La figura de Alfonso Reyes es a un tiempo fantasmal y abrumadora. Por una parte, Reyes es el autor de una obra inmensa y múltiple que contiene, entre sus miles de páginas, algunos de los ensayos, cuentos y poemas canónicos de la literatura mexicana; por la otra, es un escritor tan amplio y diverso que parece carecer de un núcleo preciso, de un texto emblemático capaz de representar todo su corpus, de una obra maestra bajo la cual puedan coincidir devotamente las nuevas generaciones de lectores. En cierto sentido, esa función de texto axial ha sido desempeñada, de un tiempo para acá, por un singular ensayo de juventud, “Visión de Anáhuac (1519)”, escrito en 1915, cuando Reyes tenía apenas veintiséis años y empezaba un exilio de una década en Madrid.
A estas alturas es ya imposible leer, de veras leer, “Visión de Anáhuac”. Sencillamente no hay manera de volver atrás y toparse, de golpe, con este texto tal como fue publicado por primera vez en San José, Costa Rica, en 1917: un texto nuevo, aislado, libre aún de su problemática condición de clásico. Hoy “Visión de Anáhuac” está ya inserto en una abultada trama de lecturas, críticas y reescrituras que lo han resignificado una y otra vez y que lo han incorporado, deformándolo, en debates sobre, por lo menos, el latinoamericanismo, el hispanismo, la Conquista y la Revolución. De hecho, “Visión de Anáhuac” es hoy ya todo eso: no solo las veintipocas páginas publicadas originalmente sino también las lecturas que ha soportado, las reescrituras que ha padecido, los años que han corrido.
Ahora, si de verdad fuera posible remontar todos esos años y llegar hasta el texto original, tampoco nos toparíamos con un material nítido y unívoco, dotado de un significado listo para ser desentrañado. La naturaleza misma del texto es ya compleja. ¿Qué es “Visión de Anáhuac”? ¿Un ensayo, un poema en prosa, una estampa histórica o un texto político que habla sobre la situación de México en 1915 mientras finge hablar sobre 1519? ¿Las cuatro partes en que está dividido se sitúan en 1519, año en que las huestes de Cortés desembarcan en México y llegan hasta Tenochtitlán, o van y vienen entre ese pasado y el presente en que el texto está escrito? ¿Sus páginas describen líricamente las costumbres, la vegetación y los paisajes de la capital mexica unos días antes de ser asolada por los españoles, o reconstruye la visión que los conquistadores tenían de esa tierra? ¿El texto adopta el punto de vista indígena y lamenta la desaparición de la cultura azteca, o adopta la perspectiva contraria y admira la presencia de los españoles en América? En todos los casos es imposible saberlo con certeza: el texto no tiene una respuesta enfática para estas preguntas o, mejor, tiene muchas respuestas, diversas y contradictorias. Es uno, el lector, el que responde al final esas interrogantes y arrastra el texto hacia un lado u otro. Así, cualquiera que asegure haber desprendido un sentido de este texto miente: él mismo ha depositado ese sentido ahí. Como señalaba Adorno, “la interpretación no puede extraer nada que la interpretación misma no haya introducido”.
Si “Visión de Anáhuac” es un texto elusivo es, en parte, porque tiene algunos de esos rasgos que el mismo Adorno identificaba en el ensayo: una escritura informe, “crítica del sistema”, “radical en el no radicalismo, en la abstención de toda reducción a un principio, en la acentuación de lo parcial frente a lo total, en lo fragmentario”. Es elusivo, también, justo por lo contrario: porque en vez de adoptar el recurso retórico típico del ensayo, la argumentación, opta por otro, la descripción. Basta leer los primeros párrafos de “Visión de Anáhuac” para notar que Reyes, en lugar de sentar alguna tesis, describe las estampas contenidas en la “peregrina recopilación” Delle Navigationi et Viaggi de Giovanni Battista Ramusio. Basta avanzar otro poco para constatar que, en vez de adoptar un solo punto de vista, se oculta detrás de varias voces, cita a distintos autores (Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, fray Manuel de Navarrete, Alexander von Humboldt) y va de una perspectiva a otra. Al revés del grueso de los ensayistas, Reyes argumenta poco y hace todavía menos por persuadirnos. Antes que discutir, ilustra: detalla paisajes, vestidos, alimentos. Es como si el texto aspirara menos a la condición de ensayo que a la de imagen. En cierto sentido, “Visión de Anáhuac” es ya eso –una imagen al interior del archivo mexicano– y, como toda imagen, es neutra: un elemento que, para significar, debe ser incluido en un discurso ideológico.
De un tiempo para acá se ha intentado incluir “Visión de Anáhuac” dentro de ciertos discursos posmodernos. Todavía más: se ha pretendido descentrar la figura de Reyes, firmemente ubicada en el centro del canon mexicano, y acercarlo a teorías precisamente opuestas a la idea de un canon universal y humanista –el posestructuralismo, el poscolonialismo, los estudios culturales. (Véase, por ejemplo, el potente ensayo “Alfonso Reyes y ‘el duelo de la historia’” de Ignacio Sánchez Prado [Armas y Letras, núm. 55, 2006]). Aunque ese Reyes belicoso y poscolonial resulta bastante más atractivo que el Reyes humanista y bonachón que se estila en las historias de la literatura mexicana, no termina de parecer del todo convincente. Hay algo en Reyes, y particularmente en “Visión de Anáhuac”, que se resiste a ser colocado dentro del bando poshumanista. Ese algo es Reyes mismo –o más bien: su temperamento apolíneo, arielista, que, por una parte, lo aleja del nacionalismo mexicano y del tropos de la América salvaje y, por la otra, lo ata a un cierto conservadurismo político y lo opone a todo desorden social, en particular a la Revolución que tiene lugar en México mientras él escribe su “Visión”. Fascinado con la templanza del Valle de México, la Revolución se le presenta a Reyes como un acto dionisiaco, calibánico, que atenta contra el supuesto equilibrio del paisaje. Mientras él elogia los esfuerzos del ser humano por someter la naturaleza a un orden, la Revolución actúa en sentido contrario: destruye las formas, revienta los moldes, reinstaura el caos. En tanto él advierte que, “de Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de este a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra”, los revolucionarios dinamitan los diques y provocan flujos sociales incontrolables. “Cuando los creadores del desierto acaban su obra –lamenta Reyes–, irrumpe el espanto social.”
El temor de Reyes a todo conflicto social y político no solo se transparenta en esa metáfora: está latente en la estructura misma de “Visión de Anáhuac”. Ya la selección del tema es sintomática: para registrar el encuentro de los mexicas y los españoles Reyes elige el año de 1519 y no el de 1521, cuando suceden los enfrentamientos más violentos y unos someten a otros. Elige los momentos previos al encuentro, el instante en que los españoles miran desde lejos la ciudad de Tenochtitlán, y no el momento posterior en que unos y otros entran en contacto. Elige no la lucha entre los dos bandos sino los albores de la batalla, los últimos instantes de orden. No solo selecciona ese momento: lo fija en imágenes, como si quisiera impedir que transcurriera y dieran inicio las hostilidades. Imágenes, además, que capturan menos la estructura social de Tenochtitlán que su vegetación y paisaje. Imágenes que, como se quejaba Susan Sontag de las fotografías, son capaces de registrar las cosas, pero no los procesos sociales que dieron origen a las cosas.
El mismo recelo ante el conflicto se manifiesta en otro elemento de “Visión de Anáhuac”: la despolitización de los sujetos que aparecen en el texto. Como Cortés y los españoles que lo acompañan son contemplados poco antes de violentar la ciudad mexica, mientras observan a lo lejos los palacios y los lagos, no aparecen como conquistadores sino como viajeros fascinados con lo que miran. Por medio de una complicada pirueta intelectual, son desprovistos de su capacidad de agencia y emergen como meros espectadores. En el mismo sentido funciona la única cita literal que se hace de un texto de Cortés: Reyes selecciona una expresión casual de las Cartas de Relación (las mieles de maíz y maguey, “¡mejores que el arrope!”) e ignora los repetidos pasajes violentos y racistas incluidos allí, con lo que Cortés aparece menos como la cabeza de los conquistadores que como un cronista fascinado con las costumbres americanas. Algo semejante ocurre cuando el texto se ocupa de Moctezuma: Reyes se demora imaginando su ropa y sus palacios. En uno y otro caso la política se esfuma y ambos sujetos, como el resto de los que cruzan el texto, se vuelven elementos de una composición poética, simples trazos de una imagen coherente y armónica.
El problema, al final, no es solo que esas estrategias retóricas tiendan a borrar el conflicto y la violencia de aquel 1519. Es, sobre todo, que aíslan a Reyes de lo que ocurre en México en 1915: de un lado, el paisajista y el transparente valle que advierte; del otro, la morena multitud que se obstina en irrumpir en el paisaje y volverlo un campo de batalla. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).