Mientras me despierto, Julio Galán, 1985. Galería Ramis Barquet.

No hay interpretación psicoanalítica que sirva para entender la pintura de Julio Galán

Galán pinta desde la firmeza de quien sabe que no tiene que dar cuenta de sí mismo a los demás ni explicarse ante el mundo. Su pintura se manifiesta, no se descifra.
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Las pinturas de Julio Galán son como una puerta entreabierta de la que cuelga el siguiente letrero: “Prohibida la entrada”. Apenas se puede echar un vistazo en un primer momento cuando, divertidos, espiamos sus escenas. Pero de pronto, e inevitablemente, nos encontramos buscando –entre sus motivos y figuras– algo a que aferrarnos, algo que le de sentido a lo que estamos viendo. ¿Por qué un terrorífico oso de peluche –con ojos de vidrio, garras afiladas y colmillos en vez de dientes– acecha a un niño? ¿Será el aviso de un abrazo fatal? No terminamos de comprender la alegoría porque Galán nos da un portazo en la cara (Prohibida la entrada). Es cierto que para entender sus obras hace falta saber de exvotos, estar enterado del surrealismo y conocer tanto los prototipos de lo mexicano como las representaciones populares de Cristo, pero también lo es que sus símbolos tienen una dimensión personalísima, una que no puede consultarse en los libros de la historia del arte ni en los tratados de iconografía.

Era de esperarse que los estudiosos echaran mano de sus herramientas psicoanalíticas en un intento por descifrar las pinturas de Galán. Hay quien invoca a Freud; hay quien hace referencia a la psicoanalista infantil, Melanie Klein. Todos interpretan: Que si la fantasía es el recurso con el que cuentan los niños para lidiar con la ansiedad que les provocan sus padres. Que si la repetición es el mecanismo inconsciente por medio del cual se revive un enigma que nos ha hipnotizado desde la infancia. Que si la representación plástica sirve de alivio a algún trauma. No desconfío de los psicoanalistas –los sé capaces de delinear el mapa general de la psique de Julio Galán. Más bien pasa que es poco –casi nada– lo que sabemos sobre las experiencias específicas que dotaron de significado a estos símbolos. Acerca de los osos, por ejemplo, solo sabemos que el abuelo del pintor vivía cerca de una montaña poblada de ellos. Nada más.No contamos con la autobiografía de Galán. No tenemos su diario. De ahí que quienes se sienten tentados a apresurar una intepretación acudan a las entrevistas, pero Galán permaneció críptico en este género del interrogatorio: “la gente no tiene que saber tanto de mí”, respondió en alguna ocasión.

Pero insistimos. En parte, porque Galán nos incita a ello: “[pinto] cosas que no me gusta decir y que a ustedes no les gusta oír… quien tenga ojos, que vea”. Alguien muerde el anzuelo, se convence de ser el crítico que sí tiene los ojos que se necesitan para ver y, enseguida, propone otra lectura psicoanalítica.

También lo interpretamos porque sus pinturas son sueños, o lo que se recuerda de ellos. Sabemos que los cuadros de Galán son sueños porque no representan esa realidad física y de límites concretos que no pueden traspasarse. Lo suyo no es el día a día, sino ese otro mundo en el que es posible saltar del balcón, dar un paseo aéreo y aterrizar en un jardín.

En su versión del charro mexicano, por ejemplo, bien se ve que el escenario se disuelve. Quién sabe si la flor blanca de la maceta –y la columna que la sostiene– es un objeto del mundo físico. Quizás el follaje es real. Puede ser que esté pintado sobre la cortina que ondea en el fondo, esa que –de pronto– se convierte en un cielo nublado y junto a la que una fantasmagórica columna desaparece. Galán desmiente los espacios, los desvanece en los bordes, los muestra inestables, como en los sueños.

Un ejemplo menos sutil de los elementos oníricos está en el óleo Mientras me despierto. Nada tan horrible como un perro que pela los dientes, dispuesto a rasgar la piel del que se acerque demasiado. Y, al mismo tiempo, nada tan hilarante como ese perro, vestido en bermudas rojas, en el esfuerzo bípedo por parecer humano y homicida. Ese perro absurdo –que no camina por el corredor de piedra, sino que avanza colgado de una cuerda– pertenece a los sueños. Mejor aún, a la primera parte de un sueño: así lo indica la línea negra que divide el óleo a la mitad.

Mientras tanto, un brazo cercenado aparece en la segunda parte de la pintura. ¿Es obra de ese perro que empuñaba un cuchillo? No lo sabemos: la parte derecha del cuadro no termina de embonar con la izquierda. Entre una y otra hay un desfase, como los que ocurren en los sueños cuando la narración se interrumpe y pasamos, sin explicaciones, de un escenario al siguiente. ¿Dónde quedó esa porción intermedia? El inquietante Galán usa el desfase entre las dos partes del lienzo para indicar esa parte olvidada del sueño.

Para reforzar el carácter onírico de la imagen, aquello que debería ser una pared es, en realidad, un pedazo de cielo, que no termina de serlo porque un hoyo o un nicho sólido que desmiente que haya aire en vez de muro. Una vez más, los interiores de los cuadros de Galán son inestables. Una cosa es otra y otra más, como en los sueños. Habrá quien apure una interpretación. Pero ni el mejor arsenal de conceptos psicoanalíticos terminará de responder porqué el pintor eligió esos símbolos, y no otros, y cuál era el significado que tenían para él. Nos quedamos sin respuestas. No podemos entrar al lugar donde vive y piensa Julio Galán.

Su pintura está repleta de frases inconclusas; de confesiones que, escritas al revés, no son inmediatamente accesibles; de oraciones cortadas, significados truncos e imágenes sin referentes obvios. No puede sugerirse que nosotros, como espectadores, completaremos el significado de sus símbolos ni que contribuiremos a entender. Por el contrario, Galán quiso permanecer en una zona gris donde las figuras no terminan de definirse. Por histriónico que a algunos les parezca, se resistió a hacer uso de un vocabulario visual que todos comprendiéramos. Por eso en sus obras hay algo que se insinúa, algo esencial pero impreciso –algo que en la oscuridad nos lame, como en las pesadillas–, una idea que quisiéramos pensar a fondo, pero que apenas nos roza. Galán solo da la apariencia de poder ser leído y comprendido.

Franceso Pellizzi, amigo y crítico del pintor, lo puso en otros términos: “[el de Galán] es un inconsciente que no está reprimido, pero que tampoco está interpretado”. Del mismo modo, Teresa del Conde –historiadora del arte y exdirectora del Museo de Arte Moderno– concluyó que Galán se confiesa pero permanece en secreto. Buena parte de él se niega a traducirse en biografías, narraciones y tropos conocidos.[1]A pesar de haber dicho que sus cuadros son su psicoanálisis, Galán no busca –o no del todo– compartirse con el otro ni aliviarse en la mirada de quien lo escuche; no está a la caza del espectador que asienta y lo absuelva. Más bien pinta desde la firmeza de quien sabe que no tiene que dar cuenta de sí mismo a los demás ni explicarse ante el mundo. Su pintura se manifiesta, no se descifra.

Tengo para mí que por medio de esos símbolos Galán restableció el misterio, ese que ya no puede venir de las profecías, las revelaciones y los libros sagrados, sino de la parte más irrevocablemente personal de uno mismo. Tras su irónica muerte (después de haber dicho que le habían violado el coco, murió de una hemorragia cerebral), Galán se llevó las claves de interpretación. Quienes vemos sus pinturas estamos condenados a querer forzar la cerradura, a vencer la chapa. Pero permanecerá cifrado. Mejor así.

 


[1]Alguna vez apuntó –en contra de esas explicaciones simples a los que muchos acuden para explicar sexualidad– que nadie lo había violado.

 

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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