Hoy, once de septiembre, a las 8:46, la hora en la que se estrelló el primer avión hace catorce años, estaba en el metro de Nueva York. Entre el ir y venir, los empujones, los olores y colores de siempre, me imaginaba cómo sería quedarme atrapada ahí adentro. Hacia dónde correría. Cuánta gente estaría buscando salir de ahí. Si habría humo, si habría luz, si dejaría mi mochila, si mi teléfono tendría señal, si podría ayudar al hombre ciego que acababa de subirse al vagón, si alguien podría identificarnos.
Hace cuatro años, este mismo día, estaba en el consulado de México, conmemorando a las víctimas, "a las que están en esta lista y a aquellas que no conocemos", dijo el Cónsul. Desde entonces no he dejado de pensar en las y los mexicanos que murieron ese día, en sus familias, en aquellos cuyos nombres sabemos, en aquellos que nadie identificó o que las autoridades de la ciudad no reconocieron porque no había documentos que comprobaran su presencia, su existencia.
Hasta hace pocos meses hubo un caso de un familiar que seguía insistiendo en que se hiciera una prueba de ADN porque desde ese once de septiembre de 2001 nadie sabe del paradero de su hijo. Pero al igual que la mayoría de las familias que perdieron a alguien ese día, el hombre obtuvo un resultado negativo. Solo un pequeño porcentaje de los familiares han podido identificar restos entre las cenizas. La diferencia es que este hombre no cuenta con ninguna otra prueba, ni recursos para viajar fuera de su comunidad en México o pedir ayuda para conseguir esas pruebas, ni siquiera un dato que el gobierno de la ciudad acepte para poder emitir un certificado de defunción, ni mucho menos para incluir el nombre de su hijo en el memorial, en esa enorme tumba colectiva.
Otra enorme tumba sigue llenándose de restos de miles migrantes no identificados en la frontera entre México y Estados Unidos. Nadie sabe cuántos son. Los nombran solo los familiares que siguen buscando. Son huesos en el desierto, fosas comunes que se extienden desde Falfurrias, Texas hasta Holtville, California, algunas sin marca, otras con más de un cuerpo en el mismo lugar. Unos dicen que es por falta de espacio, por falta de recursos. Lo que falta son caminos para cruzar una frontera sin tener que arriesgar la vida. Falta humanidad.
Una grieta aun más profunda se ha abierto a la mitad de ese camino entre una violencia y otra. Cientos y miles yacen en México, en campos junto a las vías de La Bestia, otros enterrados en terrenos baldíos, en ranchos, en ácido.
Estos cementerios anónimos, como los llama Solalinde,* se reproducen en montañas, desiertos y mares, desde el Mediterráneo hasta el mar de Andaman.
Son las muertes invisibles. Son los migrantes que no importan.
"Porque este es un viaje en cada estación hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displiciente en todas." – Oscar Martínez, Los migrantes que no importan.
*Citado por Oscar Martínez en "Los migrantes que no importan", El Faro, 2010.
es profesora de estudios globales en The New School en Nueva York. Su trabajo se enfoca en las políticas migratorias de México y Estados Unidos.