(Para mí, claro está).
Su delgadez, su elegancia, sus carátulas en ropa interior, su voz sensual susurrando “Raphael” (o sea yo), su sulfuroso pasado de rompe corazones, Carla Bruni lo tiene todo para volverme loco. La esposa que no necesita ser infiel para serlo del todo, devorada por los fotógrafos que encuentran al fin un rostro, un cuerpo, un tamaño, una sonrisa tan fría, tan cristalina, tan mecánica, tan sutil como el lente que la inspecciona. La imagen eterna de esa niña bonita que pasa por el colegio o las fiestas brevemente, sin decir su nombre, sin tocar tu piel, lista para desaparecer.
Creo comprender en qué consiste toda la gracia de Carla Bruni. Sin embargo, al verla no puedo más que ver sufrimiento. Su sufrimiento, el de su marido, el de sus amantes sometidos a esa máquina de insatisfacción y vanidad que es la belleza fotogénica. En Carla Bruni nunca siento esa promesa de felicidad de la que habla Stendhal. Sólo una sonrisa crispada, solo amores reporteables. Carla Bruni, que después de todo es mujer, que después de todo ha sido entrenada de chica para gustar y no tener olores ni gases, no me produce nunca simpatía. Veo en ella sólo una maquina de dolor, el dolor de querer más siempre, de querer mantenerse eternamente joven y apetecible pero querer controlar hasta el infinito sus más mínimos gestos. Veo el purgatorio y no el nirvana, veo la miseria en pleno glamour. Veo en Carla Bruni no la felicidad de ser linda, no el placer de regalarle a los flashes su piel relucientemente blanca, sino el miedo a desaparecer si no la fotografían, la necesidad permanente de grabar discos, de cambiar de amantes, de casarse con el presidente para sentir que no se muere.
No hablo de la Carla Bruni real y concreta sino de lo que simboliza. Soy injusto y la uso a ella para hablar de otras mujeres que amé y admiré en las que sentí la misma ansia, el mismo temor. Esas mujeres que han castigado mi narcisismo aplastándolo con el suyo. Hablo de Carla Bruni como un vacunado habla de la epidemia de la que acaba de salvarse. Escucho sus canciones tan bonitas como vacías, casi autorales, casi interesantes, casi poéticas. Sigo por la prensa sus devaneos presidenciales, su elegancia señorial que imita con descaro lo que en Jackie O era nuevo y propio. Leo las entrevistas en que intenta aún ser de centro izquierda a pesar de estar casada con Sarkozy, en que intenta con desesperación no perderse nada, ser linda pero profunda, inteligente pero coqueta, honesta y deshonesta, en que quiere prestigio y fama al mismo tiempo. Veo en contraste a su hermana, Valeria Bruni Tedeschi, entrada en carnes, fea a la primera mirada y progresivamente más misteriosa, sensual, feliz, empeñada en una carrera de actriz secundaria cada vez más valorada en películas modestas y divertidas.
¿Por qué le pido a Carla Bruni la carrera apagada y divertida de su hermana Valeria? ¿Por qué no puedo admitir su éxito como algo sano?¿Por qué le perdono a Sarkozy lo mismo que no le perdonó a su mujer? ¿Por qué se le llama brujas a las mujeres narcisistas y genios a los hombres ególatras? Sin duda hay mucho machismo en ese juicio mío. Mucho de trauma también, de haber pasado demasiadas noches esperando que mi amada llegue ocho horas tarde, o que juegue solitario en el computador o no se decida entre cinco novios que la aman en cinco continentes distintos. Todas cosas que les perdono a mis amigos porque hay en todo narcisista una herida infancia que al final da más pena que rabia. El narcisismo masculino tiene sus reglas y su límite, que es la muerte. Carla Bruni es inmortal, es decir imperdonable. Sarkozy está jugando, pero la pasión y el horror que engendra Carla Bruni son siempre serios. Sarkozy sabe meter la pata, equivocarse, hacer el ridículo lo suficiente para que podamos a fuerza de caricaturas quererlo y perdonarlo. Se somete a sus electores, su omnipotencia está a merced del más mediocre de los electores. El agua en que mira su rostro está sujeta a permanentes movimientos que lo deforman.
Un hombre ambicioso es un perdedor que gana. En el hombre el narcisismo puede ser cómico, es decir perdonable. La ambición de las mujeres, misteriosamente, nunca da risa. La vanidad de ellas es, por razones contrarias pero coherentes, sentida por los hombres y por las mujeres como una amenaza. Nos gusta la generosidad en los hombres pero no se la exigimos. A las mujeres, la naturaleza misma, la biología o la evolución –como usted prefiera–, les ordenan desdoblarse en otro, convertir el yo en plural. La mujer es el territorio del otro, de los otros. Cuando quiere ser sólo sí misma, sentimos que se acerca a nosotros el viento del desierto. Por más hijos que tenga, por más buena madre que sea, una mujer que sólo sabe gustar se pierde la mitad de lo que realmente importa en ellas. Una mujer que se concentra en el presente inmediato de la foto, de la fama, corta nuestros puentes con el futuro, con la lección más grande que recibe un ser humano: que el otro es parte de ti, que otro ser puede importarte más que tus mismos brazos, piernas, alma.
Carla, que no es hija de su padre, tuvo que dejar Italia de niña de un día para otro por miedo a las brigadas rojas. Todas cosas que me deberían ayudar a comprenderla, todas cosas que en sus hermanas narcisistas me enganchaban mortalmente antes, y que no me afectan ahora. Estoy libre de ese terrible encanto que lleva a amar a las personas por lo que les falta, a apasionarse por lo que les quitaron, a querer devolverles lo que tampoco tú tienes, lo que también perdiste. Comprendo la herida de Carla, pero ya no me apasiona. Sólo me asusta, porque sé que puede contagiarse no sólo a sus amantes, sino a sus hijos. Porque, con todo el injusto machismo que esto implica, espero de las mujeres siempre una entrega más, porque temo que sin esa entrega no sólo su amante va a sufrir sino la tribu y la especie. Los hijos marcados por el dolor de la madre, y los nietos por generación y generaciones.
– Rafael Gumucio
(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.