Diario breve de una visita a Hollywood

El glamur y la cutrez, los mendigos y las estrellas, la noche de los Óscar y la búsqueda de los regalos, las conversaciones con los expatriados españoles o un desconocido que –como todo el mundo– está a punto de vender un piloto de una serie: algunas aventuras de un guionista en Hollywood.
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Fui a Los Ángeles como parte de una expedición puesta en marcha al conocerse las nominaciones a los Óscar por Mejor Película Internacional y Mejor Maquillaje y Peluquería del filme La sociedad de la nieve, de cuyo guion adaptado soy coescritor. La película dirigida por J. A. Bayona narra la conocida historia del accidente de un avión en la cordillera de los Andes en 1972 y la lucha por la supervivencia física y mental de un grupo de jóvenes uruguayos. Ha sido premiada en todo el mundo, y vista por más de doscientos millones de personas, convertida no solo en un fenómeno  cinematográfico, sino también social, al calar en la gente en general y en los jóvenes en particular su mensaje de solidaridad coral.

Un viaje a Hollywood en el fin de semana de los Óscar no es un viaje cualquiera. La intensidad se da por sentada y si a los actos relacionados con La sociedad de la nieve y al desenlace de los premios añades las obligaciones propias del cronista y varias reuniones en productoras, la perspectiva es tan estimulante como asfixiante. Vivimos en la era de las emociones, entronizadas desde las redes, los púlpitos de todo género y la publicidad, esas emociones cuya búsqueda es para muchos la respuesta a la existencia. Lo razonable ni vende ni cala. Aburre. Si he comprendido algo al escribir Rayografía, esa crónica sobre España a través de los aficionados y del fútbol actual, es que hoy en día es fácil encontrar un yonqui de los goles, pero muy difícil al que se chuta con argumentos. Como si tanto móvil nos hubiera convertido en zombis, buscamos emociones en las drogas, en los deportes de riesgo, en los likes, en el fútbol, en ese amor que no llega sino para unos pocos porque casi nunca es amor. Si un lugar vive de generar sueños y emociones, y de saborearlos, masticarlos y escupirlos mirando hacia otro lado, ese es Hollywood. Ir a ver de frente a ese monstruo es, como se suele decir, toda una experiencia, aunque sea fugaz. Es divertido. Es interesante. Es extenuante.

La semana fue increíble, pero ahora mismo estoy escribiendo en la cama, con 38 y pico de fiebre, dolor de cabeza y garganta y eso que se denomina malestar general. Es sábado 16 de marzo de 2024 y ya ha caído la noche sobre Madrid. Tengo de límite hasta mañana domingo incluido para entregar estas páginas a Daniel Gascón para Letras Libres. Mi hijo Marcos me va a traer algo para cenar y un test para saber si tengo covid o gripe. No soy hipocondríaco, en realidad me importa un bledo qué tengo y sé que en unos días estaré casi como nuevo. El “casi”, con más de cincuenta años, hay que añadirlo siempre. Eufórico, puedo estar todavía; enamorado, lo estoy, de una poeta; pero nuevo, lo que se dice nuevo…

He pedido el test porque quiero saber qué tengo para incluirlo en este diario. Quiero, supongo, tener algo a lo que agarrarme, alguna idea sobre cómo abordar el texto y mi enfermedad, tan presente, es un modo tan bueno de hacerlo como otro cualquiera. Quizá, inconscientemente, quiera dar pena al lector, o a Daniel Gascón, o a mi hijo. Vete a saber. Intentar dar pena es patético, pero humano. También puede ser que el dato le dé algo al texto, un qué sé yo, uno de esos cientos de qué se yoes que conforman un texto legible.

He decidido que el único modo de ordenar mi mente y este diario es abordarlo con entradas independientes que partan de un término, al modo de un diccionario incompleto y caprichoso. Por ejemplo: “avión”. O: “sobrina”. Así, leo “sobrina” y sé que debo empezar a escribir un texto relacionado con mi sobrina, la actriz Manuela Vellés, que también estuvo allí y fue, parece ser, la única actriz española junto a Elsa Pataky en pisar la alfombra roja. Con esa estructura guiada, casi infantil, quizá no descarrile. Más que una cuestión formal o de estilo, más que una respuesta a la gran pregunta de cómo contar, es pura supervivencia.

Mi hijo acaba de llegar. Me ha traído un pollo con verduras de casa de mi madre y el test. No había de saliva, me dice, es de nariz. Hay que esperar veinte minutos para saber el resultado. Le digo que dónde lo ha comprado, que si ha ido a la farmacia o al camello más tirado del barrio. Se ríe. Le digo que ya puestos a destrozarme me podría haber traído uno de supositorio. Se ríe otra vez. Tengo un gran hijo, eso no me lo quita nadie. Me pregunta para qué rayos quiero saber qué tengo. Marcos no es idiota, sabe que mi encargo no tiene sentido, es ridículo. Le digo que es para el diario que estoy escribiendo y acepta la respuesta sin indagar más. Está acostumbrado a recibir respuestas así. Está acostumbrado a mí. Pero al cabo de un rato, mientras cena y yo le acompaño, le pica la curiosidad y me vuelve a preguntar. Le digo que voy a incluir en el diario que estoy hecho trizas y que no sé si voy a poder entregar a tiempo el texto y me pregunta si mi diario no era sobre mi viaje a Los Ángeles. Le respondo que sí. Me dice que me deje de historias y escriba sobre el viaje. Le doy la razón y le agradezco su sabio consejo. Pero lo que no sabe él es que gracias a mis historias ya llevo casi la mitad del encargo y por primera vez tengo la esperanza de cumplir.

Le doy a leer lo que llevo y por la cara que pone, sé que por un lado le gusta y por el otro no da crédito. Me pregunta qué proporción del texto sobre el artículo completo es la que ha leído y le digo que la mitad. Se parte de la risa, casi se cae al suelo, con lo grande que es. Me dice que los lectores querrán saber algo del viaje en sí, de Hollywood, y le digo que me parece muy bien, que ellos podrán querer saber lo que les plazca, que siento un inmenso respeto por ellos, pero yo estoy fatal y no puedo apenas pensar y todo me da igual. Sigue riéndose. Me da un beso y se va. Vamos allá, vamos con esas entradas breves que ilustran una aventura breve. 

Jueves 7 de marzo de 2024

Avión: ¿Ya siempre –y no sé si les ocurrirá a todos los que hemos trabajado en la película, que seremos, si contamos a los de la campaña de promoción, más de mil personas– pensaré en el accidente cuando me suba a un avión? En este Airbus A330-200 que despega de Barcelona viajamos más de cuarenta personas entre nominados, familiares de nominados, periodistas y políticos que van a acompañar a La sociedad de la nieve y a Robot dreams –la otra película española nominada– hasta Los Ángeles. Me siento junto a una mujer castaña clara y enérgica. Parece inquieta. Tras acomodarse y comprobar todo lo que se puede comprobar en un asiento y en la pantalla de cine y entretenimiento, me cuenta que va a LA a pasar unos días y luego va a hacer un viaje sola y en tienda de campaña por algunos parques naturales. Me pregunta el motivo de mi viaje. Se lo cuento y entonces me confiesa que ella también va por la película, es segunda ayudante de dirección. No suele decir a la primera que trabaja en cine porque de ese modo la conversación no se centra en ella ni la acribillan a preguntas sobre actores famosos, y es que ha trabajado con decenas.

Cynthia R. me cae bien al instante. Malagueña, trabajó durante seis meses en el proyecto, dos meses de preparación y cuatro de rodaje; el único en toda su vida más largo que este fue el de Aladdín, de Disney. Aparte de preparar la orden del día, se ocupaba de planificar la preparación de los actores, así que vivía a medias entre el plató y fuera de él. Conversamos sobre nuestros respectivos trabajos. Últimamente me atrae cómo afectan los procesos a los resultados cuando contamos historias, y el caso de La sociedad de la nieve es interesante. Por un lado, la obsesión de Bayona por apoyarse, aparte de en el libro de Pablo Vierci, en una exhaustiva documentación y en un contacto muy cercano con los protagonistas se trasladó desde el guion a todos los departamentos. Esa idea de fidelidad a lo que ocurrió por respeto a los fallecidos y a los supervivientes impregnó la cinta.

Por otro lado, la vida del corazón del elenco, un puñado de actores muy jóvenes y casi todos noveles cuyos rostros todavía inocentes le sirven a Bayona para que vivamos con ellos la odisea, se organizó de modo que se creó una moderna sociedad de la nieve. Los actores convivieron en las fases de preparación y rodaje y, alejados de sus familias y amigos –eran sobre todo argentinos y uruguayos y trabajaron casi siempre en España–, convirtieron a sus compañeros en su familia. Filme coral por excelencia en el que aparecen una media de ocho actores por escena y veinte cuando son dentro del fuselaje, estuvieron siempre a disposición de Bayona y subían a la montaña tanto cuando eran protagonistas como figurantes. Pasaron cientos de horas muertas, pasaron frío y hambre con las dietas establecidas individualmente, y vivieron un estrés emocional que también se reflejó en pantalla y representó el de los protagonistas originales. El rodaje fue esencialmente cronológico, y cuando uno de los personajes moría, el actor que lo representaba se quedaba con su “familia” una semana más –por si se necesita repetir alguna de sus escenas– y luego desaparecía tras una emotiva despedida, en un remedo de lo que ocurrió en los Andes. Formaron una piña. Siempre que los he visto van juntos, resulta enternecedor, y les han dicho tantas veces que son una familia que se lo creen.

Viernes 8 de marzo

Fotografía: Tenía que hacerme una fotografía con Bayona y las productoras Belén A. y Sandra H. para ilustrar mi crónica para el diario El Mundo. Y tenía que hacerlo en medio de una rueda de prensa con treinta periodistas y sin tiempo porque debía irme pronto a una reunión. ¿Quién me mandó aceptar que además del texto iba a proporcionar también las fotos? ¿Seguiré toda mi vida siendo incapaz de decir que no? Menos mal que Belén, Sandra y Jota son comprensivos y simpáticos. Logré sacarlos afuera del restaurante donde se hizo la rueda de prensa y nos colocamos bajo el sol, en la acera, tras elegir a toda pastilla un fondo que diera una idea de que estábamos en LA. Les preocupaba –con razón– qué tal iban a salir en las fotos, que pedí que nos hiciera Sole M., de producción. Sole disparó y luego nos arremolinamos alrededor de mi móvil. Había alguna buena, pero no tan buena. Para colmo la iluminación era demasiado dura. Entramos en el restaurante, a Bayona se lo llevaron para otra entrevista y Belén, Sandra y yo nos pusimos a buscar sitios para repetir la foto. ¿Con esos paneles de madera de fondo? ¿Al lado de la barra? ¿Junto a esa planta? Yo posaba para la prueba y así fuimos recorriendo el restaurante, sin éxito, hasta que nos hartamos. Al final quedamos en hacernos la foto esa misma noche en el panel en el que intervenían los directores de las nominadas a Mejor Película Internacional, en el Teatro David Geffen del Museo de la Academia de Cine, tan vistoso con esa tapicería roja, esa iluminación tan cálida y decorado con aquellas estatuas de Óscar. Naturalmente, esa noche, aquejados todos de jetlag y agotados tras una jornada interminable, no nos hicimos la foto y acabé enviando una de las de la acera. Tampoco estaba tan mal, convinimos al mensajearnos una vez publicada.

Sábado 9 de marzo

Sobrina: La víspera de la ceremonia, tras entregar la crónica, hice para relajarme lo que no hace casi nadie en LA: pasear. Me alojaba en West Hollywood, el Chueca angelino, en casa del escritor y director del Instituto Cervantes Luisgé Martín y de su marido, el ilustrador Axier, y caminé desde allí hasta Beverly Hills, donde comí en el café Craft Alley con mi sobrina Manuela. Mientras la esperaba, un tipo de unos treinta, moreno, arrogante y estiloso, atrevido en los colores de sus prendas, se reunió con dos mujeres ruidosas: “Is Oscar’s weekend, I love it, it’s lively!” Manuela andaba organizando su aparición sobre la alfombra roja del domingo, la cita con la maquilladora, un ensayo en Malibú con la actriz y directora Marta Milans para preparar el rodaje de su corto The seventh turn… Bebimos cervezas italianas Menabrea y comimos una ensalada. ¿Quién ganaba la batalla, la ilusión o la ansiedad, la melatonina o el jetlag, el glamur o la cutrez, las estrellas o los mendigos?

Cada movimiento en Los Ángeles era como si en Madrid quedaras en Pozuelo o en Toledo, más valía no hacer más de dos al día. Fuimos paseando hasta el mítico Beverly Hills Hotel y creo que mi sobrina y yo fuimos los únicos en años en subir la calle de acceso privada a pie y no a bordo de algún coche imponente con cristales tintados. Mientras Manuela continuaba con su trabajo de actriz –recibiendo un tratamiento de cutis–, ese trabajo que sorprendentemente envidian millones de jóvenes en todo el mundo, yo me dedique al mío de escritor, al que ayuda el anonimato porque consiste en gran parte en observar. Caí sobre una silla de madera de la terraza rodeada de verde del bar Nineteen y esperé dormitando y atiborrándome de café a que llegara Ibon C., pareja de mi sobrina y productor de Robot dreams. Los huéspedes que me rodeaban, casi todos con aparentes bolsas de sus compras sobre los sofás y los sillones, me hicieron reflexionar sobre las operaciones de cirugía estética. Si en el caso de los ricos los resultados eran tan terroríficos como lo que tenía delante de mis ojos, ¿cómo sería el aspecto de los pobres que aspiran a imitarles? En un par de horas, a unas decenas de metros de distancia, en la zona de los bungalows, Robert de Niro iba a ser la estrella más admirada en una de las fiestas del fin de semana. 

Domingo 10 de marzo

Óscar: Se fue con otra. Se veía venir. No es un tipo de fiar. Hablamos y hablamos de nuestras películas preferidas, argumentamos a favor de una o de la otra, pero al final Óscar se va con la que le viene en gana y punto. Hoy la clave en cualquier ceremonia de premios o similar, ya sea profesional o de aficionados o infantil, es documentar con imágenes las reacciones estereotipadas de los ganadores y de los perdedores para enviarlas de inmediato a la red en una repetición narcótica de sonrisas y lágrimas no derramadas, una sucesión de gestos mecánicos sin alma, producidos más por obligación y ansiedad que por una emoción genuina. La aparente alegría es alivio, la aparente pena también es alivio. Porque el trago del espectáculo ya pasó. La vida, vista así, desde el paradigma del triunfo sonado y su representación como única meta, no se sostiene porque es precisamente lo contrario, la sucesión de pequeños fracasos, la que la hace humana, habitable y compartida por todas las personas sin distinción. En la fiesta de Egeda, donde nos reunimos cientos de “latinos” en un mundo dominado por los anglosajones tras no haber obtenido ningún Óscar ninguna de nuestras películas que aspiraban a ello, no había realmente tristeza, o al menos yo no la percibí. Había copas, baile, risas y ganas de soltar la tensión y agradecer un viaje tan alucinante como aquel. También unas ganas locas de coger la cama del hotel o del apartamento o de la casa y dormir a pierna suelta.

Lunes 11 de marzo

Uber: Si no has alquilado un coche y quieres llegar a tus citas estás obligado a usar Uber. Uber a Uber, de media hora en media hora de recorrido, tu cuenta corriente sufre. Entonces, siempre sin tiempo para nada, te informas sobre los autobuses. Los autobuses amarillos funcionan, y cuando preguntas por ellos a los angelinos, te suelen decir que suben mendigos, aunque no son peligrosos. Los demás viajeros que usamos un autobús en LA somos también mendigos, aunque no queramos darnos cuenta. Mason B., un joven guionista muy listo y simpático con quien tomé un café en Venice Beach y que está a punto de que le compren el piloto de una serie, porque en esta ciudad todo el mundo está a punto de algo, me dijo otra verdad sobre LA: es una ciudad en la que se puede vivir muy bien si te va muy bien y muy mal si no te va muy bien. Luisgé M. me dijo que parecía un descampado y la también escritora Almudena S. y su marido Juanmi comentaron que el primer año la odias y después, depende. Para Manuela, que había pasado anteriormente temporadas allí, todo era de quita y pon, como si se tratara de un escenario. No recogí grandes halagos hacia LA, pero sigue atrayendo como la miel a las moscas, a los moscones, a las mosquitas muertas y a los moscardones como yo.

Martes 12 de marzo

León. Cada jugador, en Hollywood, juega con sus cartas. Metro Goldwin Mayer, uno de los estudios históricos, fundado en 1924 y que ahora pertenece a Amazon, saca músculo con sus oficinas situadas en Beverly Hills, cerca de las lujosas tiendas de Rodeo Drive. Al entrar en el hall, sobre los recepcionistas, hay un cuadro en relieve de su famoso león rugiendo, muy dorado, bajo el lema “Ars Gratia Artis”, enmarcado en una película de celuloide, sobre fondo negro. Desde el momento en el que ves al león de la Metro ya eres aquel niño que se sentaba frente a la pantalla y se estremecía de placer cada vez que oía rugir al felino. Como eres ese niño y no pasa nada por serlo, no te da vergüenza, tras la reunión, pedirle a un ejecutivo que te haga una foto delante de la vitrina trufada de premios Óscar de sus oficinas. Moises A. no solo fue tan amable como para hacerme la foto, sino que además me hizo una muy buena foto.

NBA. Tenía ganas de ir alguna vez a un partido en vivo de la NBA y de pronto Ibon, Manuela y su grupo me invitaron a ver un Los Angeles Clippers-Timberwolves. Vi a James Harden y Anthony Edwards, a Kawi Leonard y Paul George. Vi los mismos ritos que había visto tantas veces por televisión –el himno, las tonadillas del organillo en defensa y en ataque, los bailes de las cheerleaders, los juegos en los descansos, los bailes del público, la comida en las gradas– y lo que más me impresionó fue, más que lo que vi, lo que oí. Es, dicen, adrenalina y espectáculo, pero para mí fue un fragor continuo que solo amainaba cuando un jugador se enfrentaba al lanzamiento de tiros libres. Casi lloro de alivio cada vez que pitaban una falta de tiro. Acabé con la garganta tocada de tanto gritar para hacerme oír y con la sensación de que estaban expulsando de los estadios a la gente como yo, a esa gente a la que le gusta el ruido del público en determinados momentos del partido y el silencio solo roto por los sonidos sencillos de los jugadores hablando y desplegándose sobre la pista, en otros. El ruido desatado acaba con las sutilezas.

Miércoles 13 de marzo

Regalos. El único día libre y el último del viaje se trataba de comprar algún detalle a mi hijo y a Andrea B, mi novia. Antes del viaje todo el mundo me decía que disfrutara, que me dejara llevar, que viviera el momento, que saboreara la experiencia y que fuera zen y guay, pero lo cierto es que, no sé tú, pero yo en un viaje así me veo como un saltamontes en bolas sobre un río de lava. A mí la vida no me da. Por suerte di con una papelería, Paper source, que haría las delicias de cualquier escritor sin por ello dejar de arruinarlo. Disfruté comprando pequeños detalles que parecían hechos expresamente para Andrea. Encontrar una sudadera para Marcos en LA hubiera sido sencillo si hubiera tenido tiempo de investigar tiendas de sudaderas. Acabé ya medio zombi en Venice Beach, tras hora y media en bus y bajo un sol inclemente, intentado encontrar algún tesoro en las tiendas del paseo, más de souvenirs que de otra cosa. Ya afloraban todos los síntomas de mi malestar, así que no estaba para grandes desafíos. Como un sonámbulo entré en la única tienda que parecía una tienda y le compré a mi hijo una sudadera deportiva gris oscura con el forro de la capucha naranja de un deporte que se llama teqball o futmesa y que lo debe conocer todo el mundo menos yo. Supuse que aquello sería, al menos, muy LA. Cuando se la di a Marcos, aunque me dio un buen abrazo, ambos sabíamos que la había cagado con el regalo, pero ambos sabemos también que eso solo importa en algunas películas y que en la vida real de errores así conviene reírse.

Es la madrugada del domingo y ya es hora de desvelar el único secreto que me he guardado. No tengo covid, ni gripe. Tampoco me quejo en balde. Fui a urgencias, tengo placas en la garganta y ya he empezado con los antibióticos. Sigo con fiebre y estoy muy cerca de cumplir con el encargo. A lo mejor, de eso vive la meca del cine. De cumplir con los encargos. ~

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(Madrid, 1970) es narrador y guionista. Su libro más reciente es Antón Mallick quiere ser feliz (Destino, 2010).


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