Una charla previa al partido, de Art Hanson en los U.S. National Archives

El salón de la infamia

 La reciente huelga de jugadores de futbol americano iluminó no sólo las tensiones laborales sino las cuestiones médicas no atendidas en esa poderoso negocio deportivo. 
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Kickoff: La huelga en la NFL ha terminado. Los jugadores aceptaron la propuesta de los dueños, equitativa en términos económicos, y con un candado (un contracto colectivo de trabajo o CBA, a diez años, sin posibilidad de renegociarlo hasta su conclusión) que capitulará cualquier intento rebelde. Los jugadores twittean su entusiasmo por volver al campo y los dueños aparecen en los noticiarios solicitando disculpas a los fans, preparando las estrategias para amortizar el seguro castigo que no pocos infligirán en la asistencia, ratings y compras de mercancía.

La huelga terminó. Pero el ovoide volará sobre cloacas abiertas, sobre problemas de fondo que se derivaron, inexorablemente, de lo que parecía un simple asunto de dinero.

El conflicto detonó por una exigencia patronal de aumentar un billón de dólares al gasto corriente de los equipos. Ante la negativa de los jugadores, porque se verían fracturadas sus ganancias netas, los dueños propusieron aumentar el número de partidos: dos más en temporada regular, cuatro en post temporada y mayores exhibiciones internacionales. Sean Morey, representante de los exjugadores, hizo notar el riesgo a la salud que significaba tal incremento. La posición de los dueños fue —en ese primer encuentro, en la semana del Super Bowl LXV— negligente. Jerry Richardson, dueño de los Carolina Panthers, se impacientó ante el argumento y con notable condescendencia (la misma representación de los dueños así lo reconoció) hizo notar a su contraparte (sobre todo a Peyton Manning, vocero de los jugadores) que para eso ganaban grandes fortunas, que solo un ingenuo no está al tanto de los riesgos de un deporte de contacto (entre los de equipos, el más duro) y hasta les ofreció una cátedra sobre cómo funciona el capitalismo norteamericano.

Las dos grandes cloacas (de las que se deriva el resto) se abrieron en ese significativo encuentro. La respuesta de Richardson puso sobre la mesa la sospecha de que la liga desestimaba el tema de la salud a largo plazo de los jugadores. Desde mediados de esta década surgieron innumerables notas periodísticas respecto a las afectaciones neurológicas (desde insomnios, depresiones, lapsus de amnesia hasta muerte súbita) que padecían algunos jugadores retirados tras una vida de contusiones repetidas en el emparrillado. Tales notas, ya alarmantes en su momento (la propia NFL decretó una serie de penalizaciones en 2010 y actualizó su comité de investigaciones), encontraron un megáfono inigualable durante el conflicto. Un comité de esposas de exjugadores desempolvó kilos de expedientes médicos para probar que el asunto era serio. El fantasma de Dave Duerson —un ex jugador que se suicidó en febrero pasado, tras sufrir diversos episodios relacionados con encefalopatía crónica traumática, CTE— reapareció con la dureza de los que avasallan en sueños a Ricardo III.

Los revelaciones no se han hecho esperar. Patrick Hruby, columnista de ESPN.com, expuso que la NFL creó en 1994 un comité para investigar estos casos, sin embargo lamenta que quien presidió tal instancia fue un reumatólogo, no un neurólogo, y que los resultados fueron nulos. En estos momentos, entre la algarabía por el fin de los conflictos, hay 75 demandas en tribunales que alegan desde presuntas faltas de transparencia hasta información adulterada y posibles actos de corrupción (en los que estaría incluida la empresa de equipamiento deportivo Riddell). Una comisión en el congreso se prepara para investigar y discutir este mismo asunto, pero desde un frente derivado: si quedan debidamente probados los daños a la salud que provocan las contusiones, ¿cuál es el riesgo real al que están expuestos desde ya las ligas universitarias y juveniles?

El senador John Conyers ya había lanzado esa pregunta en 2009, cuando se creó una comisión en el congreso para tomar cartas en el asunto. En aquel cónclave surgió, discretamente, otro tema: el del monopolio que ejerce la NFL. Esa podría ser la segunda cloaca abierta más importante, también resultante de aquel primer encuentro. Como antecedente tenemos el CBA firmado precipitadamente en 2006, con el que los jugadores lograron una distribución de las ganancias, a su favor, en un 60/40 aproximadamente. Los dueños transigieron con un as bajo la manga: una cláusula que les permitiera cancelar el CBA para revisión. Si no lo usaron fue porque, tras ese acuerdo, los jugadores cobraron fuerza moral. Drew Brees, quarterback de los New Orleans Saints, lo puso en estos términos: “Creíamos que nos empezaban a tratar como socios, no como simples empleados”. Richardson, el dueño que puso aquella primera junta pendiente de un hilo, afirmó que sí había una necesidad de dinero, pero sobre todo se buscaba “recuperar la liga”.  Allí está la médula real del conflicto hoy resuelto: un asunto de control que se volvió personal. En las inmediaciones del conflicto surgió la sospecha de que no pocos jugadores estarían dispuestos a agremiarse en torno de una nueva liga creada por ellos.

No obstante, la resolución alegre, entusiastamente narrada por varios medios, dejó sin aliento a los que se habían decidido terminantemente a energizar su cruzada por la salud. El acuerdo se dio con un ajuste económico y una propuesta de salud restringida a los servicios médicos que cada equipo ya mantiene y una mejoría en la “cultura de juego” (es decir, incrementos en información para prevención y en las penalizaciones contra los contactos “casco-a-casco”). A los comités de exjugadores y esposas les pareció poco. Bajo sus lenguas ronda el reclamo respecto a que la salud solo se discutió en la mesa de las finanzas. En la idea de que, si han de asumir el caro riesgo, entonces hay que cobrarlo (en dólares y en control) lo mejor posible.

(Fuente de la imagen)

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