Racismo a la mexicana

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Ya se sabe que la exaltación de las identidades suele acompañarse de altas dosis de cursilería. Algunos presidentes mexicanos han exhibido una especial inclinación por las fanfarrias ramplonas y entre todos ellos acaso fue José López Portillo el que llevó la cursilería a niveles verdaderamente sublimes. Como se sabe, el tema indígena y el de las culturas prehispánicas le llegaban al corazón. En 1980 lanzó al aire un fogoso discurso de inauguración del Centro Ceremonial Otomí en Temoaya, una de las construcciones más ridículas que hayan proyectado los ingenieros de almas de este país. En esta obra, declaró el presidente cuando se inauguró, “se encierra el profundo significado en el que se encubre el alma otomí, idéntica al alma de todos los hombres de América”, y que aspiran “a trabajar aquí, para liberarse, para ser independientes, para ser dignos, para ser ellos mismos… eso quisieron los otomíes, eso quisieron y quieren todas nuestras razas, eso queremos ahora todos los mexicanos”. Pero, como se verá, unos años antes López Portillo estaba convencido de que en los americanos había unas almas más idénticas que otras.

Este presidente tenía concepciones muy peculiares de las razas humanas. Vale la pena viajar a su pasado, cuando tenía 23 años y publicó en la revista Cuadernos Americanos uno de los ensayos más abiertamente racistas que se hayan escrito en México. El ensayo se titula “La incapacidad del indio” y se publicó en el número de enero-febrero de 1944 (año III, vol. XIII, pp. 150-162). Es un texto revelador de las ideas que impulsaron a quien nos demostraría muchos años más tarde su incapacidad de gobernar.

López Portillo anuncia desde el comienzo que cuando se habla de incapacidad del indio ello no equivale a admitir su inferioridad racial. Pero su argumentación es completamente racista. Afirma que existen las razas, aunque ninguna es inferior: “Todas tienen su finalidad propia, como entre la equina los finos caballos de carrera y los toscos frisones tienen la suya” (p. 150). Después de esta desafortunada metáfora zoológica, se refiere a “la demostrada esterilidad del indio en talentos” y se mete a hacer la más absurda comparación estadística de la creación de genios según las razas. Su conclusión es que los europeos y los asiáticos tenían “una libertad y una profundidad espirituales de que careció el indio” (p. 156).

Véanse las siguientes perlas del juvenil intelecto lopezportilliano: “Los númenes indios, habitantes de cielos que eran infiernos, nacidos de las mentes de una raza pobre y hambrienta” (p. 156). Los códices le producen “horror y espanto”, las esculturas son “ídolos deformes y grotescos”, “figuras horrendas y embrolladas que los conquistadores llamaron, con muy justa apreciación, ‘bultos’” (p. 157).

Y después viene una explicación “científica”: a causa de la agricultura rudimentaria, los indios sufren de “debilidad muscular, compensada en parte por la increíble resistencia de los autóctonos, que es cualidad racial […] su organización política es defectuosa” (p. 158). Y una frase que seguramente conmoverá a Miguel León-Portilla: “no pudo florecer la literatura, lo que equivale a decir que tampoco surgió la filosofía” (p. 159).

Agregó otras suculentas apreciaciones dirigidas a los lingüistas y a los neurólogos: “Los idiomas indios son tan embrollados y complicados como los ‘bultos’ de los dioses”; son “fruto natural de conceptos mentales incompletos”. “Todas las modalidades de la cultura india, practicadas en el decurso de incontables generaciones, deben haber producido en el cerebro indígena pesada carga racial, inaplicable desde la Conquista y para siempre; memorias nebulosas, vueltas ya instintos, deseos, anhelos, impulsos congénitos con el ser y enteramente inútiles ya”. No dejó de referirse al manido tópico de la tristeza del indio, y afirmó que “el indio es resignado por atavismo” (p. 160).

Después de describir el cataclismo de la Conquista, dice: “Es lógico que la raza que sufriera tan tremendo colapso, tal hundimiento de todo lo sabido y creído, quedara estupefacta y paralizada”. “Es natural que necesite que muchas generaciones mueran en el limbo del asombro, para que las memorias raciales se borren de las mentes; para que los nuevos idiomas se introduzcan como propios en los cerebros, y sirvan para expresar las nuevas cosas” (p. 161).

Sin embargo, el futuro presidente de México balbucea algunas conclusiones que intentan ser optimistas, aunque más bien resultan patéticas: “Los indianistas irreflexivos que tratan ahora de resucitar el uso de lenguajes ya muertos, o condenados a morir por ser absolutamente inadecuados a la situación presente, sólo logran retardar el momento en que el indio, liberado ya de la carga que los recuerdos inconscientes de una situación de dolor representan para él, asuma conscientemente papel activo en la nueva cultura a que se trata de incorporarlo”.

Y la puntilla final: “Mas porque su cultura haya sido coja, deforme y sombría, no podemos inferir que el indio esté condenado irremediablemente a la inferioridad, si entra en otra [cultura] más pura y amplia” (p. 162).

José López Portillo

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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