En su ensayo Venus in Jeans, Fintan O’Toole hace notar la condescendiente fascinación que sintió Oscar Wilde al atestiguar cómo los norteamericanos se precipitaban a adquirir mementos del bandido Jesse James en subastas que alcanzaban precios que, cito, “[…] en Europa sólo un Mantegna o un Tiziano logran”. Wilde arribó a Norteamérica convertido en la máxima expresión de lo que se llegó a llamar “cultura europea”. Esta fascinación, tiempo después, se volvió entusiasmo cuando Wilde se dejó tocar por la cultura de sus anfitriones y encontró —en lo que antes le resultaba salvaje— lo insólito, lo vital. Me parece que esta anécdota ilustra las dos caras de la moneda que son, para el humanismo en su ocaso, las figuras de Saul Bellow y George Steiner.
Una fe invulnerable, casi como síndrome de Stendhal, en las humanidades y las artes como tabla de salvación, ronda buena parte de la obra de Steiner. Su visión incluye esa verdad incómoda de que muchas de las grandes obras se constituyen sobre pilas de inhumanidad, pero también encuentra en éstas aquello que puede rellenar el vacío e iluminar nuestras inquietudes en tiempos de calamidad.
Una fe quebrantada ronda la obra de Bellow. Para él, esa cesión de las humanidades y las artes frente a un mundo plenamente tecnocrático es inicio y médula de la calamidad, ya irreversible. En su Humboldt’s Gift ensaya esta idea desde la derrota de los que estaban llamados a ser los salvadores: “la condensación de inteligencias colectivas y de ingenios combinados, con sus cables rondando en silencio, dieron cuenta del poeta”.
Para Bellow no hay más camino que dejarnos sustraer por la calamidad, el escenario que vuelve cada vez más prescindible lo humano. De manera casi determinista, sus personajes ni siquiera arriban a esas conclusiones, sino que son arrastrados por una corriente histórica que así lo dispone. “Aún habrá cuadros religiosos”, dice Bellow glosando a Engels, “pero ya no nos hincamos”. Para Steiner, en cambio, en el momento en que más prescindible se vuelve lo humano, la gente en las barricadas busca de nuevo a Homero, a Dante. Probablemente el ejemplo que mejor tiene estudiado y que más le entusiasma es Paul Celan, el reivindicador de la poesía desde la lengua misma del horror. Bellow respondería que el suicidio de Celan habla elocuentemente por su fe rota y que lo humano se halla en ese acto.
Bellow opera desde la “calamidad” tecnocrática que denuncia. Gran parte de su obra se compone menos de acciones que de reflexiones e ideas. Si bien su valor como estilista es notable —cosa que no siempre se le concede como halago—, su prosa abreva del tamiz sociológico y su narrativa se caracteriza por grandes episodios donde la acción sólo transcurre a nivel de pensamiento. Desde allí, los personajes se ven avasallados por su propio huracán de reflexiones pesimistas —la vitalidad y la individualidad aparecen mejor trazadas en sus personajes secundarios, como lo ha notado Harold Bloom en una ácida apostilla.
Por su parte, Steiner opera desde una ensayística que sostiene ese carácter tan parecido a lo que Fintan O’Toole caracterizó en Wilde como “cultura europea”. Un espíritu pedagógico seguido por la línea de reflexionar a partir de la contemplación; un espíritu que maniobra también en la obra de Borges, que se constituye desde el desbordamiento que provocan otras obras, desde una intelectualidad ordenada más que de una vitalidad informe.
Frank Kermode hace notar que Shakespeare distingue los dones de Próspero y Calibán al acreditarles, respectivamente, las palabras “Art” y “Nature”. Son dos formas con que ambos se declaran dueños de la isla, dos maneras de aprehender el mundo. Steiner y Bellow parecen arribar constantemente a las mismas conclusiones respecto al humanismo, pero sus caminos son, justamente y en ese orden, Art y Nature.
Este espejeo no es arbitrario. Aunque el siglo pasado tuvo mucho de este diálogo entablado en las postrimerías del humanismo, Steiner y Bellow presentan paralelismos notables: judíos, miembros de la Universidad de Chicago, integrantes de cenáculos contemporáneos en el Greenwich Village; asimismo, en sus obras parecen emprenderla contra los mismos enemigos y arribar muchas veces a las mismas conclusiones. Sin embargo, se repudiaron a tal grado que Bellow lo llegó a llamar: “de todos, el más insoportable dolor en el trasero”, y Steiner lo ignora olímpicamente en las pocas veces que dedica sus reflexiones a la literatura norteamericana, contra toda opinión general (Bellow es profuso en detractores, pero su lugar en ese panorama es indiscutible).
¿Qué hay detrás de esta distancia furiosa?
Críticos como Jay Kesser, profesor del MIT, han acusado en la obra de Steiner un “dramatizante gusto por lo apocalíptico” en su concepción del arte. Bellow afirmó que ese tipo de conducta es “la forma burguesa de convertirse en un tonto”. Hay una noción de clase, preclaramente wasp, que opone fronteras entre los conceptos de Arte (lo sublime) y Naturaleza (lo salvaje, lo silvestre). La calamidad que sólo es mirada desde la silla de posta contra la que se vive en la orilla del camino. A Bellow le podría impacientar un cierto talante burgués en las apreciaciones de Steiner. Y viceversa: la vulgaridad que le representaría a Steiner el novelístico análisis sociológico de Bellow, lejos del gran arte.
Tras su ríspida estancia en el Nueva York del Village y luego de una residencia sufrida en un París esnob, Bellow volvió a Chicago, ciudad que le resultaba vulgar, pero, afirma, “mucho más vital”. Cuando Steiner decidió quedarse en Cambridge, lo hizo en atención a una frase de su padre, a una abstracción: “Hitler decía que no habría más gente con nuestro apellido en Europa. Si te vas, habrá ganado”. Ambas elecciones ilustran la posición humanista de estos dos talantes que han desgranado como pocos la caída del hombre.