En el “Teatro de la crueldad” (1938), Antonin Artaud propuso una forma de hacer teatro para afectar directamente a la audiencia. Los que fueron espectadores de sus obras dicen que utilizaba sonidos tales que el público llegaba a vomitar en las gradas. “Actuar directa y profundamente sobre la sensibilidad por intermedio de los órganos invita a la búsqueda, desde el punto de vista de los sonidos, de cualidades y vibraciones sonoras absolutamente nuevas”, dice Artaud sobre lo que intentaba provocar en escena. sin, la primera exposición individual de Mario de Vega (ciudad de México, 1979) en México, recupera aquel espíritu vanguardista que, siguiendo el manifiesto de Artaud, podía convertir la obra de arte en un monstruo; un monstruo que escapa al control del artista. Y es que el antiguo convento de San Diego (hoy Laboratorio Arte Alameda) no solo se ha convertido en un enorme instrumento, también ha caído sobre él una suerte de maldición que logra manifestarse en el cuerpo de los visitantes y en el propio edificio.
Desde la reja, antes de la entrada, hay un pequeño módulo en el que es necesario apagar el celular como si estuviéramos a punto de subirnos a un avión y firmar una carta responsiva en la que se advierte el riesgo de sufrir alucinaciones, pérdida del equilibro o ataques cardiacos. Hay también un paramédico en servicio, en caso de ser necesario. Esta es la única forma de entrar y la primera huella del mal que cunde en el espacio. La sensación inicial es la de estar perdido, en medio de un barco a punto de naufragar. La primera vez que visité la exposición llovía a cántaros, uno suele buscar refugio en el museo, pero lo que pasa aquí está lejos de ser reconfortante. Aquello que se escucha no deja de parecer el sonido de una estación marítima perdida en medio de la nada, en la que no hay lugar a donde escapar. Tienes un mapa con letras pequeñísimas entre las manos pero todo tu cuerpo vibra (hasta la cavidad más recóndita del intestino resuena) y resulta difícil encontrar la concentración para entenderlo o seguirlo. La nave principal está completamente vacía, el museo está casi vacío y, al mismo tiempo, no hay un solo resquicio que no vibre, que no esté colmado de sonido. De un sonido que resulta imposible de describir. Lo que hay ahí dentro es, en una palabra, radical. Ese estremecimiento generalizado es la segunda señal de peligro: la connotación demoniaca, blasfema incluso, de una iglesia vacía, vibrante.
La exposición, curada por Carsten Seiffarth (cuya profesión original es la musicología), consta de cuatro cámaras de resonancia: la nave principal está sometida a una “presión acústica generada por un sistema electromecánico con dieciséis mil watts de potencia”. Radio Ibero, por poner un ejemplo, transmite a tres mil watts de potencia y cubre casi toda la extensión de la ciudad de México. Eso puede darnos una idea de la cantidad de energía que se emite desde los coros y que está contenida, toda junta, en la nave del Laboratorio Arte Alameda. En el ala derecha, el sonido proviene de una cerca electrificada a siete mil voltios; no es letal pero podría encender unos doscientos cincuenta motores de camiones de pasajeros. Detrás de la reja se alcanza a ver a Fray Bernardino de Sahagún, como si hubiera cometido algún delito. Y en el ala izquierda hay “doce mil watts distribuidos en treinta luminarias para uso industrial” que producen una luz penetrante, mucho calor y, desde luego, sonido. Es simple entender la potencia de los focos si pensamos que uno en casa utiliza entre sesenta y cien watts.
La cuarta cámara está al fondo, en la sacristía, entre el ala izquierda y la nave principal. Es, de alguna manera, el cerebro, no solamente por su ubicación (a la que hay que entrar a través de un pasadizo), también porque en ella el sonido se materializa en el espacio. Se trata de un paredón de bocinas que emiten a una frecuencia de cuatro mil watts. En el cemento está grabado un texto en latín, que corresponde al libro de Jeremías, 19:3: “ecce ego inducam damnum super locum istum, ut omnis qui audierit erit attonitus” (“he aquí que traigo el mal sobre este lugar, tal que quien lo oyere, le retiñan los oídos”). Esta es, desde luego, la prueba fehaciente de la maldición y de esa extraña presencia que hace temblar al edificio como si estuviera a dos watts de derrumbarse.
“El reto”, dice Mario de Vega en una entrevista con Tania Aedo, directora del museo, “es conectar los espacios del museo a partir de elementos no visuales”. Y si bien es algo que sin sostiene de forma abrumadora, en una sala extra puede verse también una selección de piezas de los últimos diez años del trabajo del artista. Esta es otra exposición (curada incluso por otro curador, Michel Blancsubé), que debió tener su propio nombre y que, en última instancia, se antoja innecesaria porque cancela el proyecto de sin: tiene imágenes visuales.
Pero hay algo más allá de la maldición y de ese impactante vacío visual que está ocupado por el sonido y tiene que ver con el nombre, sin. En inglés significa pecado y eso está, desde luego, en relación con el extracto de la Biblia. En español significa carencia o falta de algo, referida a la ausencia casi total de objetos. Pero es su etimología lo que resulta iluminador, porque en latín quiere decir “unión”. Así sucede en una palabra como “sinestesia”. Y lo ejemplifico con esa palabra en particular porque al exponerse a tal cantidad de voltios y watts hay una “sensación secundaria o asociada que se produce en una parte del cuerpo a consecuencia de un estímulo aplicado en otra parte de él”. Es decir, efectos secundarios, que en mi caso y el de mi acompañante se tradujeron únicamente en un extraño júbilo y ligero dolor de cabeza al día siguiente, pero que podrían ser mucho más graves.
La idea de unión se manifiesta también en las aleaciones entre el sonido y el cuerpo, entre el espacio y el espectador. “Cualquier espacio performático puede convertirse en una cámara de resonancia, en el cuerpo de un enorme instrumento donde las personas son también dispositivos sonoros”, explica Alex Davies en Acoustic trauma: Bioeffects of sound. Esto es algo que el propio Artaud no alcanzó a imaginar: al cuerpo humano o al teatro mismo –es decir, el edificio que contiene al escenario más que a la disciplina en sí– como un órgano capaz de intermediar esa búsqueda de aparatos e instrumentos que pudieran, en sus palabras, “alcanzar un nuevo diapasón de la octava, producir sonidos o ruidos insoportables, lancinantes”. Dice Artaud: “pero el espacio donde truenan imágenes, y se acumulan sonidos, también habla, si sabemos intercalar suficientes extensiones de espacio, henchidas de misterio e inmovilidad”. Lo que hay en sin es la negatividad pura, la ausencia y el enigma, el sudor y la vibración invisibles de las paredes de una iglesia antigua, y una serie de frecuencias contenidas. Es, por qué no, un umbral, una dislocación. Hay que estar ahí, convertirse en instrumento o caja de resonancia (sin metáfora de por medio) y sufrir algún efecto para dejar que el silencio del espacio, por fin, hable.
Ambos, Artaud y Mario de Vega, confrontan al espectador con su propia vulnerabilidad. Es eso lo que finalmente ocurre en sin: se materializa, a través de un efecto de sinestesia, la fragilidad del espectador y del museo. Y se confronta también al museo y al espectador con el vacío, con una ausencia verdaderamente aterradora.
(ciudad de México, 1981). Artista visual que escribe.