Cuando, en el siglo IV a.J.C., Sotades de Maronea, poeta de Alejandría y habitual de los cenáculos literarios y las tabernas (que también suelen ser cenáculos literarios), escribió unos versos satíricos contra el rey Tolomeo y éste ordenó que lo metieran en una caja de plomo y lo arrojaran al mar, los otros poetas griegos le rindieron homenaje llamando verso sotádico a los que también se les ha llamado “versos recíprocos”, “recurrentes” o “cáncricos” (esto último por la marcha a reculones del cangrejo). El desdichado liróforo tenía un estro maestro para un género, ¿inventado por él en sus poemas pornográficos?, en el que una palabra o una frase escritas dicen lo mismo leídas de derecha a izquierda que de izquierda a derecha.
Hoy llamamos palíndromo (del griego palin: de nuevo, y dromo: recorrido) a ese juguete de la escritura, uno de los más bellos y tentadores casos del anagrama (alteración del orden de las letras de una palabra o frase), que ha transitado por un sinnúmero de geografías, siglos, lenguas y literaturas engendrando hondos axiomas, desconcertantes imágenes y hasta poemas de longitud variable (desde uno hasta mil o más versos).
Comencemos admitiendo que en español lengua hay dos tontos palíndromos que se hicieron “clásicos” tan sólo porque el académico Diccionario de la Lengua Española, sin más justificación que la falta de gracia de tales ejemplos, los imprimió en incontables ediciones:
Anita lava la tina.
Dábale arroz a la zorra el abad.
(Recientemente el primero ha sido reemplazado, en modo no más ingenioso, por la sola palabra anilina.)
Los romanos (sí, los de “Roma/Amor”, que es palíndromo) escribieron versos en augusto o picaresco latín a los que apodaron jánicos en referencia a Jano, el mítico rey de Lazio que poseía dos caras: una mirando a un lado y la otra al otro. Y tales juegos de letras no han sido pasatiempo de gente menor: en Galia y en el siglo V, Sidonio Apolinario, que tambien tenía dos caras, una de obispo y otra de poeta, produjo esta frase jánica en la cual las mariposas nocturnas cantan su revoloteo en torno a una voraz lámpara:
In girum imus nocte et consumimur igni.
(En la noche giramos y en el fuego nos consumimos.)
Puede ocurrir que un mero apellido, si es leído palindrómicamente, nos induzca al error de sospechar que un poeta llamado Gabriel Díaz, no satisfecho con ese tan frecuente apellido, lo haya cancrizado para convertirse en Gabriel Zaid. Y sin duda sería también un error (un yerro) pensar que un célebre y agudo articulista político merezca que se le fulmine con la sentencia:
¡Yerra Susarrey!
Lo cual demuestra que no siempre hay inocencia en la palindromofilia. Esto lo descubrí amargamente el día en que, tras haber leído páginas del gran prosista español don José Martínez Ruiz, alias Azorín, me brotó esta frase tan delirante como posiblemente difamatoria:
Azorín a Sor Alada la rosa ni roza.
Pues ¿cómo imaginar siquiera al famosamente discreto autor (que quizá nunca en su larga vida escribió una sola página de lujuria) en trance de perseguir en el jardín de un convento a una monja provista de angelicales alas y de una virginal flor?
Sucede que, según el ánimo con que lo leamos, el palíndromo sea tan juguetón, tan irresponsable, como la escritura automática de los surrealistas, pues en él las palabras solas, dispuestas por el azar, significan lo que se les ocurre por su cuenta, y a veces producen algo cuya coherencia tal vez existe pero no se advierte en la primera lectura (y quizá ni en la segunda, la tercera… o la enésima), como en este de minerva alemana:
Ein Neger mit Gazelle zagt im Regen nie.
(Un negro con gacela nunca vacila en la lluvia.)
El palíndromo puede ir de lo fino a lo grotesco, de lo fútil a lo grave, de lo juicioso a lo tonto, de la poesía a la chabacanería, y de lo cotidiano a lo histórico, como ocurre en este sucinto monólogo que los ingleses atribuyeron a Napoleón cuando lo tuvieron cinco años secuestrado en la isla de Elba:
Able was I ere I saw Elba.
(Hábil fui antes de ver Elba.)
Muchos somos los palindromaníacos que cuando casualmente hemos tecleado o leído una palabra palindrómica, por ejemplo: seres, plural de ser, inmediatamente nos precipitamos en el insomnio intentando un palíndromo más largo que se iguale a uno, tan musical con el dulce silbar de sus eses, de Oscar René Cruz:
Seda de los seres soledad es.
El cual puede tener por lo menos dos sentidos: uno, que una muchacha llamada Soledad resulte tan acariciadora como la seda, y, dos, que la soledad no sea un infortunio social y/o espiritual, sino, por lo contrario, un hábito consolador por ser tan terso y confortante como esa fina tela con la cual los seres gustosamente se arropan.
Y si el solitario se absorbe en sí mismo, a la vez puede permitirse la jactancia filosofoide del palindromero cuando obtiene algo como esta sentencia de Oscar René Cruz que parece una versión del famoso dilema To be or not to be de Hamlet:
Se es o no se es.
A lo cual otros palindromistas, sin duda más seguros respecto a su identidad, podrían responder pregonando conclusiva y altivamente su ego como el de un dios:
¡YO SOY!
(Continuará)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.