, pues las sillas para los oficiales y gerentes se han reducido mientras se multiplican las cocineras semiilustradas, los desollinadores sin chimenea. Entretanto, mañana se vota la composición de la Nueva Asamblea Constituyente. Es una prueba de fuego y de fuerza para el teniente coronel al que ahora unos adulan como Libertador redivivo mientras otros recuerdan que desde que era jefe de la Sección de Personal del Cuartel Abelardo Mérida en Maracay soñaba con regenerar al ejército y restaurar su prestigio como únicas vías para emprender una profunda transformación política de su país.
     A lo lejos —cierto: no está silenciosa la noche— se oye el estruendo de varias fiestas. No son pocos los que trasnochan y rumbean en la víspera del gran día; no son pocos —dicen— los que el día de mañana (más de un 50%) se abstendrán de participar en el bochinche, como diría Miranda, el gran decepcionado de Bolívar, el abuelo venerable de los nuevos vulnerables expósitos ilustrados.
     Queda claro en cualquier caso que la oleada chavista es una marea acrítica, hugocéfala, un movimiento estático y extático que ha optado por el carisma del caudillo y la ebriedad del momento y ha renunciado a esa otra vida, la única en verdad humana, que es la de las ideas. Por eso quizás al mirar las fotos reproducidas en la guía electoral se tiene una intensa sensación de estar mirando una fauna fabulosa y trivial.
     Más allá, América hierve: en Colombia la guerrilla se enseñorea, secuestra aviones, gobierna territorios, niega y reparte indulgencias, recibe en la espesura a altos funcionarios de Wall Street. A Ecuador lo sacuden las huelgas como un acceso de tos interminable y, bajo el control militar ya sutilizado y transmutado, Chile camina con cuidado entre cadáveres, restos de Pinocho, vidrios rotos y cables de alta tensión. El tamaño, la belleza de nuestra esperanza materializada en la tierra y la naturaleza americana no hacen sino resaltar inversamente la precariedad de nuestra condición civilizada, la fragilidad de esta leve tela llamada cultura, apodada civilización. Somos un continente a la vez muy antiguo y muy nuevo, y nos parecemos a esas parejas donde un viejo verde desposa a una jovencita o una cotorra cincuentona esposa a un arquitecto precoz: las peleas y formas de relación de este tipo de pareja nos pueden ilustrar sobre la forma en que en América dialogan geografía y cultura, orden imaginario y orden natural. Y así son, serán también los hijos: niños viejos, democracias adolescentes, inestables e hiperkinéticas, juventudes histéricas pero melancólicas junto a otoños feraces y vejeces rampantes. ¿No faltan, acaso, términos medios, puntos de salomónica serenidad inmune al arrebato y a la ebriedad, escuelas de prudencia? No cabe duda en todo caso de que para el marketing político de brocha gorda y paredes peladas el electorado crítico es una variante sin relevancia.
     Hugo Chávez irrumpe entonces en el escenario rompiendo convenciones, subastando limusinas en público, interpelando al presidente de los Estados Unidos como animosa sardina desafiando al tiburón, arengando y desmintiendo, haciendo saber al público que, si bien no mastica mucha teoría política, conoce el precio del pollo; hablando en un lenguaje digerible para esa vasta población desheredada y desarraigada que compone la nueva realidad venezolana y, más allá, latinoamericana. Rompe esquemas previos y conductas rituales que en cierto modo ya estaban rotas o a punto de derrumbarse. Surge en el escenario como un viento catártico y "libertador" pues deja libres, expuestas, a todas esas fuerzas sociales que se agolpaban y contraían en el subsuelo y que ahora gracias a su régimen —interregno— afloran y se desahogan. Su facundia mismificadora, su calculada torpeza, su ir cortando nudos gordianos con la espada de su humor grueso y su simplicidad evangélica, su andadura de líder plebeyo que parece salida directamente de un manual de publicidad suscita la aprobación de las masas revueltas y él representa —¿quién lo dudaría?— al caudillo adalid de esos anónimos invasores verticales que carecen de letras, de empleo, de rentas, de tarjeta de crédito y hasta de domicilio. Su figura convoca la adhesión, si no del pueblo, sí de la masa que pulula como marabunta, de la prole errante que ardientemente se consume de deseos consumistas al margen del mercado.
     Figura catártica, se antoja compararla con un gran estornudo que alivia y cimbra el escenario. Pero, ¿es posible vivir estornudando? ¿Qué sociedad es ésta que alienta en el estruendoso desahogo? Y si el llanero, el humilde Hugo Chávez Frías ha llegado al poder, ¿quién, quiénes lo han hecho compadre? Chávez, fenómeno mediático, ha sido, desde luego, creación de los medios impresos y audiovisuales, producto sazonado en el horno de alguna invisible agencia inteligente, gólem carismático engendrado por los invisibles alquimistas de la prensa y de la TV que ahora —¿no?— lo ven crecer como medrosos aprendices de brujo.
     Un gólem primitivo, telúrico y que seduce precisamente en virtud de su anacronismo, pues ¿quién dudará de que es más plausible ser gobernado por un abanderado extraído del antiguo y venerable guardarropas de la épica insurgente que por un ojo electrónico y un equipo de trabajadores automatizados? Cifra de la catarsis, Chávez simboliza la avidez vehemente de una sociedad que precisa regenerar el cemento social que la organiza después de la pulverización neoliberal, de una sociedad dispuesta a embarcarse en la nave de los locos de antaño antes que subir al navío demente, al Titanic del llamado progreso; así al menos lo ven los náufragos.
     La primavera del patriota, el ímpetu fundacional y adánico de un Chávez dispuesto a tirar por la borda décadas de una historia, sí, marcada por una corrupción casi escatológica pero de ninguna manera reductible a ella, retrata entonces una sociedad cuyo principal imán cohesivo es la escandalosa cantidad, la magia indiscreta de la masa que se electriza y renueva a través de los gestos y ademanes del encantador que la tienta. Porque Chávez invita, ¿quién lo negará?, a un baño magnético en el ser nacional, entendida la nación como el momento de "delirio genial" en que los Libertadores inventaron ese camino al mercado mundial llamado Emancipación. Tal es quizás el sentido profundo de la Asamblea Constituyente que se vota en este mismo 25 de julio en que voy redactando, al pie del Ávila, estas páginas: la promesa de que la historia vuelve y de que suena de nuevo la hora decisiva de los Congresos Constituyentes, la promesa de que todos son figuras potencialmente egregias; los hombres: prohombres; los militares: caudillos; los hombres y mujeres comunes y corrientes: ciudadanos beneméritos; los estudiantes: dignos y notables delegados y no sólo amorfa carne de la estadística. En fin: insurgentes por un día que alguna vez podrán decir a sus nietos que votaron por el Comandante Oracular. La historia ha regresado —así lo hacen sentir los altavoces y micrófonos que magnifican al César tropical—, y la locura seudoquijotesca de Chávez mueve a la ciudadanía porque le promete la devolución del sentido por el módico precio de pensar que toda la historia inmediata ha sido corrupta picaresca.
     De ahí que sólo pueda ser trágica la relación de este presidente beisbolista con los intelectuales cuyas críticas parecen acicatearlo más hacia el vértigo, hacia el precipicio con el cual coquetea desde su micrófono de predicador evangelista capaz de mesmerizar a las multitudes con su silbido de cobra carismática. Trágica como la relación de Miranda con Bolívar, catártica por lo que tiene y carga de pasado, la figura de Chávez es también regresiva y demuestra que América Latina sólo puede encaminarse hacia el porvenir dándole la espalda y, sin embargo, avanzando. O, más bien, regresando, porque resulta claro que al paladar crítico esta figura y su discurso de evangelista enfático le saben a regresión, a retorno incesante de esa larga marcha de la locura que lleva a América Latina a vivir desviviéndose entre el milagro y el carnaval, la procesión y la batalla, el bochinche y la letargia.

II.
Amanece ya el nuevo día. La victoria de Hugo Chávez y de su heterogéneo partido ha sido contundente. Aunque la abstención alcanza alrededor de un 50%, y se dice que de ese porcentaje la mitad no pudo empadronarse por carecer de domicilio (o sea que hubiera votado por Chávez), los "chavistas" sobrepasan el 90%. El arquitecto de origen judío, el profesor de sociología, el escritor y el mozo de hotel, el militar y el comerciante, la coplera y la enfermera, la mulata ama de casa, el taxista descendiente de campesinos portugueses, el escritor (auto) marginado y el estudiante cimarrón han coincidido en la elección de los partidarios de Chávez para configurar la Asamblea Constituyente que "dictará" la Carta Magna con que Venezuela entrará al siglo XXI. Carta, por cierto, de la cual el presidente Chávez ya tiene una versión previamente redactada y dictada por él y sus allegados, algo que sin duda aligerará los trabajos y debates de la variopinta asamblea. Y así se dirá adiós, ciao y a bolívar el pasado; quedará abolido el antiguo régimen y la hermana república entrará al nuevo milenio con novísimas botas legales, pertrechada, preparada como ninguna para la guerra de las estrellas y de los estrellados, con una enorme ventaja —eso dice el discurso populoso— para estos últimos.

III.
No hay nada nuevo bajo el sol, y el cesarismo democrático y la teoría del gendarme necesario como sostén de las instituciones republicanas vuelven, como cifras elementales de una tabla periódica de la historia, a disponer sus cábalas en la retorta social. En esta oscilación que es péndulo y que va del juego de los partidos a la blanda dictadura tumultuosa, los más afectados por el momento son, de un lado, precisamente, los partidos; del otro, previsiblemente, los intelectuales. En cuanto a los primeros, cabe decir que la ingeniería electoral que llevó a configurar la Asamblea Constituyente fue, como quiera verse, alevosa, parcial, mágica, genial, fabulosa, pues al proponer una representación personal disolvió instantáneamente a los partidostradicionales y subrepticiamente dio fuerza a los partidarios del presidente; así cayeron estrepitosamente los institutos electorales y, como en la Casa de Usher, se desplomaron los fantasmas sobre los fantasmas, enterrando de paso a los sobrevivientes. Los hasta ayer grandes señorones de la política venezolana parecen haber quedado reducidos a ceniza y sus asesores a menos que cenicienta polvareda.
     Del otro, los intelectuales, los consejeros, los hombres de saber y de libros de pronto se ven echados a la calle, transformados en desempleados por una sociedad que ha sustituido al historiador por el publicista creativo y el experto en marketing, y al teórico del Estado y al constitucionalista por el estratega y el gerente, al pedagogo por el ingeniero y el biólogo, las artes gráficas por las artes marciales. Dizque Chávez ya ha militarizado media administración pública, luego de proponer la disolución del Congreso y de la Corte. Dizque cita la Biblia tanto como a Bolívar, y a Walt Whitman tanto como al Oráculo del guerrero;1 dizque el beisbol, dizque el maratón de los patitos y las subastas de limusinas. En cualquier caso, habrá que reconocerse y recalcarse que el "efecto Chávez" no es más que una réplica del sismo más amplio que sacude instituciones y solivianta humanidad por toda la raptada, reptante y delirante América Española. De Lima a Quito y de Bogotá a Santiago, los hombres de bota y casco se impacientan y toman la pluma, asumen la gerencia, incurren en la mercadotecnia, el sondeo publicitario y la administración por objetivos mientras, a su vez, los genios ocultos de la propaganda, la gerencia y la calidad total hablan en términos militares y no se quitan el objetivo de la boca ni la campaña de los ojos; mientras los teólogos y licenciados en divinidad venden a Dios de puerta en puerta y canvasean el Juicio Final y las iglesias, como los partidos, confunden evangelización, "posicionamiento" y propaganda y sólo parece puro el deportista o el virtuoso, el rompemarcas solitario, porque hasta el que juega en equipo parece sospechoso de caer en ese juego que todos practicamos y que a falta de mejor voz llamamos política.
     No, no es que los militares tengan o no derecho al voto; es que la administración pública y privada se militariza, accede al orden de un discurso disciplinario, se sustenta en un logos eficaz y aun el simple viandante es reclutado por la propaganda como un soldado —o un forzado— del consumo. De ahí que sea paradójico el surgimiento de esta novísima república bolivariana que nace después de la caída del Muro de Berlín y de esa desactivación de la Revolución Francesa que ha sido la victoria del llamado neoliberalismo. Muchos de los ya no tan chavos chavistas han tenido que conformarse con un comandante llanero luego de haber esperado en vano al Lenin latino, al Stalin criollo, al Castro maracucho.
     Por su parte, entre pros y contras, los inversionistas extranjeros esperan con disimulada impaciencia que termine el striptease ideológico del Polo Patriótico —así se hace llamar este nuevo imán político— para relanzar el juego de las inversiones. No tardarán mucho en aparecer los neoliberales chavistas y, junto con ellos, las nuevas alianzas. Entre tanto, se repite que el oficial neobolivariano ha tenido nexos bajo cuerda simpáticos con Khadaffi, afinidades electivas con Fidel Castro, gestos amistosos hacia Pérez-Jiménez, desplantes insumisos ante el Tío Sam, palabras amenazadoras pero tranquilizadora indiferencia práctica hacia las deturpadas pero ineludibles "cúpulas corruptas", gestos de benevolencia ante los invasores de terrenos y fincas, registrados a nombre de pequeños propietarios nacionales, una conducta invariable, ostensiblemente anticonvencional y desenfadada que parece más inspirada en el Duce que en Bolívar, y una retórica infatigable que machaca su prédica oracular a cualquier hora y en cualquier sitio con tal de que haya, escuchándola, tumulto y multitud. Pero no debe olvidarse que hasta ahora ha sido —un punto a su favor— respetuoso de la libertad de prensa y que ha confiado más en la autocensura que en la censura. Sea lo que sea, habrá que admitir que el "efecto Chávez" es un fenómeno que sólo podría haberse dado en América Latina y, quizá más específicamente, en Venezuela, pues en verdad existe una congenialidad radical entre el gran espectáculo del comandante locuaz en prensa, radio y pantalla y sus oleadas de partidarios enfervorecidos, y este país cuya capital es una urbe paradójica, tentacular, estridentemente moderna, desordenada, nerviosamente mulata y caribe, confusa, abigarrada, meticulosamente criolla, sembrada de plácidos y secretos jardines que se bifurcan hacia la ciudad del "caracazo" y del bochiche, del país portátil y de esas Casas muertas que con puntualidad misteriosa sabe citar el comandante autor de Un brazalete tricolor.2
     ¿Quién negaría que hay una afinidad congenial entre las miríadas de ranitas africanas que rompen con su chillido los húmedos paños de la noche caraqueña y la algarabía pregonera, el vocerío periodístico, el clamoroso alarde de las turbas que se autoconsumen en el Polo Patriótico mientras alternan el guayoyo y el marroncito? Pese a la sobada globalización, cada lugar tiene sus genios, cada geografía su imaginación y cada región su fábula. Quizás el La Fontaine capaz de descifrar el himno que se eleva desde el camino de las hormigas está entre nosotros desde hace tiempo. En todo caso, pocos han sabido reconocerlo. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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