A comienzos de noviembre el empresario chileno Eduardo Arévalo Mateluna, ya conocido por inscribir la marca de vinos Capitán General, patentó en Chile la marca Osama aprovechando la fama tristemente ganada por el fundamentalista islámico luego del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York. Con la intención de usar la nueva marca para perfumes, desodorantes o limpiagrasas, este férreo simpatizante de Pinochet se alista a coser juntas las dos puntas del 11 de septiembre: 1973-2001, del Capitán General a Osama Bin Laden. Largo viaje del vino al desodorante. ¿Pruritos morales? Ninguno: es cuestión de pesos.
Al parecer Arévalo ha inspirado a otros empresarios en otras latitudes. Me he enterado de que desde hace algunas semanas se está llevando a cabo en Europa un juicio por derechos comerciales en torno a la marca registrada Bin Laden, disputada entre uno de los cincuenta y tantos hermanos del líder fundamentalista y una empresa europea. Presumiblemente, para producir camisetas estampadas con la imagen del líder de Al Qaeda y lanzarlas al mercado.
El hecho puede ser un simple rumor. Y si fuera más que un rumor, puede parecer irrelevante a menos que le asignemos carácter simbólico. A saber: en el corazón de este capitalismo que supuestamente Bin Laden y sus simpatizantes quieren destruir se recicla la figura emblemática de la amenaza siniestra para estamparla en un producto de compra y uso diarios. El peligro queda maximizado en sus potenciales utilidades económicas, conjurado como fetiche de escaparate, domesticado por el vaivén ciego de la moda que pone el atractivo rostro del enemigo número uno de Occidente en los pechos y las espaldas de adolescentes de la Unión Europea más adelante tal vez se exporte a países tan lejanos como Nueva Zelanda o Chile. Y el dilema no es ético, vale decir, no se discute si el producto debe o no patentarse y promoverse. Es estrictamente comercial. Se trata de propiedad de derechos: quién se lleva el botín.
Me pregunto dónde bailan más dólares: en la recompensa por Bin Laden, vivo o muerto, que ha fijado el gobierno norteamericano, o en los derechos comerciales por su nombre o su imagen, muerto o furtivo. Mayor sería la ironía si detrás de los interesados en lucrar con esta patente estuvieran algunos grupos fundamentalistas musulmanes, necesitados de recursos para modernizar su logística y entrenar nuevos cuadros de acción terrorista. O socios de empresas cuyas oficinas matrices o sucursales fueron barridas del World Trade Center el pasado 11 de septiembre. O traficantes de armas que necesitan lavar su dinero en negocios lícitos.
Porque todo es posible. Incluso que el propio Bin Laden aparezca ante las cámaras, arriesgando su captura y solicitando con plena justicia la patente de su propio nombre y rostro. Laden-camisetas, Laden-buzos, chicles Al Qaeda con un original regusto a pólvora, cartas de Súper Bin que los adolescentes santiaguinos pronto estarán intercambiandose en las esquinas, bebidas de Osamantina para la salvación eterna. ¿Por qué no? Si los norteamericanos están confinando a los prisioneros de guerra de Al Qaeda en Guantánamo mientras Fidel Castro les ofrece asistencia técnica para interrogarlos, ¿por qué no?
¿Posmodernidad? Nada: cambalache. Ahora sí, la Biblia junto al calefón, el vino junto al desodorante. Vivimos revolcaos en un merengue… –