Haití es la tragedia preferida de todos. Mucho antes de que este gran terremoto, como un dios vengativo, golpeara al país, el mundo entero, y especialmente los estadounidenses, describían, definían, señalaban a Haití como una nación sufridora. Tras su nombre suenan epítetos de miseria, igual que un grillete: el país más pobre del hemisferio occidental; una de las naciones más pobres del mundo. Durante décadas este estado de miseria ha convertido a Haití en un objeto de fascinación, asombro y pasmo para quienes lo miran desde fuera. En algunos casos, la lástima que inspira aquella tierra –algo que ha quedado de manifiesto en la cobertura noticiosa de las semanas pasadas– toma un cariz casi sagrado, como si Haití ocupara el lugar del chivo expiatorio entre las naciones, clavada en todo su sangriento sufrimiento a una cruz de indigencia sin límites.
Y sin embargo no hay nada místico en el sufrimiento de Haití; no es un territorio asolado por una maldición ineludible. Desde su independencia, y mucho antes, los hombres y no los demonios son responsables de los daños. Sin duda un fenómeno de la naturaleza, el terremoto de enero mató a tantos gracias a la corrupción y las debilidades del Estado haitiano –un Estado construido para el pillaje y la rapiña. Sólo con una vital, casi heroica, ayuda extranjera es que se podrá iniciar la recuperación. Pero esta ayuda, independientemente de la generosidad que entraña, logrará muy poco si no hace frente a las causas humanas que están detrás de la tragedia haitiana; innumerables intervenciones previas, sólo basadas en enviar embarques de empatía no lo hicieron.
En 1804 la república de Haití, por fin libre, fue declarada un triunfo inimaginable. Es difícil exagerar lo glorioso de ese nacimiento. Cientos de miles de africanos esclavizados habían trabajado para hacer de Saint-Domingue, como se le conocía entonces a Haití, la colonia más rica de la tierra. Era una fábrica vasta, impulsada por mano de obra esclava, que producía tonelada tras tonelada de caña de azúcar, el cultivo más rentable del siglo XVIII. Para la Francia prerrevolucionaria, Haití era su gallina de los huevos de oro, quien mantenía a flote gran parte de su economía. Generación tras generación, los hijos de las grandes familias francesas embarcaban con destino a Saint-Domingue para administrar plantaciones de caña, disfrutar de los favores de las esclavas africanas y hacer fortuna.
Las condiciones en los campos de caña en Saint-Domingue eran, incluso bajo los parámetros actuales, brutales, terroríficas. Los esclavos morían jóvenes, y en hordas; tenían pocos hijos. Al tiempo que las importaciones de café y azúcar crecieron, así también crecieron las importaciones de africanos. Tanto que para el momento en que los esclavos echaron a andar su gran revuelta en 1791, la mayoría del medio millón de ellos había nacido en África, hablaba algún dialecto africano y le rezaba a dioses africanos.
Estos africanos esclavos-soldados comandados por líderes legendarios como Toussaint Louverture y Jean-Jacques Dessalines, después de un conflicto complicado y extendido a lo largo de una década, derrotaron a tres ejércitos occidentales, incluyendo a la superpotencia de entonces: la Francia napoleónica. En una guerra que se volvía cada vez más violenta –“¡Quemen sus casas! ¡Córtenles la cabeza!”, era el grito de batalla de Dessalines–, los esclavos asesinaron a sus dueños blancos o los echaron de las tierras.
El primero de enero de 1804, cuando Dessalines creó la bandera haitiana de la tela blanca que arrancó a la parte central de la bandera francesa, logró lo que ni siquiera Espartaco pudo: llevó la primera rebelión de esclavos al triunfo. Haití se convirtió en la primera república negra independiente y la segunda nación independiente del hemisferio occidental.
La primera de tales repúblicas, la de Estados Unidos, a pesar del postulado “todos los hombres son creados iguales”, miraba a aquellos hombres liberados por su propia mano con espanto, desprecio y miedo. De hecho, para los grandes poderes comerciales de Occidente en esa época –poderes que dependían, casi todos, de la mano de obra de esclavos africanos– Haití representaba un ejemplo terrible de lo que pasaba cuando la libertad se llevaba demasiado lejos. Los esclavistas estadounidenses temían desesperadamente que los fuegos libertarios haitianos lograran saltar las millas de mar entre ellos y prendieran a sus humanas pertenencias.
Por esta razón, Estados Unidos se negó durante casi seis décadas a reconocer a Haití (Lincoln finalmente lo hizo en 1862). Junto con los grandes poderes coloniales, Estados Unidos recompensó a los esclavos victoriosos con un sofocante embargo comercial –y la exigencia de que, a cambio de la paz, esta nación apenas creciente pagara enormes cantidades de dinero en reparación a Francia, su antiguo dueño. A pesar de haber logrado su independencia a través de las armas, los antiguos esclavos de Haití se vieron obligados a pagarla con el tesoro nacional.
Esta nueva nación, con los campos quemados, las plantaciones arrasadas, los pueblos devastados, estaba aplastada por el peso de las desmedidas reparaciones que tenía que pagar, y que de una forma u otra estrangularon la economía por más de un siglo. Fue en esta penumbra de posguerra, bajo la sombra del aislamiento y el desprecio que se formó el sistema político de Haití. Era en cierto modo una copia distorsionada, como un modelo de cera demasiado cercano al fuego, del sistema esclavista de los tiempos coloniales.
En su punto más alto, los colonialistas blancos fueron sustituidos por una nueva clase dominante constituida por oficiales negros y mulatos. Aunque estos grupos pronto se convirtieron en rivales acérrimos, estaban perfectamente unidos cuando se trataba de mantener en la recién independiente Haití el principio cardinal con el que se gobernaba en Saint-Domingue: una extracción predadora y brutal de la riqueza del país por parte de unos cuantos elegidos.
Los blancos en sus plantaciones habían hecho esto directamente: explotaban la tierra con la mano de obra de sus esclavos. Pero los esclavos se convirtieron en soldados de una revolución triunfal y aquellos que sobrevivieron exigieron como recompensa parte de la tierra fértil en la que ellos habían labrado y sufrido. Poco tiempo después de la independencia la mayoría de las plantaciones se dividieron y se repartieron a los antiguos esclavos, convirtiendo a Haití en una nación de pequeños terratenientes; una nación en la que el campo siguió siendo, en lenguaje, religión y cultura, prácticamente africano.
Porque les era imposible tomar el lugar que los blancos tuvieron en las viejas plantaciones, la nueva élite haitiana pasó de tener la tierra a luchar por el control de la única institución facultada para obtener ganancias de esos productos: el gobierno. Mientras que los esclavos liberados trabajaban en sus pequeñas parcelas, los poderosos se beneficiaban del fruto de la tierra a través de los impuestos. La filosofía colonial pervivió en esta encarnación desfigurada: gobernar nada tenía que ver con construir o desarrollar al país, sino con extraer sus riquezas. “Desplumen a la gallina”, proclamó Dessalines –ahora el emperador Jacques I–, “pero no la hagan gritar”.
En 1806, dos años después de la independencia, el emperador fue muerto a bayonetazos por un grupo de oficiales conspiradores, en su mayoría mulatos. La historia haitiana entonces se convirtió en una compleja narrativa de luchas intestinas por controlar el Estado, con facciones que se unían mediante una intrincada política del color de piel. No había un método de sucesión que fuera considerado legítimo, ni tradición de oposición leal. La política era un asunto asesino, operático, improvisado. La inestabilidad alternaba con la autocracia. Se peleaba y se ganaba el Estado; la riqueza de Haití, una vez ganada, compraba algo de lealtad, pero sólo por un tiempo. La fragilidad de los gobiernos y la incertidumbre sobre su duración promovía un imperativo de rapiña. Los gobernantes derrocados con frecuencia eran asesinados, algunos exiliados, pero siempre su riqueza –la que no habían logrado sacar del país– era pillada.
En 1915 regresaron los blancos. Los marines estadounidenses desembarcaron para ejercer presión con el fin de que se continuara con el pago de reparaciones y de contener una lucha de poder particularmente violenta que, a la sombra de la Primera Guerra Mundial y las maquinaciones alemanas en el Caribe, parecía amenazar los intereses estadounidenses. Durante casi dos décadas de gobierno, los estadounidenses construyeron puentes y caminos, centralizaron el Estado haitiano –con esto sentaron las bases para la creación de la gran concentración urbana alrededor de Puerto Príncipe que ahora vemos devastada– y mandaron a los haitianos a estudiar en el extranjero con la esperanza de que regresaran convertidos en agrónomos y doctores y así estabilizar a la clase media.
Aun así, cuando se fueron los marines, muy poco del sistema original había cambiado. El nacionalismo haitiano, azuzado por la aparición de blancos poderosos que obligaron a los haitianos a trabajar en la construcción de los caminos, produjo el “noirismo”, que en 1957 llevaría al poder a François Duvalier, el más brillante y sanguinario de los dictadores en Haití; el que mató a decenas de miles mientras utilizaba con mucha malicia el miedo al comunismo estadounidense para obtener de ellos la aceptación que buscaba.
La época de Duvalier, que terminó con el derrocamiento de su hijo Jean-Claude en 1986, trajo consigo la era más reciente de inestabilidad en el país. Una época que ha visto, en menos de un cuarto de siglo, varias revoluciones y golpes de Estado, un puñado de elecciones (abandonadas, fraudulentas, y en ocasiones limpias), una segunda ocupación estadounidense (cuyos logros fueron aún más efímeros que los de la primera) y, al final, una docena de mandatarios. Cada vez menos dinero se obtiene de la tierra, porque el suelo se ha ido haciendo árido por la sobreproducción y la falta de inversión. Este ingreso ha sido sustituido por la ayuda extranjera, tanto de naciones como de organizaciones privadas.
La lucha por el poder no ha terminado. Ni ha cesado la proclividad de Haití al drama y el desastre. Las intervenciones extranjeras, tanto militares como civiles, lanzadas para paliar ese constante drama y desastre y casi siempre con la convicción misionera de “reconstruir Haití”, tienen un principio que las une: su fracaso al intentar alterar la realidad básica del país, su Estado corrupto. Y estas intervenciones, advirtiéndolo o no, han contribuido a prologarlo.
El sonido del sufrimiento haitiano ya es ensordecedor, pero en el fondo se comienza a escuchar una tonada conocida: hay que rehacer Haití. A un sufrimiento de esa magnitud difícilmente se le puede hacer frente. Hace unos días veía a un corresponsal sacudir la cabeza ante lo que describía como una “muerte estúpida” –una muerte que con los cuidados médicos adecuados pudo haber sido evitada. “No tiene por qué suceder”, les dijo a los televidentes. “La gente que murió hoy no tenía que morir.” No dijo lo que cualquier haitiano le pudo haber dicho: que el día anterior, y el día antes de ese, Haití ha presenciado cientos de esas “muertes estúpidas” y que, a lo largo de los siglos, ha presenciado miles más. Lo que ha cambiado, una vez más, y sólo por un rato, es la luz que las hace visibles y el volumen de las voces que exigen que se construya un “nuevo Haití” para que nada de esto suceda de nuevo.
Sepan o no leer, la gente en Haití transita la historia y vive la política. Son independientes, orgullosos, fieramente conscientes de su singularidad. Lo que los distingue es una tradición de heroísmo y la convicción de que son y seguirán siendo algo distinto, cosa aparte –algo de esto se puede percibir en el criollo que se habla en el campo, o en las prácticas de vudú; huellas de aquella África que los primeros revolucionarios trajeron consigo en las galeras de los barcos de esclavos.
Los haitianos han crecido en medio de una lucha por la individualidad y el poder, y el país ha demostrado que puede absorber la atención vehemente de los extranjeros, quienes en muchos casos permanecen gozosamente ignorantes de cómo contribuyen a que Haití sea lo que es. Como los puentes desvencijados que se erigieron en el campo –una de las pocas huellas de los marines y su ocupación hace casi un siglo–, la ayuda extranjera tiende a iniciar con un celo casi evangélico y dejar tras de sí muy pocas cosas duraderas. ~
Traducción de Pablo Duarte
© New York Times Syndicate
Media isla deforestada
¿Por qué las historias políticas, económicas y ecológicas de República Dominicana y Haití –dos países que comparten la misma isla– se han desenvuelto de modos tan distintos? Parte de la respuesta está en las diferencias ambientales.
Las lluvias en La Española vienen sobre todo del este. Por eso la parte dominicana (al oriente) de la isla recibe más lluvia y puede soportar índices de crecimiento de flora mucho más altos. Las montañas más elevadas en La Española (de más de 3,000 metros) están en el lado dominicano, y los ríos que se originan en esas montañas en su mayoría fluyen hacia República Dominicana. Este lado de la isla tiene amplios valles, planicies y llanuras, y tierras mucho más gruesas […]
En contraste, el lado haitiano es mucho más seco por esa barrera de altas montañas que bloquea el paso de las lluvias del este. Comparada con República Dominicana, el área de tierra propicia para la agricultura intensa es mucho más pequeña. Hay mucho más tierra caliza y los suelos son mucho más delgados, menos fértiles y con una capacidad de recuperación más baja.
Atendamos la paradoja. El lado haitiano de la isla está menos preparado ambientalmente y aun así desarrolló una muy rica economía agrícola antes que el lado dominicano. La riqueza de Haití provenía del capital ambiental contenido en bosques y tierras. La élite haitiana se identificaba más con Francia que con su propio entorno y buscó extraer su riqueza de los campesinos. La lección, de hecho, es que una cuenta de banco que se ve impresionante puede esconder un flujo de capital negativo.
Los problemas de pobreza y deforestación en Haití se han sumado durante los últimos cuarenta años […] La pobreza de Haití ha obligado a que su gente permanezca dependiente del carbón derivado de los bosques para sus necesidades de combustible, y de este modo han acelerado la destrucción de los últimos bosques que les quedaban. ~
– Jared Diamond
¿Por qué el terremoto en Haití es problema de Francia?
El empobrecimiento crónico de Haití empezó el mismo día de su nacimiento en 1804. Después de haber derrocado a los gobernantes franceses tras una revolución de doce años, la recién creada nación padeció bloqueos y embargos incapacitantes. Este estrangulamiento económico continuó hasta 1825, cuando Francia ofreció levantar los embargos y reconocer a la República de Haití si esta pagaba restituciones a Francia –derivadas de la pérdida de propiedad, incluidos los esclavos– por un total de 150 millones de francos de oro. Esta cantidad, cerca de cinco veces las exportaciones haitianas en 1925, era brutal, pero Haití no tenía opción: pagaba o perecía después de muchos años de embargo económico, por no mencionar las amenazas francesas de invasión y reconquista. Para pagar Haití pidió dinero prestado a tasas usureras de la misma Francia, y no terminó de pagar esta deuda hasta 1947; para entonces su destino como el país más pobre del hemisferio occidental estaba sellado […]
Francia debe ahora regresar hasta el último centavo de este dinero. El dinero del que estamos hablando no le quitaría el sueño a Christine Lagarde (la ministra de Finanzas francesa) o a Bernard Kouchner (el ministro del Exterior) o al presidente Nicolas Sarkozy. En esta era de paquetes de rescate multimillonarios para las instituciones financieras, 22 mil millones apenas si provocará que se levante una ceja gala. Pero para Haití esta cantidad es milagrosa. ~
– Tunku Varadarajan
Fuente: The Daily Beast, 14 de enero de 2010
Espartaco en el Caribe
La revolución haitiana de 1791 a 1804, lidereada principalmente por Toussaint Louverture, fue quizá el evento más importante en la historia de los esclavos en el Nuevo Mundo. A pesar de su aparente escala menor, la influencia histórica que esta revolución tuvo durante sesenta o setenta años puede compararse con la revolución rusa de 1917.
[…]
Nacido entre 1739 y 1746, Toussaint era hijo de un príncipe arada que fue bautizado con el nombre de Hyppolite después de haber sido embarcado en la Costa de Oro africana y enviado como esclavo a Saint-Domingue. Toussaint no sólo era letrado, era sorprendentemente culto. Podía citar a Maquiavelo y había hecho suyo un fragmento de una famosa obra del pro revolucionario Abbé Raynal en la que convocaba a un Espartaco negro a encabezar una gran revuelta de esclavos. No menos importante, era un católico devoto y miembro de alta jerarquía en un grupo masónico, donde se topaba socialmente con grands blancs, entre ellos su amado antiguo dueño, Bayon de Libertat.
[…]
Aunque Toussaint evitaba toda publicidad y permaneció en las sombras hasta agosto de 1793, se había comprometido con los ideales revolucionarios de libertad e igualdad, al tiempo que esperaba encontrar en su propia experiencia una manera de combinar el trabajo libre y asalariado con la productividad de un sistema de plantaciones. Su visión de largo plazo incluía una Saint-Domingue semiautónoma que de algún modo atrajera y aprovechara el conocimiento y las habilidades de blancos como Bayon de Libertat mientras mantenía una equidad racial.
[…]
Pero fue el brutal antiguo esclavo Jean-Jacques Dessalines, después de encabezar la derrota final de los franceses, quien proclamó la independencia de Haití en 1804 y poco después se proclamó a sí mismo emperador. En 1805 ordenó el exterminio de la mayoría de los blancos restantes en la isla. Un pacto entre Napoleón y Toussaint hubiera impedido esta sangrienta historia de venganza negra así como los aspectos más terribles de la última confrontación entre los franceses genocidas y los rebeldes negros. ~
– David Brion Davis
Fuente: The New York Review of Books,
vol. 54, núm. 9, 31 de mayo de 2007