La parroquia del Cerro sorprende, asombra. Se alza espigada en un barrio donde la vida transcurre a ras de suelo; logra levitar incluso allí donde la cotidianidad apenas permite levantar el vuelo. La torre del campanario es afilada, pero las casas alrededor se muestran chatas; el parque a un costado es verde y fresco, mientras la calzada cercana se recalienta bajo el sol y el vaho de los viejos autos. Tal contraste debió de percibirlo Oswaldo Payá cuando atravesaba aquellas calles bulliciosas hasta llegar a la iglesia de El Salvador del Mundo. El mismo camino que haría tantas veces a pie desde su casa hacia esa puerta y que, un día, traspasaría dentro de un ataúd. De seguro había meditado en esas discordancias entre la tranquilidad del interior del templo y el vértigo del afuera, como caviló sobre las profundas contradicciones que marcaban la vida en Cuba. Si alguien conocía bien esas incongruencias, era él. Creció en el seno de una familia católica y se convirtió en un adolescente en una sociedad donde el único dios permitido era el Partido Comunista. Recogió miles de firmas para reclamar un referéndum democratizador, y como respuesta el gobierno modificó la constitución, decretando el carácter irrevocable del sistema.
Una mañana de julio, un aplauso cerrado recibió a Payá por última vez en su hermosa parroquia del Cerro. Había muerto el día anterior, en un accidente de tránsito aún sin aclarar, en que también pereció el activista Harold Cepero. Entre gritos de libertad y lágrimas, el conocido disidente tuvo la despedida digna de un jefe de Estado, del presidente de la Cuba democrática que nunca llegó a ser. Su funeral diluyó las diferencias entre los grupos opositores y logró una tregua en las rivalidades. Allí estaban todos. Los que llevan décadas enfrentados al poder y los que apenas se han sumado en los últimos años a la lucha contestataria. Liberales, demócratas y socialistas, redactores de programas de cambio y lanzadores de pasquines en las calles, condenados a largas penas de cárcel y detenidos de forma momentánea. Personas que se habían sentado en la sala de Oswaldo Payá unos días antes y otras que no cruzaban palabra con él desde hacia más de un lustro. Porque la lucha política en Cuba lleva mucho de soledad, de aislamiento. Pero la muerte tiene la capacidad de hacer confluir en el dolor, dejar a un lado las contradicciones y hacernos sentir acompañados… al menos por una vez, por una trágica vez. Algo similar se vivió durante el sepelio de Laura Pollán, líder de la Damas de Blanco, fallecida en octubre de 2011. Sin embargo ha sido en esta ocasión donde la voluntad de unirse se ha mostrado con más fuerza y ha dejado una prolongada lección para el futuro.
Solo siete años antes de que Fidel Castro entrara con barba y uniforme verdeolivo en La Habana, nació Oswaldo Payá. Recién cumplidos los dieciséis fue reclutado en el servicio militar obligatorio, donde se negó a participar en el traslado de un grupo de prisioneros políticos. Como castigo ante tal “desobediencia”, lo enviaron a la Isla de Pinos y allí pasó tres años de trabajo forzado. Hasta ahí su biografía se parece a la de muchos otros que en los primeros años de la Revolución padecieron cárcel o reprimendas. Pero a diferencia de buena parte de estos compatriotas, él prefirió permanecer en Cuba. No se marchó en las sucesivas oleadas migratorias de las que fue testigo. Ni por Camarioca en 1960, ni por el Puerto de Mariel en 1980 ni tampoco durante la crisis de los balseros en agosto de 1994. No obstante, no fue esa ni la única ni las más crucial de las peculiaridades que lo harían resaltar entre millones de cubanos. Se destacó especialmente por su vocación cívica y por su convencimiento de que el accionar político no debía vedársele a ningún ciudadano. Precisamente esa certeza lo llevó a fundar en 1988 el Movimiento Cristiano Liberación y a promover a partir de 1998 el Proyecto Varela. Iniciativa que buscaba la realización de un referendo nacional para demandar libertades políticas, sociales y económicas. Se consagraba así una nueva forma de lucha para la disidencia cubana: encontrar los resquicios dentro de la propia legalidad y con ellos intentar el cambio del sistema. Atrás había quedado toda una etapa de combatir el grito con el grito, el golpe con el golpe, la represión con armas.
La reacción no se hizo esperar. Sobre Oswaldo Payá llovieron todo tipo de elogios y también de insultos. Las alabanzas son bien conocidas: el premio Sajarov del Parlamento Europeo en 2002, un reconocimiento como doctor honoris causa en leyes por la Universidad de Columbia y el galardón W. Averell Harriman que entrega el Instituto Nacional Demócrata, también varias nominaciones al Nobel de la Paz. Los agravios llegaron desde dos direcciones bien contrapuestas. Por un lado, los consabidos ataques del gobierno que querían destruir la imagen del político a nivel nacional e internacional y, por otro, las embestidas de ciertos sectores opositores y del exilio que lo consideraron un “dialoguero”. Estos últimos no aceptaban el reconocimiento a la legalidad cubana, implícito en el Proyecto Varela y que apelaba a la constitución para reformarla desde dentro de sí misma. El consabido tema de otorgar o no legitimidad al gobierno de Fidel Castro volvía a dividir las fuerzas disidentes. Payá tuvo que aprender a vivir y actuar bajo ese fuego cruzado.
La Asamblea Nacional de Cuba, caricatura de parlamento donde nunca una ley ha sido rechazada, guardó silencio acerca de las 11,020 firmas del Proyecto Varela que se entregaron en 2002. En lugar de discutir la iniciativa ciudadana y someterla a votación, los obedientes y unánimes parlamentarios prefirieron callar. Pocos meses después se abrieron libros de firmas en cada Comité de Defensa de la Revolución para que los cubanos estamparan su rúbrica en apoyo a la “irrevocabilidad” del socialismo. Tal convocatoria tenía todas las trazas de las respuestas aplastantes y masivas que acostumbraba infringir el comandante en jefe. Solo que bajo los ojos de la propia legalidad cubana, tal recogida de firmas no tenía valor de referéndum para cambiar la Constitución, como se hizo creer a la opinión pública. Ninguno de aquellos nombres había sido recogido bajo voto secreto, ni en una boleta con el escudo de la República estampado y mucho menos dándole a los firmantes la posibilidad de elegir entre “Sí” o “No”. Así que la réplica de Fidel Castro al proyecto impulsado por Oswaldo Payá resultó ser una maniobra ilegal y burda que desposó a la nación con un solo sistema no elegido… de por vida.
Al llegar marzo de 2003, otro trago amargo le aguardaría al Movimiento Cristiano Liberación. Entre los 75 arrestados de la llamada Primavera Negra, se incluían más de cuarenta miembros del grupo que dirigía Payá. A él no lo encerraron, en parte porque la visibilidad internacional lo protegía y también porque una de las estrategias de la policía política consiste en sembrar la desunión encarcelando aleatoriamente a los activistas que se le oponen. De esa forma, siempre queda la corrosiva duda sobre por qué ciertos líderes siguen caminando por las calles mientras otros van tras las rejas. Conocedor de esa estrategia, Payá no descansó un minuto para denunciar las altas condenas que los tribunales dictaron contra varios activistas del Proyecto Varela. Tampoco perdió oportunidad para alertar sobre la actuación de la jerarquía católica con relación al gobierno de Raúl Castro, cuando a principios de 2012 parecía que el pacto de transición se fraguaba entre sotanas y uniformes. Su deceso fue también un parteaguas para esa curia, un momento de definición pública. Su última misa fue oficiada por el cardenal Jaime Ortega y Alamino, quien confirmaba que “Oswaldo Payá tenía un clara vocación política y esto, como buen cristiano, no lo alejó de la fe ni de su práctica religiosa”.
Para ese entonces había cambiado significativamente el entorno opositor en el que Oswaldo Payá se inscribía. Espoleados por la represión, muchos de los presos de la Primavera Negra –una vez liberados– marcharon al exilio. El gobierno raulista se apropió de parte de la agenda que hasta poco antes era exclusiva de los grupos disidentes. Las flexibilizaciones al trabajo por cuenta propia y la autorización a los cubanos para hospedarse en hoteles e incluso para comprar y vender casas, obligó al replanteamiento de las propuestas y programas del sector más crítico. La sociedad civil cubana entró en ebullición y nuevos nombres saltaron a la palestra pública. Surgió también una nueva generación de voces disconformes, que fue recibida por una parte de los veteranos luchadores con la suspicacia que las décadas de trabajo de la policía política habían contribuido a alimentar. Las nuevas tecnologías proveen actualmente de nuevos métodos para expresar la disconformidad, pero aún son tenidas por algunos como métodos light o “poco peligrosos” para el statu quo.
Justo en ese momento de redefinición, en una carretera del oriente del país, terminó la vida de Oswaldo Payá. El hombre que había sabido superar los años de ostracismo forzado, las persecuciones, el arresto de los suyos, no sobrevivía a un accidente rodeado de controversia y de detalles aún por aclarar. Se nos moría así un ciudadano imprescindible, un futuro candidato presidencial, con numerosos proyectos por delante, mientras el octogenario autócrata sigue respirando. Nadie lo hubiera vaticinado así. Ningún analista habría proyectado una Cuba sin Oswaldo Payá, pero con la pesada presencia aún del Comandante en Jefe. Sin embargo, al pesquisar la historia nacional, salta a la vista que no se trata de una tragedia nueva. La muerte prematura nos ha dejado con varios demócratas menos y con muchos caudillos de más. Una bala se llevó a José Martí a los 42 años, una huelga de hambre nos arrancó a Pedro Luis Boitel a los 41, y ahora con solo seis décadas de vida nos dice adiós el líder del Movimiento Cristiano Liberación. Como si la isla fuera una novia que se despide una y otra vez de sus pretendientes gentiles, de sus novios más promisorios. Cuba, la infeliz desposada que siempre sueña con el prometedor amor que perdió. ~
(La Habana, 1975) es periodista. Escribe el blog Generación y (desdecuba.com/generaciony), merecedor del premio Ortega y Gasset de Periodismo Digital en 2008.