Hubo un tiempo en el que alguien con problemas de peso era un gordo; un invidente era un ciego; un discapacitado era un cojo; un sin techo era un vagabundo; los subsaharianos y los afroamericanos eran negros; una persona de la tercera edad era un viejo; un homosexual era marica; un tipo con gran inteligencia emocional era un bobo simpático; una empleada del hogar era una sirvienta; un ingeniero en ventas era un vendedor de puerta a puerta; un no vivo era un muerto; un tipo muy muy bajito era un enano, y si a alguien le colgaba de la nariz una substancia pegajosa, verde y viscosa, es que tenía un moco.
Para muchos eran tiempos terribles, en los que se ofendía a todas las personas que mostraban alguna particularidad presuntamente vergonzosa, es decir, a casi todo el mundo. El problema no era de actitud, o del trato que recibían, o de su precaria situación, sino de vocabulario. El vocablo con el que se referían a estas víctimas del lenguaje debía desaparecer de las conversaciones, de las tertulias, de las calles y, con el tiempo, de los diccionarios. Para que nos entendamos, había gente que cuando pasaba junto a una mujer de la calle, pensaba: creo que esta que me mira tanto es una puta. Y eso estaba fatal. Por eso, para defenderles –o defendernos a todos–, para hacer valer sus derechos, para que nuestras vidas fueran más dulces, para ser más libres, se inventaron miles de eufemismos para referirse a los colectivos ultrajados, y se aplicó la llamada corrección política. Como sabrá cualquier lector, la campaña ha tenido un gran éxito, no sólo en los Estados Unidos, donde se originó, sino también en la vieja Europa, tan aparentemente de vuelta de todo. Por ejemplo, el presidente Zapatero, adalid de esta nueva ola y una persona indudablemente sensible, propuso, para defender los derechos de los minusválidos, llamarlos discapacitados en vez de disminuidos. No sé muy bien qué quería decir, pero supongo que el mensaje sutil que nos transmitía era el de apostar por la corrección de la corrección, por afinar en este campo infinito y hasta entonces poco transitado de la lengua.
Ahora las personas normales y corrientes manejan con soltura el nuevo vocabulario libre y se sienten mejores personas, los políticos son felices porque les ponen en bandeja hablar en clave, los humoristas se las ven y se las desean cuando quieren hacer valer su humor negro, y dentro de poco los escritores decidiremos dejar de escribir, porque siendo algo bastante difícil, lo es mucho más cuando te ves obligado a alargar muchísimo las frases para no decir nada.
Pero por fortuna –al menos para mí, que soy un poco raro–, ha quedado una isla en medio del océano de grimosa corrección. Se trata de los calvos. Nadie se ha acordado de ellos, de su humillación, de su horrible y continuado sufrimiento, de sus incontroladas neurosis. No son hombres sin pelo, ni usuarios potenciales de peluquín, ni gente sin necesidad de peinarse, ni ahorradores en champú, ni personas que miden un par de centímetros menos por ausencia de cabello, ni cerebros al aire libre. Son calvos. Putos calvos, para ser más precisos. Se ríen de ellos en las cenas, en los anuncios, en las series de televisión, en el cine y a la salida de los colegios. No sé si existirá alguna asociación de calvos, pero si la hay, por ahora no ha puesto el grito en el cielo. Tampoco he leído cartas al director en los periódicos quejándose de un trato discriminatorio en comparación, por ejemplo, con los mancos. Y eso es fantástico, porque significa que hay gente que, cuando es calva y la llaman calva, no se ofende. Los calvos saben convivir con su calvicie, se defienden solitos, sin llantinas, y evitan meterle mano al diccionario. Nunca antes había estado orgulloso de que existiera un colectivo –los colectivos suelen parecerme repugnantes–, pero ahora lo estoy. Vivan los calvos. ~
(Madrid, 1970) es narrador y guionista. Su libro más reciente es Antón Mallick quiere ser feliz (Destino, 2010).