Lou Reed: El hombre que condujo fuera del camino

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Todo mundo tiene una historia entrañable y cómica sobre cómo se emborrachó y escuchó a Lou Reed por primera vez. Pero miles han sido publicadas ya, en los obituarios que brotaron como honguitos en las últimas semanas, y me va pareciendo que quizá sea mejor omitir mi propia borrachera anecdótica y pasar directamente a lo fundamental.

Di con la música y las letras de Reed por allá de 1994. Un benemérito amigo, que ya me había presentado a varias oscuras joyas como Joy Division o Pixies, me facilitó una biografía española (no muy bien escrita pero entusiasta) de The Velvet Underground, grupo fundacional del rock subterráneo, ruidoso y esteticista y original playground del compositor neoyorquino. El apilamiento de elogios me llamó la atención lo suficiente como para buscar aquel legendario elepé con portada de plátano diseñada por el gurú y mánager original del grupo, el artista Andy Warhol: The Velvet Underground & Nico.

El libro advertía que el disco era una rareza. Había sido reeditado pero ni en 1967 ni entonces tuvo una distribución masiva. No pude encontrarlo en ninguna de las tiendas de discos de Guadalajara o la ciudad de México, y acabé haciéndome de él, bajo la forma de un casete pirata, en un tenderete del tianguis del Chopo especializado en exotismos sonoros. Sucesivas visitas a mercaditos de desechos (El Baratillo tapatío, por ejemplo) me proporcionaron el resto de la discografía clásica del grupo: una serie de grabaciones crujientes y apenas discernibles pero, desde luego, admirables.

Para quien no haya tenido la buena fortuna de escuchar a The Velvet Underground, cabe aclarar que algunas de sus canciones han sido tan imitadas que se tiene la impresión de haberlas escuchado ya mil veces y otras son todavía tan absolutamente densas e inextricables que pocos han tenido el valor de seguir los meandros que exploraban. Pero, claro, el Velvet no era solamente obra de Reed: aunque tocaba la guitarra y compuso y cantó la mayor parte de las piezas de la banda, allí también pesaban los lances del gran multiinstrumentista John Cale (a la postre, un eminente músico formal), la base rítmica conformada por Maureen “Moe” Tucker y Sterling Morrison, la voz lánguida de Nico (la bellísima modelo que Warhol les impuso como chanteuse) y, claro, las opiniones y ocurrencias del propio Andy.

Alguna vez se dijo que solo trescientas personas compraron The Velvet Underground & Nico, pero todas ellas formaron una banda. Lo cierto es que, a lo largo de los años, Bowie o Iggy Pop, así como los principales exponentes del glam rock, el punk rock, el post punk, el rock alternativo y hasta actos poperos como U2 han abrevado hasta el hartazgo en las propuestas del Velvet. El rock contemporáneo le debe tanto o más a ese inclasificable proyecto que a las obras completas de los grandes dinosaurios de los sesenta y setenta. Alguna vez, Kurt Cobain, de Nirvana, dijo que la diferencia era que el escucha juvenil del Velvet se dedicaba luego a las artes, mientras que el de Pink Floyd o Led Zeppelin se decantaba por la ingeniería o la contaduría pública…

Reed, no obstante, era más que el líder de un grupo oscuro e incómodo. Sintió, siempre, que la fortuna lo había estafado con el fracaso comercial de su banda. Así que, entrados los años setenta, con el apoyo de su rendido fan, íntimo amigo y hasta ocasional amante David Bowie, se lanzó como solista. Un viejo chiste en la película Trainspotting asegura que, sin el Velvet, Reed era bueno “pero nunca lo mismo”. Eso es, por supuesto, un prejuicio y un error de bulto. Discos como Transformer (1972), Berlin (1973), Coney Island baby (1976), New York (1989) o Magic and loss (1992) pueden contarse entre las grandes obras de arte de la música popular y le permitieron disfrutar, al fin, de un cierto reconocimiento público. Quizá menor en comparación con sus méritos pero sin duda intenso.

¿En qué consistía su gracia? En que Reed era, de hecho, un gran poeta: agudo, irónico, crudo y sentimental a partes iguales, con una voz que parece más bien narrar y repelar que cantar y con una fascinación permanente por el wild side: drogas, sexo y culpa, sí, pero también miradas certeras y descarnadas a la vida contemporánea y sus personajes. Y con una capacidad de introspección inusual en un género, como el rock, que pese a su reputación a veces resulta del todo indistinguible de la superficialidad más huera que sus fans le atribuyen a otros géneros.

Lou Reed, pues, se afanó en ser una alternativa, se construyó un estilo aparte, se arriesgó como pocos (que le vengan a hablar de experimentación al autor de esa hora de ruido distorsionado sin respiro que es Metal machine music), se negó en redondo a ser un epígono de Dylan, Lennon, Cohen o quien fuera. Abrió, a machetazo limpio y por la cuesta más empinada de la colina, una ruta absolutamente singular. Y no renegó de ella ni siquiera en sus momentos bajos (y hay que ver que los tuvo, tanto personales como artísticos).

Reed fue un ejemplar admirable de cimarrón. Condujo su auto fuera del camino y pisó el acelerador a fondo.

Vale la pena detenerse a admirar el humo, los cristales rotos, las profundas huellas de sus neumáticos. ~

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