Posibilidades estéticas del apetito irascible

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¡Todaví­a estoy vivo!

Es el último parlamento de Calí­gula, y de la pieza, en la obra de Camus, de ese nombre. Pese a llevar exclamaciones, aventuro que el actor debe pronunciarlo despacio y sin gritar, porque se trata de una última amenaza del emperador loco, y las amenazas son más alarmantes no cuando se enuncian a gritos, sino con frí­a e inamovible resolución. El alacrán no murió del golpe, aún se mueve: ¡Todaví­a estoy vivo! equivale a ¡aún soy peligroso!.

El parlamento me admira y a la vez me disgusta. Como ocurre casi siempre con lo que escribe Camus. ¿Por qué? Bueno, porque le falta austeridad a la frase. Nadie habla así­, y le sobra solemnidad. La solemnidad oculta casi siempre estrategias de sojuzgamiento.

¡Nadie habla así­!, reprendí­a el grandí­simo cineasta John Ford a Mauricio Magdaleno, al tiempo que le tachaba parlamentos durante el rodaje de El Fugitivo, versión fí­lmica de El poder y la gloria de Greene, cuya adaptación hizo Magdaleno y cuya fotografí­a es de Figueroa (sólo faltó el ¡Indio! Fernández para completar el trí­o dinámico del cine nacional). Un parlamento eliminado, me contó Mauricio, decí­a, por ejemplo, ¡Me voy a acordar de ti el dí­a que me muera!. Ford se apresuró a sacar el lápiz y suprimirlo alegando ¡No, esto no va, nadie habla así­!.

En frases como la de Camus o de Magdaleno, el escritor trasparenta al mismo tiempo emoción y deseo de lucimiento, y eso vuelve el escrito ¡poético!, en el mal sentido, esto es, a la vez irreal y edulcorado. Por eso Camus mereció todo el peso de la censura del seco y fundamental José Pla, y pudo haber sido presa de la ira de los grandes rastreadores de sacarina sentimental que fueron los surrealistas.

Pero la mejor cólera surrealista es la inmotivada. Es una delicia. Max Aub pregunta a Buñuel en su libro de conversaciones:

-¿Qué instrumento [musical] te gusta más?

Y Buñuel se apresura a responder:

-“Cualquier cosa que no sea el violonchelo. A mí­ Casals me parece una mierda, puedes decirlo…

El ataque es inesperado, y al parecer por completo acausal: eso es lo que lo hace tan regocijante. Esta gratuidad, tan surrealista, contiene en germen el genio de Buñuel, que es enorme, de la misma manera que La Edad de Oro, segunda pelí­cula surrealista de Buñuel (con una pizca de Dalí­), guarda larvados los desarrollos posteriores de su cine.

La Edad de Oro suele asociarse, como acabo de hacer, a El perro andaluz, pero en realidad se trata de obras muy diferentes. El Perro es una sucesión de imágenes maravillosas, un inigualado e inigualable poema sin palabras. La Edad de Oro, aunque menos genial, es ya más articulada como pelí­cula. Sobre todo por la brillante agresividad inmotivada: se patea sin ninguna razón a un ciego que va pasando, se caza a un niño gordito con una escopeta (por una nimiedad), se abofetea a una señora de sociedad en una fiesta piripiti en casa de un conde porque vierte, sin querer, unas gotas de oporto en la mano de un invitado…

Este uso estético del apetito irascible lo debemos al surrealismo y sólo a él. Claro que los surrealistas de casta llevaban este procedimiento artí­stico a la vida diaria. He aquí­ un ejemplo entre mil. ¡Todo empezó por una metedura de pata! “escribe Buñuel“ […] yo dije que lo que más me repugna de una mujer es que tenga los muslos separados […] Al dí­a siguiente vamos a bañarnos [a nadar] y observo que los muslos de Gala [la que serí­a mujer de Dalí­, entonces, aún mujer de í‰luard] son como los que yo habí­a dicho detestar […] [Gala le da la razón a Dalí­ en una discusión baladí­ con Buñuel] Y después del almuerzo, durante el que bebimos mucho, Gala volvió a atacarme, no recuerdo exactamente por qué. Yo me levanté bruscamente, la tiré al suelo y la agarré del cuello. La pequeña Cécile [hija de Gala y í‰luard] echó a correr. Dalí­, de rodillas, me suplicaba que perdonase a Gala. Yo, aunque furioso, seguí­a siendo dueño de mí­ y sabí­a que no la matarí­a. Lo único que querí­a era verla asomar la punta de la lengua entre los dientes. […] Después me contaron que en Parí­s í‰luard nunca salí­a de su casa sin llevar un pequeño revólver con empuñadura de nácar, pues Gala le habí­a dicho que yo querí­a matarla.

Matarla, no. Bastarí­a que asomara la punta de la lengua entre los dientes: serí­a suficiente con eso. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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