El arte de la biografía

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La biografía es un género modesto. En sus mejores instancias aspira, sin llegar nunca, a alcanzar la urdimbre infinitamente detallada y cuidadosa de las vidas individuales. El biógrafo es, si acaso, un novelista de la realidad individual. Reconstruye a partir de vestigios y testimonios probadamente verídicos (que siempre son limitados) y, al igual que el novelista, debe reelaborar el pensamiento de sus personajes e imaginar las opciones de ese pasado cuando era presente.

El tránsito hacia la biografía moderna no fue súbito, aun cuando haya ocurrido principalmente en Gran Bretaña. Quizá la primera biografía moderna no haya sido, como se ha dicho siempre, la Vida de Samuel Johnson de James Boswell sino la de Tomás Moro, de William Roper, publicada en 1626. Su resorte es la vindicación de un individuo en cuanto tal. Bien vistos, los dramas históricos de Shakespeare –gran lector de Plutarco– no son otra cosa que grandes biografías políticas y morales. Curada de santos por Locke y Hume, Gran Bretaña pudo ensayar plenamente, en el siglo XVIII, un proyecto inverso al de la Edad Media: subrayar la diferenciación individual como un fin en sí mismo, exaltar las características de un individuo en lo que tenían de únicas.

En el siglo XIX no dejaron de escribirse estupendas biografías, si bien ninguna alcanzó las alturas clásicas de la Vida de Boswell. Nuevas personas colectivas arribaron al escenario histórico: naciones, Estados, clases, instituciones. Nuevas reglas de moralidad inhibieron la curiosidad biográfica. La Era Victoriana no evitó que Carlyle viera a la historia como la hazaña de unos cuantos héroes. A fin de cuentas, a pesar de que las literaturas de Occidente se poblaron de biografías, el género no llegó a las alturas de sus afines: la novela y la historia. No resulta excesivo afirmar que la biografía alcanzó su mejor momento en la Ilustración, cuando su objeto –el individuo– era el indisputado rey universal.

Incitada por las nuevas corrientes psicoanalíticas, en la Europa continental la biografía tuvo un pequeño repunte: quiso rastrear los motivos y las causas de la conducta humana. Esa dilucidación nunca llegó, pero el malestar, la desesperanza, la exaltación, el miedo del periodo de entreguerras y la reincidencia en la barbarie en la Segunda Guerra Mundial produjeron una suerte de repliegue o exilio interno que favoreció el escape hacia la biografía. Fue el caso de tres autores que, desde su marginalidad y nostálgicos de una Belle Époque que se desvaneció ante sus ojos, se dieron a la tarea de escrutar el alma de figuras políticas y literarias del pasado: André Maurois, Stefan Zweig y Emil Ludwig.

En la segunda mitad del siglo XX, se acentuó el predominio anglosajón en la biografía. Además del culto interior al género y de la notable vitalidad e inventiva con que se practica, Gran Bretaña ejerce casi un imperialismo biográfico. Los mejores cultivadores de España –con excepciones, como el doctor Gregorio Marañón– son émulos de Boswell: Paul Preston, Ian Gibson, John H. Elliott. Por lo que respecta a la historia iberoamericana, la tendencia no cambia, como atestigua la reciente biografía de Bolívar escrita por John Lynch o la vida de Borges por Edwin Williamson.

En el otro polo del mundo anglosajón, el género es particularmente popular, lo cual no significa que haya recuperado en absoluto su perdido lustre. La inmensa mayoría son meros productos comerciales: narraciones ligeras, sensacionalistas, colmadas de mentiras, chismes y nimiedades, subliteratura efímera. Por fortuna, también se escriben biografías serias y sólidas, y existen asimismo revistas especializadas en personajes históricos, así como sitios de internet que enriquecen el conocimiento de las personas.

Según nos ha enseñado Plutarco, la biografía puede complementar el conocimiento de la historia y orientar la vida moral, pero también puede ser ácida e implacable, sobre todo con las personas del poder. Para escribirla es necesario, como hizo Boswell, la frecuentación directa, curiosa, puntillosa, obsesiva, pero también maliciosa y crítica, de las cartas, los diarios íntimos, las memorias, los testimonios orales de los biografiados y, en condiciones ideales, de los biografiados mismos. El buen estilo de una biografía puede aproximarla un poco al ideal pictórico de Schwob. Ya lo dijo Strachey: “La discreción no es la parte mejor de la biografía.”

La biografía corre el riesgo de ensanchar demasiado la latitud del personaje a expensas de su contexto. Formalmente, el relato de una vida puede volverse demasiado anecdótico y ligero. No obstante, en ciertos ámbitos académicos el péndulo osciló hasta el extremo irreal de negar al individuo un lugar en la historia. El siglo XX, con su estela de líderes extraordinarios, fue sin duda la mejor refutación de ese prejuicio. Merece la pena reconsiderar el “lugar del individuo” en el pensamiento histórico. A esta tarea nos abocamos en este número de Letras Libres. ~

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