A las 11 de la mañana del 7 de junio de 2008 en el National Building Museum, un complejo cultural ubicado a pocas calles de la Casa Blanca, una mujer llamada Hillary Rodham Clinton dijo sin que la voz le temblara: “Les pido a todos que apoyen a Barack Obama como me han apoyado a mí. He estado con él cuatro años en el Senado, he compartido dieciséis meses de campaña con él y lo he enfrentado en veintidós debates. Cuando empecé la carrera por la presidencia tenía unos objetivos, objetivos que sin duda puede cumplir Barack Obama y esa es la razón por la que hoy le doy todo mi apoyo.” Fue el final de una desesperada batalla de 156 días en la que una mujer se atrevió, por primera vez, a competir de manera descarnada por la presidencia de Estados Unidos.
En el mismo lugar donde en 1992 su marido había iniciado su paso por la Historia, Hillary Clinton se vio obligada a decir adiós al sueño de convertirse en el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos de América. El fenómeno Obama la arrasó sin que apenas se diera cuenta.
El senador será ratificado candidato demócrata en agosto próximo y, si ningún hecho altera el pronóstico de los analistas, en enero de 2009 el hijo de un keniata y una antropóloga de Kansas, nacido en Hawái y criado en Indonesia, jurará como presidente, dando paso a una era absolutamente diferente en la historia de su país.
La singularidad de Barack Obama no sólo está en sus raíces sino en la sonora voz que ha levantado contra las distinciones raciales y que atrajo los reflectores en la Convención Nacional Demócrata de 2004 con un discurso que clamaba por la esperanza. “Esperanza frente a la dificultad. Esperanza frente a la incertidumbre. ¡La audacia de la esperanza! En definitiva, ese es el mayor regalo que Dios puede darnos, el cimiento de esta nación. Creer en aquello que no se ve. Creer que nos espera un futuro mejor. […] No existe una América liberal y una conservadora, una negra y una blanca, una latina y una asiática, sólo los Estados Unidos de América.”
Así pues, lo importante de esta campaña no ha sido hasta ahora la designación de Obama, sino la oportunidad de analizar el fin de una era.
Obama ha sido catapultado básicamente por una parte del electorado que se caracteriza por tres elementos: tiene entre dieciocho y treinta años, ha conseguido romper los entramados racistas de la historia estadounidense y ha sabido usar, representar y encarnar como nadie el significado de la aportación narrativa de los nuevos medios tecnológicos.
Del otro lado, Hillary Clinton, que arrancó su campaña buscando convertirse en la representante de la modernidad, hizo del término experiencia su bandera más notable en el camino hacia el fracaso.
Frente a los nuevos votantes, la palabra experiencia ha adquirido una nueva acepción: la mejor experiencia es no tener ninguna. Durante un buen trecho de la campaña, Clinton acusó a su contrincante de carecer de experiencia y, por lo tanto, de ser un peligro para el mundo. Ocurrió todo lo contrario.
Los jóvenes han hecho un corte de caja y aquellos con más experiencia, que dejaron al mundo en una grave situación económica, ecológica y de seguridad, deben de pagar los costos en las urnas. La falta de experiencia se ha convertido en elemento clave de una generación que no solamente se comunica vía inalámbrica, sino que está cierta de que es necesario cambiar, dejando la máxima responsabilidad nacional en unas manos quizá menos expertas pero más cercanas a sus sueños.
La gran pregunta que los estadounidenses deben hacerse no es si están preparados para que un afroamericano encabece su gobierno, o si el Partido Republicano debe conservar el control; la cuestión es: ¿Estados Unidos está preparado para sufrir una nueva decepción, más fracasos y nuevas crisis?
La recuperación del sentido
Primero fue el terrorismo y la inseguridad. Luego, cuando el miedo lo inundó todo, Estados Unidos se enfiló en las que presumía las rutas más peligrosas del mundo y atacó, a palos de ciego, a sus enemigos. Hoy es inevitable escuchar lamentos por los abusos cometidos desde Guantánamo hasta Iraq.
Estados Unidos ha tenido que llorar la pérdida de los valores esenciales, arrasados por la utópica defensa de su seguridad. No han pasado muchos años desde que sus jóvenes cargaron las armas para invadir Afganistán; entonces todavía había esperanza y una lógica de acción-reacción capaz de desmantelar el aparato terrorista y que a la postre conseguiría atacar lo más profundo de sus entrañas. Hoy el discurso de la defensa y la seguridad ha perdido todo sentido.
Iraq fue el comienzo del fin, no sólo por su condición de mala aventura bélica sino por su nefasta consecuencia en el espíritu estadounidense. Se usó la buena fe de millones de ciudadanos para llevarlos por el camino de la heroicidad, y después quedó claro que no había armas de destrucción masiva que pudieran aniquilarlos, que su gobierno había construido un infierno dentro de una olla de presión, dando sentido a la lucha de los muyahidines que años atrás se había alentado en Afganistán.
Estados Unidos no estaba preparado para el desgaste provocado por una batalla perdida desde su nacimiento, y que hizo perdedores a los miembros de la clase política tradicional. Después de malgastar su certeza moral, ahora es un país de perdedores. Finalmente ha caído en la peor pesadilla: la crisis económica. Mientras la economía no funcione, nada más funcionará… y viceversa.
Cómo y por qué llegamos a esta situación es el punto de partida para la ruta que marcarán las nuevas generaciones a sus líderes: no tenga usted experiencia para seguir destruyendo el mundo, ni para meterme en batallas que no sabe ganar o hacer crecer la moneda por encima de la economía. No queremos su experiencia para acabar con nuestros sueños.
La gran ventaja de Obama es que nada tiene que ver con esa clase dirigente; no es tampoco un líder formado en las luchas raciales que permitieron a los afroamericanos ser reconocidos políticamente.
Obama no vivió esa lucha ni gozó o padeció sus consecuencias –al menos hasta ahora–, no porque tuviera edad para evitarlo sino porque sus orígenes no estaban ligados a esas hostilidades. Barack tuvo una inusual formación que le permitió desarrollar una extrema sensibilidad para bordear siempre los máximos niveles de peligro.
El corazón de la oscuridad
Cuando empezó su campaña, Obama no enarboló la raza como bandera ni ofreció clave alguna para resolver sus problemas ancestrales. Fue hasta que enfrentó duras críticas por las declaraciones explosivas de su líder religioso (entre las que sobresalió la frase “Dios maldiga América”) que tuvo ocasión de tejer su célebre discurso sobre la raza, en el cual se permitió hablar sobre lo que el hombre blanco piensa del afroamericano, algo que nadie se atreve a decir para no ser tachado como racista: “Tengo hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, primos, tíos y tías de todas las razas y todos los colores, dispersos por tres continentes y mientras yo viva nunca olvidaré que en ningún otro país en la faz de la Tierra, mi historia habría sido posible.”
A partir de este emblemático discurso, Obama se convirtió en el hombre capaz de entender la naturaleza de la relación entre blancos y negros.
El conflictivo vínculo interracial es producto de una circunstancia de injusticia histórica, aunque también es justo reconocer que la comunidad afroamericana no tuvo la capacidad ni aprovechó las herramientas que el tiempo le brindó para conseguir la total equidad.
El senador sabe que la comunidad afroamericana constituye casi el trece por ciento de la población del país y que los latinos tienen, sobre todas las cosas, desconfianza hacia ellos. Los negros ya no son la principal minoría, ahora son los hispanos. Esta es una oportunidad ejemplar para que los afroamericanos, a través de sus votos, consigan el poder.
También ha sabido poner en su radar a los blancos de clase media que, según uno de sus discursos, sumidos en la amargura y la frustración provocada por el desempleo y la crisis económica, se aferran a las armas y la religión. Esta declaración fue, sin duda, un gravísimo error político: al poner el dedo sobre una llaga que nadie quiere ver, Obama no perdía los votos que nunca tuvo, sino que ponía el foco sobre una generación que ha fracasado, y en Estados Unidos se puede ser todo menos un fracasado. Obama es hombre que rinde poco culto a la hipocresía y a la esclavitud de las palabras.
Barack Hussein Obama es un enigma. Tal vez sea ideal para sacar de la crisis a Estados Unidos o quizá signifique un peligro mucho peor para su país. Lo único seguro es que los votantes han decidido que lo más imprudente que se puede hacer ahora es ser prudentes y que hay que dar una oportunidad a los que, no teniendo experiencia, no participaron en la destrucción del mundo. Eso es lo que significa esta elección. ~