Durante años he defendido la idea de que la obra y el pensamiento de Octavio Paz forman parte del universo de la izquierda. El libro compilado y prologado por Danubio Torres Fierro (Octavio Paz en España, 1937, FCE, 2007) es el testimonio de lo que ancló originalmente a Paz en el territorio de la izquierda: la guerra civil española. Su presencia militante en la España del año 1937 lo marcó para siempre. Y aunque abandonó las ideas duras de aquella época, se mantuvo fiel a la solidaridad con aquellos “hombres empeñados en una lucha mortal contra un enemigo mejor armado y sostenido por poderes injustos y malignos”. Paz nunca abandonó esa “ola de inmensa generosidad y de auténtica fraternidad”. Como hijo de exiliados españoles siempre me percaté de este hecho fundamental en la vida de Octavio Paz, lo cual me conmovía profundamente.
La actitud dogmática contra André Gide, que acababa de publicar su crítica a la URSS, en el congreso de intelectuales en Valencia (1937) al que asiste Paz, lo marca también enormente: le duele su propia falta de reacción ante el hecho. Nunca lo olvidará y lo impulsará siempre a rechazar el dogmatismo de las izquierdas. Como dice Danubio Torres Fierro en el prólogo, le dolió “la comprobación de la existencia de una suerte de falla moral en el alma intelectual”. Al congreso antifascista de 1937 asistieron varios mexicanos, además de Paz: Carlos Pellicer, José Mancisidor, Siqueiros, Fernando Gamboa, Juan de la Cabada y Elena Garro. Pero solamente Paz, Mancisidor y Pellicer fueron delegados efectivos. Quienes quieran ampliar la información sobre el viaje de Paz a España en 1937 deben consultar el largo capítulo que Guillermo Sheridan le dedica, en su excelente libro Poeta con paisaje (2004).
Pero no quiero ahora remontarme a los años treinta. Quiero referirme a otro viaje de Paz a España, hace un cuarto de siglo, en 1987, para asistir al congreso de intelectuales convocado para conmemorar el que ocurrió en Valencia 50 años antes. En este otro congreso yo estuve presente. Se reunió en el Palacio de la Música y los Congresos de Valencia del 15 al 20 de junio 1987, y fue convocado por Juan Cueto, Joan Fuster, Juan Goytisolo, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Savater, Jorge Semprún y Manuel Vázquez Montalbán. Octavio Paz fue el presidente de honor. Hubo intervenciones iniciales de Stephen Spender y Juan Gil-Albert (quienes habían estado en el congreso de 1937); Octavio Paz pronunció el discurso inaugural. Fue clausurado por el ministro de educación, José María Maravall.
En el congreso de 1987 hubo un gran pluralismo, a diferencia del de 1937. Ciertamente, hubo ausencias notorias: Rafael Alberti, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, por ejemplo. Nicolás Guillén no pudo llegar por estar enfermo, pero hubo una delegación cubana oficial: Lisandro Otero y otros más. Los soviéticos no aceptaron la invitación (alegaron enfermedad). Albertí negó que se hubiese negado a participar por desacuerdos con Octavio Paz: ”eso de que me llevo mal con Octavio es un disparate, ganas de buscar jaleo”, declaró. Explicó que tenía un compromiso previo ineludible en Tenerife y La Palma. García Márquez declaró que no había recibido la invitación. Faltaron otros invitados: Edgar Morin, Karl-Otto Apel, René Thom, Jean Baudrillard, Barbara Probst Solomon, Ramón Xirau, entre otros.
Stephen Spender se quejó de la ausencia de poetas (a diferencia de 1937) y bromeó: en cambio hay una mesa de arquitectos postmodernos. Gil-Albert, de 81 años, fue poco entendido porque habló en voz muy baja y leyó unas hojas en desorden porque se le habían caído al suelo al comenzar. “Me atrevo a declarar –dijo– que mi estancia hoy aquí me sobrepasa y me turba. La inclemencia de lo vivido se me remueve como una pesadilla”.
El ambiente del congreso era tenso. Grupos dogmáticos (como el Partido Comunista de los Pueblos de España) calificaron la reunión como un “anticongreso y como una “desnaturalización” del Congreso de 1937.
Durante el tercer día del congreso se reunió una mesa sobre “los intelectuales y la memoria”, moderada por Jorge Semprún, quien había iniciado la mesa contando una anécdota. En los años cincuenta en una recepción en el Palacio de El Pardo un general que había estado en Rusia le preguntó a un colega: “Oye, ¿cómo se llamaba aquel maricón que fusilamos en Granada?” La historia de este general de cuyo nombre no quiso acordarse le sirvió a Semprún para hablar de la desmemoria que a su juicio acompaña la historia de España. “Quizá ha llegado el momento de acordarnos de Andreu Nin, que nosotros torturamos y asesinamos”. Nin fue el dirigente catalán del POUM, apresado en 1937 y desaparecido.
En esta misma mesa Manuel Vázquez Montalbán se refirió a la afirmación que había hecho Octavio Paz en su discurso inaugural: “los vencedores de la guerra civil fueron la democracia y la monarquía constitucional”. “Durante 36 años he estado pensando que la guerra la ganó Franco”, dijo socarrón Manolo. Y comentó que se ha hablado mucho de las sociedades cerradas (las socialistas), y sabemos bien como se lleva allí a cabo la falsificación de la realidad, pero todavía no sabemos bien cómo ocurre en las sociedades abiertas. Octavio Paz se irritó un poco y contestó: “Yo no dije que Franco había perdido, sino que había ganado y gobernó muchos años. Esa es su victoria y esa es su derrota”. Participaron además en la discusión Antonio Tabucchi, Guillermo Cabrera Infante, Juan Goytisolo, Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa. Este último declaró: “los hombres no viven sólo de verdades, sino que necesitan las mentiras que han creado libremente”.
En la mesa sobre los intelectuales y la historia hubo algunas tensiones. Intervinieron Fernando Claudín, el microhistoriador Giovanni Levi, el apacible Peter Burke y el impulsivo Castoriadis. Un americano desde el público incendió las cosas al reprocharles que no criticasen al imperialismo de Estados Unidos. Semprún le explicó las diferencias entre la URSS stalinista y los EU. Marta Frayde, exiliada cubana, habló de la represión en Cuba. Castoriadis se irritó y preguntó por qué intelectuales que debían ser luminarias acababan a veces como apólogos de la tiranía.
De México sólo participamos Octavio Paz y yo, que leí una ponencia titulada “Entre el desencanto y la utopía”. Me había invitado Ricardo Muñoz Suay a solicitud de mi amigo Manuel Vázquez Montalbán. Octavio Paz se sorprendió de encontrarme allí; hacía mucho que no nos veíamos, desde un encuentro que tuvimos en la UNAM en 1980. No me imaginé, hasta mi llegada a Valencia, que yo sería el único mexicano, además de Paz, en hablar en el Congreso. Recuerdo que también estaban allí, en el público, Fernando Gamboa, José de la Colina y Carlos Monsiváis.
Tuve la suerte (o la desgracia) de exponer en la última mesa, el día 19 de junio, dedicada a los intelectuales, las violencias y las nuevas conciencias críticas. Al día siguiente un diario valenciano tituló: “La mesa sobre violencia estuvo a punto de acabar a bofetadas”. Otro diario, La Vanguardia, titulaba: “El Congreso de intelectuales de Valencia acabó a bofetadas”. El día anterior ya habíamos tenido que desalojar el Palacio de Congresos por una amenaza de bomba.
En una sala abarrotada, un simpatizante de Herri Batasuna comenzó a lanzar panfletos criticando la presencia de la disidente cubana Marta Frayde en la mesa. En la mesa estaba también Carlos Franqui, exiliado cubano. Manolo Vázquez Montalbán moderaba. Al comienzo las cosas transcurrieron con tranquilidad y pudimos exponer nuestras ponencias. Pero la mesa era una bomba de tiempo. Estaban allí también Daniel Cohn-Bendit y Maria Antonieta Macciochi. Hubo calma hasta que Marta Frayde intervino. Entonces comenzaron los gritos y las protestas. Un miembro de la delegación oficial cubana se levantó para gritarles que estaban “pagados por la CIA”. Manolo intentó frenar el intercambio de insultos pidiendo que el tema cubano se dejara de discutir. Cohn-Bendit, que no tenía los audífonos puestos, no se enteró y siguió hablando del asunto fogosamente: “me gustaría que una persona cuando hable de un Estado diga: critico al Estado que represento. Contra los americanos yo defenderé siempre a Cuba y Nicaragua, pero no dejaré jamás de denunciar el totalitarismo de estos dos países”. Manolo le quitó la palabra y Danny el Rojo abandonó indignado la mesa. Uno del público se apoderó del micrófono y comenzó a criticar al gobierno socialista español y nos llamó “vendidos” y “gente sin vergüenza” a la gente de la mesa, y “fascistas” a los organizadores. Semprún, desde el público, lo retó a que se bajara: “¡Cómo me puede llamar fascista a mí!”, rugía. El interpelado aceptó y bajó al ruedo. Paz y Savater se interpusieron. No llegaron pegarse porque fueron separados.
Octavio Paz había terminado su discurso inaugural con una frase inquietante: “los enemigos también tienen voz humana”. Lo dice después de contar la anécdota de cómo un general, en la ciudad universitaria de Madrid, en 1937, los hace escuchar las voces y las risas de los otros detrás de un muro. Yo no conocía su discurso, pero curiosamente en mi ponencia evoqué la desenfrenada convocatoria de buscar (y eliminar) al enemigo. “Los enemigos se encontraron, levantaron en pocos años una pirámide de cuarenta millones de muertos”. Después dije: “¿Y si no existiese el enemigo? Habría que inventarlo, se dirá. Pero ahora desconfiamos del invento: los territorios del desencanto se han extendido. Son espacios de auténtica diversidad, tachonados de nichos culturales en los que se refugian cada vez más exiliados que huyen de las grandes guerras culturales de nuestro tiempo. De la antigua tradición bélica estamos desencantados. Hemos sido criados para la lucha y muchos somos fruto de las batallas que hace medio siglo se libraron aquí. Por ellas hemos quedado condenados a un exilio permanente, pero ahora –después de haber escuchado durante largo tiempo los cantos holísticos de las sirenas– queremos encontrar vías que no pasen por las gigantescas concentraciones de fidelidad”.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.