La exclusiva atribución de irracionalidad a la poesía y de racionalidad a la filosofía es una forma de imprudencia intelectual que ha hallado, con todo, el respaldo frecuente de autoridades poéticas y filosóficas diversas. No resulta difícil, sin embargo, constatar la vinculación a lo racional presente en la mayor parte de la tradición poética, tanto si entendemos por racional el mantenimiento del discurso poético dentro del terreno de la lógica y del proceder lingüístico inteligible, como si se lo entiende en términos de puro ejercicio de la reflexión en el interior del poema. Nadie debe sorprenderse, pues, de que la convivencia entre poesía y razón sea más frecuente de lo que se suele reconocer, aunque, sin duda, adopta grados distintos y formas variadas.
Carlos Marzal, de un modo especialmente ajustado a este respecto, es un buen ejemplo de poeta que entiende el poema como un lugar donde se puede pensar. Lecturas apresuradas o malentendidas, y la influencia de factores extraliterarios pero paradójicamente inherentes a la llamada vida literaria, propician demasiado a menudo el etiquetado superficial no ya de tendencias sino de personalidades poéticas complejas. Suele suceder que muchas de esas etiquetas no resisten una lectura desprejuiciada. Cualquiera que lea con atención y alguna neutralidad la obra de Marzal, habrá de admitir que la voluntad reflexiva ha estado presente en ella desde el principio: El último de la fiesta, aquel brillante primer libro, debía en parte su brillantez a una buena dosis de reflexión irónica; La vida de frontera aportaba una inteligente gravedad a la reflexión moral; Los países nocturnos, por su parte, extendía el alcance temático de la meditación a la vez que desplegaba una mirada amarga —conciencia sin contemplaciones— y un tono de bella agresividad en el pensamiento. Ahora, con Metales pesados —libro editado por Tusquets a finales de 2001 y que ha merecido recientemente el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Nacional de Poesía— Marzal ha sabido conducir su poética hasta un territorio en donde lirismo y razonamiento se fusionan intensamente por medio de una argamasa verbal cuya química combina lo esplendoroso y lo denso.
Precisamente, lo primero que llama la atención al lector de Metales pesados es su lenguaje, no exento del aire tan personal con el que el autor envolvía la dicción en su anterior poemario, pero al que añade en esta ocasión unas todavía más poderosas y ricas elecciones verbales, concretadas, por ejemplo, en la adjetivación, tan honda como precisa. El resultado es un vehículo retórico cuya robustez viene exigida por lo mucho que Marzal tiene que decir y por la intensidad emotiva que persigue. Los poemas logran, en definitiva, poner a muy alta temperatura las palabras hasta hacer que fluya y brille un pensamiento sólido como pocos.
Puede apreciarse desde los primeros poemas —y esta percepción se acentúa según avanzamos en la lectura— que no sólo ha habido una evolución en los procedimientos lingüísticos con respecto al libro anterior: también la ha habido en lo que atañe a las ideas motrices que regían el mundo poético marzaliano. Vestigios del distanciamiento y la descreída sabiduría de Los países nocturnos son visibles aún en la primera parte, "El entusiasmo de la decepción" (véase, como muestra, el poema inicial), pero ya en la segunda y tercera secciones se despliega más manifiestamente un nuevo enfoque, una mirada nueva más asombrada y conforme con el mundo, de cuya sacralidad ahora se levanta acta y se urde el análisis conmovido. No se detecta ningún cuestionamiento o desapego, sino una conciencia transigente con la complejidad, la contradicción y la belleza de lo que hay.
Pero además del examen del mundo y del espíritu que es llevado a cabo en la mayoría de los poemas de Metales pesados, nos encontramos también, sobre todo en la sección última, "La voz en extravío", con composiciones que se inclinan hacia la plegaria al centrarse en el puro asombro. "Rojo", "Credo quia absurdum", "Servidumbre de paso", "Azul de metileno" o "El corazón perplejo" quizá constituyan los casos más evidentes. En ningún momento, sin embargo, se rompe el fortísimo lazo que anuda a esta poesía con la realidad y la racionalidad, porque de esa comunión, transportada por el fulgor material de las palabras y vigilada por el temblor de su potente lirismo, nace la esencial virtud de este libro: dar alas al vidrio del pensamiento.
Los versos de Metales pesados —como los de Los países nocturnos— son versos perdurables, fruto de una inteligencia poética infrecuente. En la trayectoria de Carlos Marzal alienta un continuado anhelo de comprensión de lo vivido y lo pensado, aun a sabiendas de que esa comprensión a menudo es una forma de ignorancia. No importa: nos ha sido encomendado lo arduo. Así que esta poesía no renuncia a la razón emocionada en trato con el mundo. Y en ese empeño se dibuja una de sus claves mayores, la que permite que se estremezca la argumentación y que se genere el canto, en medio siempre de las llamas habitables del lenguaje. ~