Política y rayos catódicos

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1.
     Los venezolanos vimos por vez primera a Hugo Chávez en cadena televisada y en horario estelar matutino.
     Una burlona curiosidad por verle el rostro al tipo que había encabezado aquella sorpresiva sublevación militar cundió por todo el país en cuanto se supo que estaba ya cautivo del gobierno y que éste iba a mostrarlo, de un momento a otro, en cadena televisiva.
     Dice mucho del agotamiento del pacto bipartidista que, desde 1958, gobernaba Venezuela la buena disposición hacia el golpista, que se apoderó de los televidentes muchísimo antes de que Chávez —cuyo nombre nadie, o casi nadie, había oído nunca— se dirigiese al país por televisión.
     El alzamiento había logrado estremecer la autocomplacencia moral de los políticos que, desde el amanecer, desfilaban por los estudios de la televisión comercial denunciando la intentona con semblante consternado, entonación enfática y fraseo previsible.
     En las urbanizaciones de clase media que circundan la base aérea “Francisco de Miranda”, objeto de feroces combates desde la noche anterior, podía verse mucha gente apiñada en balcones y azoteas. Colas de autos se estacionaban en el hombrillo de los “tréboles” de autopista que ofrecían mejor vista sobre el campo de batalla.
     Que decenas de civiles desarmados arriesgasen el pellejo con taimada y a la vez guasona excitación para ver un alzamiento militar desde el ring-side no era novedad alguna en América Latina. En la Argentina de los tempranos años sesenta, luego del derrocamiento de Arturo Frondizi, llegó a ser cosa de casi todos los días.
     La rendición de Hugo Chávez fue lo único extraordinario que en aquellas horas los venezolanos vimos “en vivo”, directo y con encendido virtualmente total.
     2.
     La intentona golpista comenzó, sincronizadamente, en varias ciudades importantes del país, hacia la media noche del lunes 3 de febrero de 1992.
     El plan contemplaba la detención del presidente Carlos Andrés Pérez en el Aeropuerto Internacional “Simón Bolívar”, apenas el avión presidencial tomase tierra, de regreso de la reunión anual del Foro Económico Mundial de Davos, en Suiza.
     Nunca sabremos con certeza qué se los impidió, mas lo cierto es que la violenta acción golpista, desplegada al mismo tiempo en varios sitios de la capital, forzó una carrera en la alta noche cuando el bando insurrecto, tanto como el del presidente Pérez, se vieron de pronto empeñados en tratar de llegar primero que el otro a un estudio de televisión.
     Los facciosos optaron por ocupar una instalación gubernamental: la vetusta Venezolana de Televisión (vtv, Canal 8), un canal de baja audiencia crónica. Fue una toma hasta la fecha inexplicablemente sangrienta y por completo fútil, pues nunca llegaron salir al aire los mensajes pregrabados con los que esperaban instigar a la población a sumarse al alzamiento.
     Mientras tanto, el presidente Pérez, quien sólo por un tris había escapado vivo del asalto a la mansión presidencial, se había dirigido al palacio de gobierno, donde se vio de nuevo a punto de ser copado por tanquetas y paracaidistas rebeldes. En el último minuto logró burlar de nuevo el cerco y ganar la calle. Alcanzó a hacerlo casi al mismo tiempo que la tanqueta cuya imagen, captada por un equipo de cámaras independientes, dio la vuelta al mundo en la red cnn. Metáfora visiva de la ineptitud militar latinoamericana, la tanqueta sube la escalinata de un frontis neoclásico del palacio de Miraflores, resbalando una y otra vez sobre los peldaños de mármol mientras embiste, sin lograr derribarla, una verja de fierro.
     Pérez ganó la carrera: su auto se encaminó desaladamente a las instalaciones del Canal 4 —propiedad de la Organización Cisneros— donde, desde la pequeña cabina del locutor de guardia, se dirigió al país para denunciar el golpe.
     Pérez se cuidó de delatar dónde se hallaba. Su serenidad de curtido político, su continente presidencial y el modo verosímil en que hablaba de los mensajes de rechazo al golpe y de solidaridad hacia su gobierno, que según él acababa de recibir de parte de George Bush padre ¡y de un Fidel Castro “hondamente preocupado”!, llevaban a pensar que hablaba desde algún estudio improvisado en palacio.
     Así, apenas pasada la una de la mañana, la televisión asestó un revés decisivo a la intentona de Chávez: aunque había sido correteado por toda Caracas por los rebeldes y hablaba desde la cabina de un canal privado, virtualmente Pérez seguía al mando y en palacio.
     3.
     Asegurado ya el Palacio de Miraflores, y después de casi dieciocho horas de zozobra y confusión, al amanecer del martes, el gobierno aseguraba que la rebelión de los paracaidistas había sido sofocada en Maracaibo, Maracay y Valencia. En realidad, las cosas no pintaban tan bien.
     Aunque las municiones rebeldes escaseaban y casi todos los grupos se habían rendido, se luchaba aún en la capital. La red radial de provincia insistía en hablar de focos todavía irreductibles. El día bien podría terminar sin que cesaran los combates y, con la general incertidumbre acerca de lo que ocurría en las guarniciones de provincia, se hacía imperioso que el jefe de los alzados —detenido ya, en efecto— se dirigiese al resto de los suyos y los intimase a la rendición.
     Si, como sugiere Isaiah Berlin en un ensayo famoso, la filosofía de la historia tolstoiana tiene un ápice de verdad, entonces lo cierto es que la fatalidad se hizo presente cuando, contrariando órdenes muy claras, impartidas por Pérez —hombre avezado al poder de los medios—, de mostrar a Chávez despojado de insignias y esposado, su ministro de Defensa, excusándose en la premura del caso, prescindió de grabar previamente, tal como le ordenaron, la alocución del jefe insurrecto, que, en rigor, no estaba dirigida al país en pleno sino solamente a los sublevados.
     En consecuencia, los militares pusieron ante las cámaras al joven oficial rebelde que todo el mundo ansiaba ver y escuchar. Chávez pronunció entonces la que quizá haya sido la alocución más corta en la moderna historia política venezolana. También la más productiva, electoralmente hablando.
     Comenzó con un “Buenos días a todo el pueblo de Venezuela”. Seguía un “mensaje bolivariano” a sus compañeros, imponiéndoles de que “lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital”. Agradecía su lealtad, su valentía y su desprendimiento, y terminaba diciendo: “Ante el país y ante ustedes [sus compañeros], asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano. Muchas gracias.”
     Sólo 169 palabras, de las que la empobrecida e impaciente mayoría recordaba al día siguiente una sola frase, que los mentideros y la calle repetían sentenciosamente como un mantra: “por ahora…”
     4.
     El cataclismo político que provocó aquella fugaz aparición de Chávez en la pantalla bastaría por sí solo para explicar la obsesión que lleva a Chávez a pretender someter los medios de prensa, en especial los radioeléctricos.
     Ahora que lo conocemos mejor, sabemos que, aun sin mediar la reforzadora escena primitiva del “rendido-que-triunfa” en medio minuto de exposición mediática, la actitud de Chávez respecto de la libertad de expresión revela la misma esquizofrenia del izquierdista latinoamericano que, al tiempo que invoca proverbiales estudios de Mattelart o Bourdieu en apoyo de una mayor democratización del acceso a los medios, celebra que un canal estatal se ponga abusivamente al servicio de la facción política gobernante, cuyo rasgo más distintivo es el personalismo caudillista.
     Y que se acose sin tregua, con leyes mordaza, con extorsiones tributarias e intimidaciones parajudiciales, a los medios privados, a los periodistas independientes y a los activistas de la oposición.
     Las miles de horas de cadenas televisivas que, arbitrariamente y en innumerables ocasiones, Chávez ha impuesto a sus compatriotas para “contrarrestar” los mensajes de la televisión de la “oligarquía” y el Imperio, son congruentes con una concepción de la vida social según la cual el “máximo líder del proceso” es el único vocero de una política cuya meta declarada es lograr “la unidad de los venezolanos”, a condición de que ésta se consolide únicamente en torno a Hugo Chávez y todo lo que él tenga a bien disponer.
     La retórica de los hoy múltiples canales “estatales” venezolanos exalta, para contento de Ignacio Ramonet y sus epígonos latinoamericanos, las más parvas trivializaciones que pueda aportar el multiculturalismo académico estadounidense, al tiempo que difunde, sin excepción, todos los tópicos de lo que los franceses llaman “altermundismo”.
     A los figurantes de esos programas que se dicen “de contraflujo informativo” les gusta ufanarse de que hacen una televisión “alternativa y de gestión comunitaria”. Sin embargo, la verdad es que la televisión pública venezolana —que debería estar al servicio de todos los ciudadanos, sin distingo político— se ha convertido en un aparato de agitación y propaganda gubernamentales, en el que Chávez tiene la responsabilidad agitativa, y sus paniaguados la de propagandistas.
     Abundan en ella programas “de opinión y debate” en los que la opinión de los invitados siempre resulta unánime y, obsecuente e infaltablemente, coincide con la de Chávez. Favorece esa televisión “alternativa” un grotesco “humorismo” de paredón y estiércol, que diariamente halaga los peores reflejos de la intolerancia política. Hasta el irrisorio despropósito de una telenovela con nombre alusivo a un “programa social” del gobierno —Amores de barrio adentro— responde al designio de imponer un consenso favorable en torno a la persona de Chávez. Doy aquí a la palabra “consenso” el mismo sentido que emana de la penetrante observación que ha hecho el extraordinario productor de la tv pública estadounidense Bill Moyers.
     Moyers es un acerbo crítico de la televisión en general, y la acusación mayor que tiene contra ella es que es una “fábrica de consensos”, alcanzados, a menudo, gracias a la mentira descarada y al torpedeo inmisericorde de toda idea disidente y medianamente compleja.
     “La televisión —afirma Moyers con conocimiento de causa, pues durante años produjo el noticiario de una de las grandes redes privadas estadounidenses— no es buen vehículo para el debate de ideas, en especial de ideas políticas. Lejos de lo que pueda pensarse, la tv es más bien un agente antidemocrático, pues sólo sabe obrar obnubilando al televidente, fragmentando la realidad para consumo interesadamente dirigido. Tal como ha sido utilizada hasta ahora en todo el planeta, la televisión no sabe ofrecer sino falsas y simplistas ideas de la realidad para construir consensos que, con frecuencia, sólo favorecen a una minoría privilegiada de la población.”
     En la tarea de componer y difundir los temas de un consenso en torno suyo, Chávez no ha escatimado los ingentes recursos de un petroestado populista.
     Para empezar, él mismo se ha constituido, desde hace seis años, en “ancla” de un maratónico programa dominical que es la metáfora más apta de la vocación autoritaria y personalista del régimen: Aló, presidente, paroxismo del talk-show, pretende vindicarse como una rendición semanal de cuentas ante el pueblo, una advocación televisada de la “democracia directa” tan cara a los autócratas. Lo cierto es que ha estimulado con descaro, en cada comicio efectuado en el país, incluyendo el referéndum de 2004, las más desvergonzadas prácticas de ventajismo electoral.
     Aló, presidente, merced al indudable carisma de su dicaz protagonista, demuestra cuán fácilmente la televisión pública puede convertirse en vehículo de la fulminación moral del adversario, del falseamiento interesado de la memoria histórica de un país y del uso calculado del resentimiento.
     5.
     La otra “fábrica de consensos” ha sido la televisión privada. El más destructivo de esos consensos “por encargo” fue el consenso en contra de la política y los políticos.
     Según Teodoro Petkoff, respetado político y editor venezolano, el fenómeno tendría en parte su origen en la retórica liberal que en los años noventa hizo del Estado “el enemigo principal” y, en consecuencia, también lo fueron los principales oficiantes del Estado: los políticos. Por extensión, la política. Y peor aún, todo lo político.
     Para hablar con justicia, convendría advertir algo que Álvaro Vargas Llosa señala en su libro Rumbo a la libertad (Buenos Aires, Planeta, 2004): muchas de las reformas “neoliberales” que en América Latina se emprendieron en los años noventa no entrañaron, para buena parte de los políticos que las adoptaron, más que una gesticulación sin mayor compromiso programático.
     Pero la clase política, encerrada en sus guetos, ayuna de ideas propias, desmoralizada por sus rutinarios yerros y su indecible corrupción, fue presa de un estupor que le impidió reaccionar contra el destazamiento moral de que fue objeto, casi sin excepciones, por medio de una prensa cuyos propietarios eran, a menudo, no sólo pésimos empresarios, sino beneficiarios del mismo clientelismo populista que fustigaban.
     La radio y la televisión privadas, duele admitirlo, contribuyeron, sostenida y deliberadamente, al descrédito de la democracia y alentaron con ello la ilusión de una mesiánica salida de fuerza.
     6.
     ¿En qué ambiente legal actúan los medios en Venezuela hoy día?
     Una reforma ad hoc al Código Penal, aprobada a toda máquina por la Asamblea Nacional el año pasado, se aparta de la doctrina universal que prescribe despenalizar los llamados delitos contra el honor cuando el “agraviado” es un funcionario público. Esa ley mantiene imputados y sujetos a juicio a muchos periodistas venezolanos.
     La reforma, cuyo articulado es deliberadamente vago, permite a un juez castigar discrecionalmente con multas y prisión de hasta quince meses cualquier cosa —una cacerolada, un artículo de prensa, un comentario exasperado en un programa de tv— que se interprete como difamación, desacato o irrespeto a la majestad de los cargos públicos y sus ocupantes.
     So capa de velar por la salud mental de nuestros niños y adolescentes, ha sido aprobada también una ley “de responsabiliad social” de los medios radioléctricos, conocida como “ley mordaza”. Diabólicamente ambigua y con penas desproporcionadas, la “ley mordaza” induce a los medios a la autocensura, pues nadie sabe a ciencia cierta si los chistes de la tv de trasnocho contra Chávez pueden traer consigo un citatorio. Socarronamente, la ley consolida la responsabilidad del medio, del entrevistador y de los invitados a un programa de opinión.
     En consecuencia, los noticiarios y los programas de opinión privados han venido despidiendo a las figuras hasta ahora más irritantes para el régimen, “bajando el tono”. Cada día más, optan por temas ecológicos, de salud, gastronomía, entretenimiento y estética femenina.
     Las denuncias sobre todo tipo de violaciones a la libertad de expresión, y de acoso y agresiones contra medios y periodistas, presentadas por Human Rights Watch o Reporteros sin fronteras, no han sido desmentidas, sino tan sólo desechadas como tendenciosas por el gobierno de Chávez. Las medidas cautelares exigidas desde 2002 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en pro de periodistas y medios amenazados han sido sistemáticamente ignoradas.
     A cambio de todo esto, se ha anunciado una iniciativa a la medida del ego del máximo líder de la revolución continental y de los inagotables recursos de un petroestado: la creación de Tele Sur, una red televisiva de “contraflujo informativo”, modelada, según sus directivos, por la red Al Yazeera. Venezuela posee el cincuenta por ciento de los intereses que teóricamente comparte con los gobiernos de Cuba, Uruguay y Argentina.
     Pero el grueso de las erogaciones lo hace nuestro país: unos dos millones y medio de dólares para empezar. Los servicios informativos estarán a cargo nada menos que de la ecuánime y desprejuiciada agencia Prensa Latina. –

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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