Ese señor que aquí veis tal como la cámara fotográfica lo sublimó en efigie de sí mismo; ese garboso y bigotón señor adornado con cuero de flequitos, con sombrero casi napoleónico, con guantes de cabritilla y altas botas relucientes; ese figurín de bigotazo de manubrio y ojos duros pero soñadores como en busca de las praderas donde pastarían búfalos y bisontes (pues la pradera que vemos a su espalda es un falso paisaje pintado en tela); ese vistoso dandy silvestre que leve aunque coquetamente quiebra la cintura apoyándose en el rifle certero, es el excoronel de caballería William F. Cody (nacido cerca de Le Claire, Estados Unidos, el 26 de febrero de 1845, y muerto en Denver, Estados Unidos, el 10 de enero de 1917) y es el gran personaje de epopeya nacional en que lo sublimaron las novelitas de folletín, los coloridos carteles del show itinerante con su nombre, y, más tarde, los sucesivos actores hollywoodenses (de Gary Cooper a Preston Foster a Joel McCrea a Charlton Heston a Louis Calhern a Paul Newmann y a muchos otros más que lo “personificaron” en el cine)… Y, en fin, ese tan amueblado señor es el famoso, el mítico, el inmarcesible Búffalo Bill.
Antes de pasar desde la persona de William F. Cody al personaje Búffalo Bill, es decir de la pequeña biografía al grandioso mito, el distinguido caballero fue jinete del correo a caballo, aquel Pony Express cruzador de las grandes llanuras y frecuentemente atacado por indios o por forajidos; fue conductor de traqueteados y polvorientos coches-diligencias a través de desiertos y de villorrios también frecuentemente amenazados por (what a coincidence!) baleadores forajidos o flechadores indios; fue explorador y soldado de la caballería militar destacada en los territorios fronterizos al suroeste de la joven nación (tierras por las que acaso campeaba otro jinete y tirador un poco menos mítico: el bandolero mexicano Joaquín Murrieta); fue cazador de búfalos para alimentar a los soldados del 7º Cuerpo de Caballería y luego a los obreros del ferrocarril durante la implantación de los rieles en las llanuras no del todo alambradas; fue combatiente leal pero inflexible de los indios pielrojas aunque luego diría: “Son mis amigos y comprendo que se rebelen cada vez que el gobierno no cumple los tratados firmados con ellos”; y fue un self-made man ejemplarizado en empresario de espectáculos, pues halló la culminación y la sublimación en la profesión de big showman como el fundador, el empresario, el maestro de ceremonias y el director de un fastuoso circo ecuestre, el “Buffalo Bill’s Wild West”, que por todo el mundo, y lo mismo ante grandes masas anónimas que ante reyes y jefes de Estado, presentó, bajo las vastas tiendas de lona y la bandera de las barras y las estrellas,a una enorme y abigarrada troupe formada por auténticos cowboys y por auténticos campeones del tiro con revolver o fusil, como Anne Oakley y su esposo Frank Butler, más un imprtante acopio de auténticos pielrojas con plumas en la cabeza y hasta un puñado de auténticos jefes tribales como Toro Sentado, Mano Roja, Nube Llovedora de Flechas… y se dice que el indómito y aullador Jerónimo.
Así, con el excoronel William F. Cody transfigurado en Buffalo Bill, héroe de las praderas y fastuoso empresario circense, se cumplía una dorada (y adorada) ley cultural estadounidense formulada por un periodista provinciano en El hombre que mató a Liberty Valence, esa gran película crepuscular de John Ford: “Cuando la leyenda sea mejor que la realidad, imprímase la leyenda”.
Pero Buffalo Bill, el legendario personaje que superaba al real William F. Cody, debió por lo menos una mitad de su gloria a las folletinescas y populares novelas de diez centavos (de dólar) pergeñadas con ayuda del whiskey y una imaginación tan fértil como rutinaria por un tránsfuga del heroico periodismo provinciano: un tal Ned Buntline, el hombrecito miope, barrigón y borrachín que vio en el excoronel la madera de un héroe mítico… y una mina de oro en dólares.
Y así William F. Cody no sólo se convirtió en un azañoso personaje estelar de la cultura popular estadunidense, sino además en un héroe epónimo, es decir de los que dan nombre a una ciudad: en 1896 el showman Cody, sus socios y los distinguidos fans locales fundaron la ciudad Cody, en la cual, si todavía existe en el Estado de Wyoming y a ochenta kilómetros del Yellowstone Park, quizá puede admirarse una estatua en cuyo pedestal se leería algún vigoroso párrafo de la novelería buntlianiana.
Pero si Buffalo Bill tiene un lugar en las Letras estadunidenses no lo debe al alcohólico escribidor Buntline sino al alcohólico poeta e. e. cummings (así, con iniciales minúsculas, rubricaba él sus obras, menos para minorizarse que para singularizarse) quien digamos que trazó la inmediata estampa elegíaca en el breve poema del que Andrés Marceño da una versión muy suya:
El difunto Buffalo Bill,montado en corcel plateado
y fluido como el agua,
disparaba a los palomos:
¡bang, bang, bang y bang!
y atinaba todos los balazos.
¡Oh, cómo era galán!
Y yo quisiera saber
qué tal se lleva usted
con ese gallardo jovenazo
de los ojos azules,
Señor Muerte.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.