Especie en vía de desaparición en gran parte del mundo, plaga sin control en otras: hablar mal de los políticos es cada vez más fácil. Inútiles, corruptos, elitistas o populistas; vendidos, despiadados, parásitos –sobre todo y ante todo–, parásitos que viven del esfuerzo, de los impuestos, de las ideas ajenas. En países como los latinoamericanos es por demás una muestra de cierto sentido de la realidad. Sólo otra profesión logra la misma unanimidad en el desprecio: los críticos –literarios, musicales, de arte o de cine.
Críticos y políticos, se podría fácilmente intercambiar los unos por los otros. ¿No son dos caras de las mismas maneras? Intermediados, difundidores, legisladores, gobernantes de algo que nunca es suyo. Representantes de alguna opinión, encargados de dirimir, de clasificar, de permitir o incluso prohibir; guardianes, vigías, pero también cabrones que administran sin piedad lo que sus chicas ganan para ellos. Críticos y políticos poderosos en los mismos lugares, despreciados y despreciable en las mismas latitudes, podredumbre añadida a la uva que permite que esta fermente o de vino, y que también la agría cuando es más poderosa que la fruta que deforma.
El crítico, esa rapiña apurada que trata el cuerpo vivo de películas, libros u obras de teatros como si se tratara de un cadáver al hay que decorticar a como de lugar; parásito el político que hace lo propio con el cuerpo mismo del país. ¿No resulta un acto de masoquismo sin sentido mandarles tus libros gratis, organizarles pases de prensa antes que al resto de los espectadores? ¿No es igualmente absurdo pagarles dieta a esos señores que se burlan de tus votos, no es absurdo ir a votar para que alguien te diga que opinas lo que no opinas?
Críticos y políticos, ¿no estaríamos mejor sin ellos? El sueño de un arte sin crítico, de un país sin políticos, lo han compartido siempre los anarquistas de ultraizquierda y de ultraderecha; duques y mendigos, surrealistas y autores de bestsellers. Pensadores de ambos extremos han usado lo mejor de sus esfuerzos en probar la inutilidad de los parásitos que no hacen más que frenar el negocio o la revolución, que no hacen otra cosa que burlarse de la libertad de emprender o la de no hacerlo.
Lo que llamamos posmodernidad, lo que llamamos neoliberalismo, fueron justamente el final del malentendido, la unión inesperada de dos mundos nacidos para odiarse: el cantautor que desprecia a la sociedad y la burguesía, y el empresario internacional que por razones contrarias también detesta a la sociedad y mira con sorna al burgués que protege su casa con perrito en el antejardín. Dos mundos separados por el puro espectro de la lucha de clase. Eliminado el marxismo, se pudo volver a hablar de capitalismo popular, o de socialismo del siglo XXI, ambos movimientos contrarios en tantas cosas pero unidos en el mismo desprecio a los “sabihondos”, los críticos y los políticos profesionales mantenidos a raya por un ejército de críticos y políticos amateurs.
Steve Jobs nos mostró hasta que punto un empresario podía pensar como un artista. Damien Hirst hará el camino contrario. Reagan, Thatcher o George W. Bush lograron vencer y convencer en gran medida gracias a la desconfianza instintiva del pueblo, del más pobre y del otro, contra los políticos profesionales. Rebeldes que los políticos profesionales despreciaban, de alguna forma le devolvían al pueblo la dignidad de elegir, aunque esas elecciones fueran en su mayoría inaccesibles para sus ingresos. Sus equivalentes en arte y en literatura –de Tarantino a Easton Ellis– supieron burlarse del buen gusto y el mal gusto, unidos contra la idea misma del gusto, las ideas de los académicos. Sofisticados de puro popular, obsesionados con las sensaciones y los sentimientos para no caer en el mal gusto de pensar demasiado. Para bien o para mal eran artistas que hacían cosas todo el tiempo, muchas cosas, tantas que les parecía justo y normal que se les juzgara a partir del parámetro de cantidad –objetivo, popular, común a todos–, y no el de calidad –elitista, minoritario, brumoso y antidemocrática.
La falsa democracia, la parodia de derecho de la que nos quejábamos tanto, fue reemplazada por una más verdadera administración de los conflictos basada en el tamaño y en la astucia de los contrincantes. Los malditos políticos que solían corromperse tanto fueron reemplazados por los lobbistas incorruptibles porque trabajan sin disimulo para las empresas que legislan sin contrapeso ni discusiones molestas en largas sesiones parlamentarias. Los malditos críticos de ayer a los que no les gustaba nunca nada fueron reemplazados por cómodos agentes de prensa o periodistas culturales a los que les gusta casi todo.
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Se acabo el protocolo y vivimos un mundo con menos corbata, menos pudor sexual, financiero, intelectual hasta que incluso esa libertad nos empezó a dar vergüenza. Omnipotente poder sin matiz ni protocolo del que estamos viviendo quizás hoy el derrumbe; el fin de la anarquía de mercado, esa utopía que parecía la última posible, informatizada e informada en que las masas se administran misteriosamente a ellas mismas, evaluando cada cual los costos y oportunidades de cada paso que da. Esa información es justamente la que le permitió a muchos darse cuenta de los límites mismos de esa libertad ilimitada. Paradójicamente parece que internet, donde todos somos críticos y todos somos parlamentarios, está resucitando en los jóvenes la necesidad de la política, la nostalgia por el juicio crítico. ¿No es eso lo que piden los indignados en distintas plazas del mundo? ¿El retorno de la política, de una verdadera política con políticos de verdad como los de ayer y anteayer, los que llevaron a cabo las reformas socialdemócratas que añoran? Su oposición al consumo y al lucro es quizás la nostalgia por un intermediario entre la oferta y la demanda.
Usando las herramientas de la posmodernidad los indignados parecen estar pidiendo un cierto retorno a la modernidad. De las más contradictorias e incoherentes maneras parecen buscar un intermediado entre el poder y su impotencia. Un poder suyo ante el otro que les parece destinado a serles ajeno. Parecen pedir los mismo los lectores de libros que consumen con creciente sed libros que recopilan críticas, o novelas que esconden adentro ensayos críticos. Desnudos los diarios de críticos independientes, parecen confiarle el trabajo a las editoriales independientes, donde el editor ejerce bajo otro nombre la labor que ayer se llamaba crítica literaria.
Triste destino el del crítico y del político: sólo cuando falta, sólo cuando se muere se puede calibrar su grandeza –la de Walter Benjamin exiliado de una Alemania por un escritor, Hitler, a quien la crítica nunca trató bien. Y el nazismo fue en gran parte una venganza contra los críticos y los políticos profesionales. Invisibles de puro presentes los críticos y los políticos –Churchill y Cyril Connolly, Edmund Wilson y Franklin Delano Roosevelt–, cuestionados, odiados en su tiempo, creadores no sólo de su propia obra sino parte esencial de la obra de otros. Vanidosos críticos, egoístas políticos que esconden tantas veces la mayor generosidad de todas, la humildad más infinita, la de renunciar a crear obras para crear lectores y ciudadanos.