Seguir siendo de izquierda

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Haber sido comunista

¿Qué significa ser de izquierda, hoy? Pregunta clara e imprecisa a la vez. Clara porque sin duda es bastante fácil hacer un catálogo de los modos de ser de izquierda. E incluso una distinción entre maneras de hacer –o de no hacer– porque siempre habrá una brizna de imperativo categórico en tales terrenos.

Hay, en efecto, cosas que no se pueden hacer. En ningún caso, y suceda lo que suceda.
Por ejemplo: no se puede colaborar en Le Figaro Magazine después de haber roto (muy justamente: ¡gracias otra vez, bravo!) con la estrategia conservadora, bajo el fraseo de ultraizquierda, del Partido Comunista Francés de Georges Marchais. Ni tampoco se puede escribir, sobre todo si se tiene un pasado de compromiso militante, que “los servicios de información, la cia o el sdece, son menos anticomunistas que el intelectual de izquierda medio, porque aquellos tienen informaciones reales…”, para concluir: “Los hombres de Estado burgueses tienen una visión menos histérica de las cosas, contrariamente a los intelectuales que no viven más que de símbolos. En este sentido, francamente, prefiero Marcellin a Sollers.” Cuando se escriben estas líneas (Change, núm. 38, octubre de 1979), francamente, uno se sitúa en la extrema derecha del pensamiento y del sentimiento: nunca se puede, bajo ningún régimen, preferir un ministro de la policía a un escritor, aun cuando este fuera inconsecuente, veleidoso y acostumbrado a dar los cambios más imprevistos.

Podríamos seguir así durante mucho tiempo. Hay todos los días en publicaciones llamadas de izquierda frases de hombres que se creen de izquierda y exhalan el más nauseabundo olor retrógrado.

Pregunta imprecisa, sin embargo, si no sabemos a quién se plantea. Si no sabemos quién la responde. Cuando nunca se ha sido comunista, por ejemplo; o si se ha sido comunista mucho tiempo (¿pero en qué época?, ¿con qué responsabilidades?, ¿a nombre de qué?); o bien cuando nunca se ha sido estalinista por no tener la edad entonces, pero se ha sido maoísta (lo cual es aún peor, a fin de cuentas), la pregunta no implica los mismos problemas. Solo en un caso la pregunta no implica ninguno: si todavía se es comunista, o se es comunista reciente (porque sigue habiendo afiliaciones al pc, aunque esto nos parezca difícil de imaginar, olvidadizos que somos, por estar ya curados de esa enajenación, de las razones desrazonables que antaño nos empujaron a ello, puesto que no todo el mundo tiene la buena suerte –o el mérito– de ser huérfano de partido). En este caso, ser comunista y ser de izquierda es una y la misma cosa según la transparencia radiante de una buena conciencia totalmente opaca respecto a sí misma y ciega ante lo real. Fuera del contexto biográfico, en suma, la respuesta a esta pregunta corre el riesgo de ser vaga. O insignificante.

Estamos entonces obligados, por afán de claridad, a comenzar por lo que hay en el mundo de más oscuro y turbio, o por lo menos confuso: por aquello que se ha vivido. Sin embargo no se trata de contar nuestra vida, por mucho interés que tenga un resurgimiento del yo bajo el anonimato de las experiencias políticas aplanadas por un discurso monolítico. Se trata de mostrar cómo lo vivido y lo conceptual se articulan, en una experiencia política y cultural del siglo xx (que en lo esencial no es el siglo de la conquista del espacio; ni de las nuevas fuentes energéticas; ni de ninguno de los decisivos descubrimientos de la revolución científica y técnica –decisivos, por lo menos, para la brutal reestructuración en curso del mercado mundial, de la división internacional del trabajo y la conmoción de las fuerzas productivas del capital social–, sino, me parece, el siglo del fracaso planetario de la revolución comunista).

Entonces la pregunta sobre una actitud de izquierda, hoy, debe ser planteada ad hominem para que sea precisa. Yo, de 57 años de edad, español de nacimiento, cosmopolita por vocación, bilingüe y decidido a seguir siéndolo, hipopreparatoriano a los diecisiete años en el Liceo Henri IV, detenido en el maquis de Borgoña a los diecinueve, y habiendo festejado luego mis veinte años en Buchenwald, comunista desde 1941, permanente del Partido Comunista Español en 1952, negándome a quemar a Kafka y a gustar de la pintura de Fougeron, y sin embargo ideológicamente estalinizado, metido gustosamente en la clandestinidad antifranquista durante diez años, miembro de la dirección del mencionado pce a partir de 1956 –en la efímera onda de la desestalinización burocrática– bajo el pseudónimo de Federico Sánchez, excluido en 1964, escritor desde entonces, con cinco libros publicados y cinco guiones cinematográficos escritos, yo, pues, en 1981, ¿por qué digo todavía que soy de izquierda?

Intentemos explicarlo.

Moscú, 1960

En Moscú, en agosto de 1960, el palacio en el que instaló su sede el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética tenía una fachada de un rosa un poco tirando a ocre, si recuerdo bien. Salvo que fuese de un verde pistacho vaporoso. De un color, en cualquier caso, que recordaba el origen italiano de los arquitectos que antaño construyeron el monumental corazón de la ciudad.

En la sala del edificio del Comité Central había una larga mesa, un tapiz verde. Jarras de agua, lápices, blocs de notas. Ningún cenicero, porque se prohíbe fumar: el camarada Suslov al parecer no soporta el olor del tabaco. Las delegaciones –fraternales, como se debe– penetran en la habitación. De un lado, los representantes del Partido Comunista de España: Dolores Ibárruri, la “Pasionaria”, presidenta del mismo; Santiago Carrillo, secretario general, y los miembros del Comité Ejecutivo: Enrique Líster, Ramón Mendezona y Federico Sánchez. Este último: yo mismo, si recuerdo bien.

Del otro lado, en torno a Suslov –alto, delgado, gafas de acero, rebeldes mechas de cabellos blancos– estaban el inamovible Ponomarev y unos cuantos funcionarios de la Sección Extranjera del pcus. Boris Ponomarev, encargado hoy de controlar los partidos comunistas del mundo occidental, tarea cada vez más ruda, está allí desde los años treinta: uno de los niños vagabundos o bez-prizorni que salió de la marginalidad y se convirtió en el brazo derecho de Dimitrov, con su aspecto de burócrata minucioso, experto en el arte de nunca tener una idea personal que difiera de la línea oficial, sean cuales sean las modificaciones o los cambios bruscos.
Tras las zalemas protocolarias, vamos al grano. Y este grano, en los momentos de bonanza ideológica de los “partidos hermanos” concernidos, consiste llanamente en un intercambio ritual de informaciones sobre las políticas respectivas. Luego de esto se publica un comunicado en el cual se habla de la unidad de puntos de vista, de la cordialidad de la conversación, amén.

Carrillo es el primero que toma la palabra: honor al invitado. En cuarenta minutos, aproximadamente, resume las líneas esenciales de la estrategia del pce: luchas pacíficas de masas; utilización de las posibilidades legales, aunque sean estrechas; política de amplias alianzas antifranquistas, etcétera. Una estrategia, como todos pueden suponer, inspirada por las conclusiones del xx Congreso del pcus. Si hemos de remontarnos más lejos, proviene también, parcialmente, de los consejos que Stalin mismo en 1948 dio a una delegación del pce de la cual formaban parte dos de los dirigentes ahora presentes: la Pasionaria y Carrillo. En fin: Suslov no se entera de nada nuevo escuchando al secretario general del pce. Ninguna sorpresa es posible: ya conoce muy bien las premisas y los resultados de la política que Carrillo expone.

Sin embargo, apenas Suslov ha tomado la palabra, apenas se ha congratulado en unas cuantas frases estereotipadas de la correcta estrategia del pce, inicia otro discurso con una línea en total contradicción. Durante más de una hora proclamará a la delegación española que un partido comunista no puede fundar su estrategia exclusivamente sobre una línea pacífica, sobre una perspectiva de avanzada democrática. Que siempre hay que estar preparado –y no solo en el plano teórico, sino además materialmente preparado– para cambiar de caballo en medio de la carrera y emprender una línea de lucha violenta, armada si es preciso, e incluso insurreccional. Manipulando todos los tópicos leninistas sobre la lucha de clases, el imperialismo, la necesidad de quebrar el aparato del Estado burgués, Suslov nos endilga la lección en un tono radical. (Hoy, cuando se me ocurre leer las interminables, indigestas resoluciones de la Dirección Estratégica de las Brigadas Rojas, me parece reconocer en ellas un eco –delirante sin duda, por haber perdido todas las articulaciones operatorias sobre lo real, pero un eco, sin embargo– de aquel viejo discurso marxista-leninista, izquierdista, de Suslov.)
No me propongo ahora analizar las posibles motivaciones de aquella diatriba de Suslov en el contexto del conflicto latente, en el interior del grupo dirigente de Jruschov, sobre todas las cuestiones de la desestalinización. Tampoco examinarla en función de las divergencias con el Partido Comunista Chino, con el cual el conflicto se exaspera y se hace abierto –por lo menos en las esferas de iniciados del movimiento comunista– durante este verano de 1960 precisamente.

 Mi propósito no es tampoco mostrar qué consecuencias ha tenido esta proclamación de fe de Suslov sobre la historia interna del pce. Han sido muchas, pero este es otro asunto.
Lo que me propongo es más limitado. Y también más personal. Porque ese día de agosto de 1960, en el húmedo calor de Moscú, señala una etapa decisiva –final, a decir verdad– en el proceso que me llevaría a comprender la condición verdadera de la burocracia política soviética. Decisiva igualmente para mi toma de conciencia del prodigioso trastocamiento de los valores de “izquierda” y de “derecha” que caracteriza a la historia del bolchevismo.

En efecto: bajo una fraseología de “izquierda”, Suslov nos exigía estar dispuestos a adoptar la política más retrógrada, pues habría aislado al pce, roto o hecho precarios sus lazos aún existentes con las masas, relegándolo al gueto de todos los dogmas. Y esto, como en 1929 (clase contra clase), como en 1939 (pacto germano-soviético), como en 1947 (Kominform), en el interés exclusivo de un posible cambio de la diplomacia soviética según los intereses del Estado ruso. Y bien, no hay en el mundo nada más reaccionario –volveré sobre esto, claro– ni más a la derecha que el Estado ruso (o soviético) actual.

Una ideología de legitimación

“¿Pero qué dice usted? ¿1960? ¿El verano? ¿No es demasiado tarde para tomar conciencia de estas triviales verdades que enuncia usted con tono de haberlas descubierto? ¿Todo esto no había sido dicho, analizado, conceptualmente elaborado, mucho antes de 1960?”

Oigo, pues, susurros de indignación. Y risas sarcásticas. Sin duda la ocasión es buena para aclarar las cosas. Sí, 1960 es realmente demasiado tarde para tomar clara conciencia de la naturaleza de la sociedad soviética, a través del espejo de su clase dirigente. Pero una toma de conciencia de este género siempre llega demasiado tarde, en relación con las posibilidades objetivas de información crítica y con las necesidades de una visión realmente de izquierda, cuando se milita en las filas del movimiento comunista.

La práctica militante produce, en efecto, inevitablemente, una ideología de legitimación que enmascara lo real y forma una pantalla. La idea de una práctica colectiva, es decir fuertemente orgánica, institucionalizada (incluso si suponemos el tipo más flexible de organización), capaz de cuestionarse constantemente, es solo un sueño beato. Toda organización militante inspirada en el marxismo exuda esa ilusión de una transparencia y de un intercambio dialécticos entre la teoría y la práctica, como el hígado secreta la bilis, según dicen los positivistas. Romper con esta ideología, cubrir el retardo sobre lo real, exige ante todo romper con la organización. Y este es un asunto que depende hasta tal punto de circunstancias biográficas e históricas que no se puede deducir de él ninguna regla. Ni, sobre todo, cargarlo con criterios morales a priori. Así, lo esencial no está en saber cuándo fulano o mengano ha roto con la mistificación de las organizaciones que se proclaman marxistas, sino ver hasta dónde habrá ido en este camino de ruptura. Porque hay quienes no van lejos, quienes tienen poco aliento, es verdad.

Claude Lefort, uno de los pocos intelectuales franceses de izquierda que no estuvo retardado acerca de estas cuestiones, sino más bien adelantado a la conciencia de su tiempo, ha escrito en su ensayo sobre Solzhenitsyn (Un hombre de más) que “el itinerario de las personas no está aquí a juicio. Entre aquellos que, fuera de las filas del partido, han hecho del nombre de la urss un bastión contra la inseguridad, como entre aquellos que militaron y se comprometieron hasta muy lejos, se encuentran los que abandonaron su fe cuando se produjo el golpe de Praga, y otros en el momento del proceso Slansky o el caso de las Blusas Blancas, otros que esperaron hasta la insurrección húngara, las revueltas de Polonia o la entrada de los tanques rusos en Budapest, o incluso, mucho más tarde, la intervención de estos en Checoslovaquia. En cada uno la experiencia sigue un trayecto que los acontecimientos del mundo no determinan sino de muy lejos”.

Podríamos prolongar esta enumeración de Lefort, hablar de Afganistán, por ejemplo. O predecir que la política exterior soviética no dejará, si sobrevivimos en los años que vienen, de dar otras razones de toma de conciencia y de ruptura a otras generaciones de militantes o de intelectuales simpatizantes. Pero lo esencial, ahora, está en la frase final del párrafo de Lefort citado: “Lo que, por lo contrario, plantea un problema –decía– es el fenómeno social de negación de los hechos relativos al universo soviético.”

Esto es, en efecto, lo que plantea un problema, y sin duda el problema esencial de todo pensamiento de izquierda: su generalizada incapacidad de concebir, o bien su voluntad de no concebir, la realidad social de la urss, su naturaleza opresiva, su tendencia objetiva a la expansión imperial.

Trotski, antes de Stalin…

En enero de este año (1981), en Barcelona, durante el v Congreso del psuc (partido de los comunistas catalanes) un delegado obrero gritó, para justificar la intervención soviética en Afganistán: “¡No olvidéis nunca, camaradas, que detrás de los tanques llegaron los tractores y las campañas de alfabetización!” La exclamación, dejando aparte que no se atiene a ninguna realidad, que no traduce sino una pía ilusión, es profundamente reveladora. No solo de una situación de hecho en el comunismo hispánico –cuya crisis actual, en toda su complejidad contradictoria, no se trata de analizar aquí–, sino además de una actitud política ya tradicional. De historia y consecuencias fácilmente advertibles, por añadidura. Actitud que consiste en apoyar, o siquiera justificar a largo plazo, con argumentos “de izquierda”, y cualesquiera que sean las restricciones tácticas y morales, las empresas del Estado soviético.

¿Qué quería proclamar, de hecho, este delegado obrero del Llobregat catalán? Con la violencia surgida de una condición social brutalmente deteriorada por el desempleo y la inflación, con la religiosidad que siempre exasperan las ausentes perspectivas políticas, proclamaba su identidad proletaria a través de la identificación con un curso de la historia supuestamente glorioso.

Seguir siendo de izquierda 2
Ed Carosia
Los tanques rusos, como antaño los lanceros polacos de Napoleón, eran portadores objetivos del progreso histórico, de las luces de la razón.

Vieja ilusión, sin duda. Ilusión nefasta, más bien, que contribuye decisivamente a obnubilar, desarmar o dispersar las fuerzas de renovación hipotéticamente advertibles dentro de las organizaciones políticas de la izquierda europea. Porque esta idea del carácter “objetivamente” progresista del régimen surgido de la revolución rusa de 1917 no solo produce estragos en las filas de los partidos comunistas. Por este lado, más bien habría que señalar una pérdida de velocidad del habitual triunfalismo, una vaguedad teórica prudentemente mantenida, que permite a los ideólogos oficiosos funcionar a la vez en defensa de los derechos del hombre y en defensa de la política exterior de la urss. No obstante, desde el “apoyo incondicional a la Unión Soviética, piedra de toque del internacionalismo proletario”, según la fórmula consagrada hasta el xx Congreso, al “balance globalmente positivo” de hoy, la retirada de Rusia del gran ejército comunista no habrá dejado de provocar pérdidas sustanciales.

Por otro lado, en la intelligentsia de izquierda y en el socialismo democrático, esta ilusión del papel positivo de la Unión Soviética –como elemento del equilibrio mundial, por ejemplo; y también por su apoyo a ciertos movimientos del Tercer Mundo– continúa envenenando el debate. O más bien cerrándolo aun antes de haberloiniciado. A veces, allí donde partidos socialistas se hallan en el poder, la razón de Estado de una Ostpolitik de distensión e intercambios comerciales se nutre de esta idea y a su vez le da nuevas fuerzas y contornos nuevos. En otras partes, allí donde partidos socialistas aspiran a dicho poder –muy legítimamente, y no se puede menos que alentarlos–, una estrategia de unión de las izquierdas alimenta los silencios, las torpezas, las tachaduras, en el análisis de los regímenes del Este.

Como quiera que sea, el grito de ese delegado del Congreso del psuc, en enero de 1981, recorrió los titulares de los periódicos españoles. Algunos gacetilleros vieron incluso perfilarse detrás de esa proclamación el fantasma de Stalin. En lo cual probaban su ignorancia, o al menos su imprecisión. Porque más bien el delegado nos haría pensar en Trotski. De hecho, ese comunista catalán repetía, casi palabra por palabra, argumentos de Trotski en 1939 ó 1940. Y sin duda no lo sabía. Por lo demás, de haberlo sabido, no habría podido recuperarse: se habría quedado con la boca abierta.

Trotski, en cualquier caso, dedicó una buena parte de los dos últimos años de su vida –hasta ese día de agosto de 1940 en que fue asesinado por Ramón Mercader, militante del mismo psuc, compañero de armas y de juventud de algunos de los hombres que dirigen aún este partido– a una polémica intolerante contra sus propios camaradas, dirigentes franceses o norteamericanos de la iv Internacional, que ponían en tela de juicio, desde 1937, y más desde el pacto Hitler-Stalin y el reparto de Polonia, la naturaleza obrera, aun cuando fuese degenerada, del Estado soviético, y la tesis de León Davidovich que propugnaba la defensa incondicional de dicho Estado. Citaré solo una frase de Trotski de los textos de esos años, entre los cuales lo esencial de la discusión se halla en la recopilación En defensa del marxismo. Aquí está:

Cuando las tropas francesas invadieron Polonia, Napoleón firmó un decreto que estipulaba: “La servidumbre queda abolida.” Esta medida no se la dictaban a Napoleón ni su simpatía por los campesinos, ni los principios democráticos, sino el hecho de que la dictadura bonapartista se apoyaba en las relaciones de propiedad burguesas y no feudales. Dado que la dictadura bonapartista de Stalin se apoya en la propiedad del Estado y no en la propiedad privada, la invasión de Polonia por el Ejército Rojo deberá, en tales condiciones, acarrear la abolición de la propiedad privada capitalista…

La argumentación de Trotski parece clara. O más bien es confusa, pero está claro que tiende a justificar la tesis de la defensa incondicional del Estado estaliniano, esencialmente en función de la superioridad doctrinariamente atribuida a la propiedad estatal sobre la propiedad privada. Precisamente contra semejantes tesis se desarrolló, en 1947, en la iv Internacional, una discusión conducida por la tendencia Castoriadis-Lefort, la cual originó el grupo Socialismo o Barbarie, del cual nunca se dirá bastante hasta qué punto sus trabajos iluminan nuestra historia y estructuran nuestras tomas de conciencia, aun siendo con retardo, por haber dejado de dar nacimiento a una práctica de masas. (Pero este último punto suscita un problema que no es posible siquiera esbozar aquí.)

Como quiera que sea, fue entre los intelectuales de la Oposición de Izquierda donde se supo a la vez desenmascarar al estalinismo y oponerse al triunfalismo doctrinario de Trotski, desnudando las contradicciones de su estrategia, considerados los mejores cuando no los únicos ejemplos de lucidez teórica, y esto desde los años veinte. Para convencerse, bastaría leer o releer la carta que Boris Souvarine dirigía a Trotski el 8 de junio de 1929 (reproducida en la recopilación Contributions à l’histoire du Comintern, bajo la dirección de Jacques Freymond, Droz, 1965). Sobre el conjunto de las interrogantes del movimiento comunista en esa época, y sobre el problema de la “derecha” y la “izquierda”, que aquí nos ocupa, se hallarán allí puntos de vista de una inteligencia histórica siempre operatoria.

La piedra de toque

Aquí estamos de nuevo en el punto de partida: ¿con qué se puede identificar hoy, cómo caracterizar un auténtico pensamiento de izquierda? La respuesta es relativamente sencilla. La identifica el hecho de no rechazar el análisis hasta el fondo de la naturaleza social de la urss y sacar de ello todas las consecuencias morales y políticas. Dando la vuelta a la fórmula de antaño, puede decirse que la piedra de toque de un pensamiento de izquierda es la actitud crítica hacia la urss, actitud de la cual uno de los corolarios es, claro está, el rechazo de los partidos procedentes de la tradición kominterniana, porque no son, en ningún caso, y bajo ninguna condición, reformables. Toda vacilación, toda falsa huida en esta cuestión central, toda tentación de salvar el “socialismo real” o “primitivo” o “inacabado” (dejemos a los teólogos elegir sus adjetivos, dejémoslos acicalar sus sofismas sobre el altar del curso de las cosas, de la inexorable corriente de las cosas; solo puede conducir a un callejón sin salida teórico y práctico).
Un pensamiento de izquierda, a mi juicio, y para calmar ahora al más urgido, con todos los riesgos de simplificación que esto conlleva, solo puede articularse en torno a dos tesis centrales, las cuales intentaré resumir.

1. Aun si la historia circunstanciada de la emergencia de una nueva clase explotadora en la urss está lejos de haber terminado, aun si el funcionamiento exacto de las nuevas relaciones de opresión debe ser más finamente analizado, hay sin embargo una conclusión que ya se impone y que se debe tener el valor de afrontar: la victoria de los bolcheviques en octubre de 1917 ha sido un desastre para la clase obrera mundial.
Sin duda ha sido una obra maestra de táctica política (¡demos a Lenin lo que es de Lenin!); sin duda provocó y propagó, no solo a través de la vieja Rusia zarista, sino en el mundo entero, el más formidable movimiento social, la más vertiginosa “ilusión lírica” de la historia moderna; pero esto no impide que su resultado fundamental habrá sido no solo establecer una nueva sociedad de opresión burocrática, sino además, y con mayor gravedad, el reducir la clase obrera a un papel exclusivo de productora de plusvalía, privándola de autonomía, de verdadero dinamismo interno, de la misma posibilidad de lucha por la hegemonía. Ningún régimen capitalista ha logrado ni puede por definición lograr esta prueba de fuerza, puesto que su “progreso” depende parcialmente de las luchas y la expansión misma de la clase de los trabajadores.
Así, no en función de los criterios de los derechos del hombre, por respetables que estos sean, ni en virtud de las exigencias democráticas, sin embargo decisivas, sino desde el punto de vista de la clase obrera misma, es necesario condenar el régimen surgido de la brillante victoria de los bolcheviques. Pero es necesario dejar claro que, para un pensamiento de izquierda, condenar es combatir.

2. En lo que concierne al marxismo, en relación con el cual se ha definido el pensamiento de izquierda contemporáneo (“horizonte insuperable”, etcétera), como su práctica está articulada en función de la urss y de los partidos comunistas, bastará decir ahora que hay que acabar con la idea que le es latente de una clase universal cuya misión histórica sería la de cambiar el mundo. Pues el proletariado no es esa clase, lo cual se puede demostrar no solo por la experiencia histórica, sino además por una producción conceptual que no deberá rechazar sino simplemente desarrollar algunos de los análisis mayores del mismo Marx. Y es en la no realidad histórica del proletariado como clase universal donde arraiga el papel de sustitución paródica y totalitaria del Único: el Estado-Partido.

Habrá que intentar, pues, terminar con el fantasma de una sociedad totalmente unificada y unívoca; hay que comprender que la sociedad democrática se funda en el conflicto y las contradicciones, sobre su funcionamiento reconocido y sin cesar renovado, y no sobre su rebasamiento (o Aufhebung) totalitario, y por lo demás ilusorio.

Ciertamente no se hallarán en la obra de Marx todas las ideas necesarias para esta inversión teórica, sobre todo si nos atenemos a su codificación actual, tan diversa como inoperante. Hay que buscar en otra parte e inventar nuevas ideas. Pero se pueden hallar, en el mismo Marx, algunos de los temas y de las inspiraciones críticas que nos ayudarán en esta tarea de liquidar el marxismo.

Ser de izquierda, hoy

En este punto de la reflexión, claro está, habría que hacer por una parte el balance de la experiencia personal que condujo a tales puntos de vista, y por otra parte abordar un interrogante que viene a colocarse, burlonamente, en primer plano: ¿Se puede, a partir de semejantes tesis de partida, elaborar una estrategia, una práctica colectiva? O bien este radicalismo crítico (ser radical consiste en tomar las cosas por su raíz, se ha dicho) ¿no conduciría, más que a una moral personal, a una práctica individual, al golpe por golpe?
Es evidente, en cualquier caso, que se queda uno solo cuando expresa opiniones como estas para la elaboración de un pensamiento-práctica de izquierda. Pero no es menos evidente que, con algunos matices, somos muchos los que estamos solos de esta manera en Europa. ¿Se puede pensar en la solidaridad combativa de todas esas soledades?

No examinaremos hoy esa interrogante. Primero, porque exige un desarrollo muy largo. Y luego porque acaba de desatarse un grave tumulto entre los lectores de “izquierda” de este escrito. Se les oye gritar en los rincones y recordarme ásperamente que aún no he dicho una palabra ni de la derecha, ni del imperialismo norteamericano, y ni siquiera de las sangrientas dictaduras de América Latina. ¿Y no es en función principalmente de todo esto que hay que definirse y manifestarse, si pretendemos actuar a la izquierda, o por lo menos ser de izquierda?
En una carta del 15 de noviembre de 1945, George Orwell (y sin duda el lector inteligente advertirá, de Souvarine a Lefort, pasando ahora por Orwell, cualesquiera que sean las evidentes diferencias entre estos autores, el hilo de Ariadna que le tiendo, la genealogía de un auténtico pensamiento de izquierda cuya realidad histórica pretendo hacer sentir), Orwell, pues, escribía: “Me parece que no se pueden denunciar los crímenes actuales cometidos en Polonia, en Yugoslavia, etcétera, si no se insiste de la misma manera sobre la necesidad de acabar con la injusta dominación británica en las Indias. Pertenezco a la izquierda y en ella desarrollo mi acción, por grande que sea mi odio del totalitarismo ruso y de su nefasta influencia en este país…”
Desde el punto de vista metodológico, la indicación de Orwell es siempre válida, sin duda. Una práctica de izquierda no es la que establece una especie de geometría tranquilizadora pasando de una protesta contra el gulag siquiátrico de Brezhnev a una condena contra Pinochet: es en primer lugar la que sabe hacer frente a las empresas de dominación de su propia clase dirigente.

Así, la batalla social cotidiana –batalla sangrienta de la productividad capitalista– es la primera preocupación de los trabajadores. Su razón de ser misma. Y los intelectuales de izquierda deben hallarse junto a ellos, en esta batalla concreta, sin la cual no habría, por lo demás, sociedad civil: para convencerse de ello basta mirar el espejo soviético. Desde el punto de vista de la experiencia masiva de la clase, ese enfrentamiento tiene, pues, una prioridad absoluta, como es evidente. No está mal repetirlo. Repitámoslo, pues.

En segundo lugar, hay que enfrentarse igualmente a las miras imperiales de nuestra propia burguesía en aquellas regiones del mundo occidental donde todavía puede tenerlas. Este es también un imperativo absoluto. Pero anotemos inmediatamente que, si la lucha popular (relativa) contra la guerra de Argelia, en Francia, y la lucha (masiva) contra la guerra de Vietnam, en los Estados Unidos, desempeñaron una función determinante en la solución del conflicto, todavía esperamos combates comparables en la urss contra la invasión de Checoslovaquia o la de Afganistán, para no remontarnos muy lejos. Lo cual vuelve a colocar en su sitio las griterías tercermundistas de cualquier especie.

No se trata, entonces, de recaer en un obrerismo, sea cristiano, maoísta o estúpidamente estaliniano, desde lo alto de nuestra situación privilegiada de intelectuales “de izquierda”. Se trata de reflexionar sobre una estrategia que sobrepase, o por lo menos transforme, la condición obrera. ¿Es posible esa estrategia? ¿En qué contexto histórico? ¿En torno a qué ejes programáticos?

Ahora bien, para intentar ver claro: la cuestión fundamental no es la barbarie de Pinochet, ni el desmantelamiento de la siderurgia lorenesa, ni siquiera el nuevo despliegue imperial de Reagan. La cuestión fundamental es la de la actitud hacia la urss y los partidos comunistas. Mientras la izquierda no haya resuelto esta cuestión de una manera nueva, no podrá siquiera proponerse una estrategia de hegemonía social democrática. No podrá, pues, plantearse valederamente la cuestión de una respuesta a los empujes totalitarios surgidos de los sistemas parlamentarios en crisis. Ser de izquierda, hoy, pasa por esta aparente desviación.

No es seguro que esto sea bien comprendido. Por lo menos, ampliamente comprendido. Pero se debe insistir, pase lo que pase. ~




Traducción de José de la Colina
Publicado en el número de enero de 1982 en Vuelta.

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