En abril de 1951, la embajada de México en Francia encargó al primer secretario Octavio Paz que se trasladase a Cannes porque se presentaba en el festival una película apoyada por el gobierno. Paz aceptó sin decir, claro, que su misión secreta –apoyada por los productores– sería apoyar a la otra película mexicana, la de Buñuel, Los olvidados, a la que el gobierno de Miguel Alemán había declarado película non grata y “ofensiva a la dignidad” de la patria. Ofendía, escribirá Paz años más tarde, al nacionalismo oficial, por un lado, y al realismo-socialista de las (tradicionales) fuerzas progresistas. A pesar de carecer de apoyo oficial, la película entró al concurso por invitación directa de los organizadores.
Paz había llegado a la embajada en París en 1945. En 1947, José Gorostiza –alto poeta y diplomático laborioso y eficiente– lo había ascendido a segundo secretario y encargado dos tareas: las cuestiones culturales y las relativas a los refugiados de la Guerra Civil. Ya he narrado en mi libro Poeta con paisaje la trayectoria diplomática de Paz, desde sus labores de mandadero en 1944 en el consulado de San Francisco, California, hasta su honrosa renuncia a la embajada de México en la India en 1968. Comenté ahí, muy de paso, aquella misión en Cannes (que, por cierto, dio al canciller Torres Bodet un motivo más de inquina con su subordinado: la simpatía de Paz hacia Argelia ofendía su radical francofilia).
Paz –que conocía a Buñuel desde 1937, cuando Neruda los presenta en España– había visto Los olvidados con André Breton y otros amigos, poco antes, en función privada. Cuando llegó a Cannes descubrió que no había folletos ni publicidad ni nada para la presentación del filme. Buñuel estaba en México y lo representaban Gabriel Figueroa y Rodolfo Halffter, autores de la fotografía y la música, que poco podían hacer por la promoción. Para publicitar la obra y divulgar su relieve, Paz organiza entonces velozmente a sus amigos, los poetas Benjamin Péret y Jean Cocteau (que también, claro, hace cine), el pintor Marc Chagall, a quienes les pide que hablen de Buñuel ante la prensa; Paz busca a su amigo Jacques Prévert, quien escribe un poema alusivo, y Paz mismo, de una sentada, escribe su emotivo ensayo “El poeta Buñuel”. Encuentra en Cannes un mimeógrafo e imprime un folleto con el poema y el ensayo que reparte entre los asistentes a la función. “Estoy orgulloso de pelear por usted y su película” –le escribe a Buñuel antes del concurso–. “Vuelven un poco, gracias a Los olvidados, los tiempos heroicos.” Su artículo y el poema de Prévert aparecerían luego en la prensa francesa y, gracias a Buñuel y a Fernando Benítez, en la mexicana.
La respuesta del público fue muy positiva y terminó entre los difíciles aplausos de Cannes. No obtuvo el Gran Premio (que fue para Vittorio De Sica), pero sí muy buena prensa en la Francia liberal. La comunista de L’Humanité estuvo de acuerdo con el gobierno de México y sentenció que era “una película negativa”; el crítico exsurrealista y neoestalinista Georges Sadoul juzgó que Buñuel había “desertado” del realismo para caer “en las aguas negras del pesimismo burgués”. A Paz le parecía que la película contenía el “desenlace” del surrealismo, pues lograba juntar al relato tradicional “las imágenes irracionales que brotan de la mitad obscura del hombre”.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
Que las dos mitades, la obscura y la luminosa, se hayan reunido en esa noche de concurso en Cannes justifica con creces el recién aparecido volumen del Fondo de Cultura Económico que reúne los documentos de esta historia: Luis Buñuel, el doble arco de la belleza y la rebeldía. Por si fuera poco, antes de la película, corre un precioso cortometraje, en forma de prólogo, de José de la Colina.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.