Machitos de cabrito: comer sin albur

No se puede decir esto sin albur, pero lo cierto es que no hay muchas oportunidades de comer pene en América Latina. Platillos para enfrentarse a la propia virilidad, digamos, como masticar cualquier parte animal que se parece mucho a nuestros propios órganos o extremidades.
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Puestos a recuperarse de una borrachera que anticipa resaca, lo normal es buscar formas de no quedar reducido a arrastrarse por el suelo durante el siguiente día. En eso la expresión venezolana “caldo levanta muertos” es bastante precisa. En Bogotá probé hace ya cinco o seis años el caldo de raíz, nombre poético para denominar el resultado de hervir pene de toro con agua, sal, pimienta, papas y algunas verduras. Fue uno de los primeros platillos que comí en Colombia y hasta el día de hoy guardo el recuerdo de la textura gomosa de la virilidad del toro. 

 

No se puede decir esto sin albur, pero lo cierto es que no hay muchas oportunidades de comer pene en América Latina. Platillos para enfrentarse a la propia virilidad, digamos, como masticar cualquier parte animal que se parece mucho a nuestros propios órganos o extremidades. Le tenemos miedo a un trozo de panza porque nos imaginamos la propia; miramos con asco las patas de gallina fritas porque nos resultan familiares. En Occidente comemos lo que podemos cortar hasta hacerlo irreconocible, aséptico, y pocas cosas son más impactantes que ver un pene cortado en pocos pedazos flotando sobre un caldo.

 

Todo esto viene a cuento porque entre mis muchas comidas de cantinas en el DF, vi que en una servían machitos. Le pregunté a mis amigos si sabían de qué hacían eso y como no eran del norte supusieron que se trataba de un plato a base de penes y testículos. He de decir que me emocionó la idea –albur, albur–. Llevado por la ilusión del reto genital, eché el primer mordisco a eso que ven en la foto, trozos circulares y astringentes, un poco deshilachados y bien fritos hasta crujir. Nada gomoso, nada que recordara a comer cartílago.

 

Es decepcionante esto de pedir un plato que esperas sea un reto y recibir algo más ordinario, aunque esté bueno. Antes de preguntar al mesero y confirmar mi sospecha, recordé que no todos los penes son iguales: que los hay tersos, ensortijados, alargados, anchos, gomosos e incluso suaves, o al menos eso aprendí leyendo sobre el restaurante pequinés Guolizhuang, especializado en servir penes en todas sus presentaciones. Estamos hablando de miembros de 250 dólares y más, aunque todo indica que el mejor es el de yak, como ya lo describió Andrew Zimmerm en un maravilloso episodio de Bizarre Foods.

 

Ahí, comiendo machitos, pensaba que pocas cosas tienen más sentido para levantarse después de una larga noche que tomar caldo con pene de toro, de modo que tras el nombre machitos debía alojarse algo que indicara algo igual de potente. Pero no, a este punto muchos amigos mexicanos ya sabrán de mi desilusión cuando me enteré que los machitos son intestinos y vísceras de cabrito, preferiblemente de 28 días de nacido o menos para que el sabor sea menos amargo y la textura más delicada. Y me encantaron los machitos, pero extrañé la experiencia del pene. Supongo que tampoco hay forma de decirlo sin albur.

 

El caso es que a la próxima pediré criadillas, que sí es un plato de testículos aunque nunca tan demencial como ese japonés que subastó sus genitales para que cinco millonarios se los comieran entre risas de civilidad impostada. No es broma. Tampoco albur.

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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