Recuerdo muy bien la tarde de abril o mayo de hará unos veinte años en que Joaquín Vidal llegó al periódico furioso porque un turista japonés le había pedido que apagase el puro. Joaquín estaba indignado pero sobre todo sorprendido: no podía comprender semejante desfachatez. ¡Pedirle a alguien que apague un puro en una corrida de toros! ¡En Las Ventas, la catedral del toreo! (o al menos eso dicen los madrileños, la catedral al aire libre donde los toreros se van a examinar). ¿Por qué no ya de la misma forma, pedirle a un aficionado al fútbol que no se acuerde de la madre del árbitro? ¿A un chico que no coma palomitas de maíz en el cine?
Para los que no lo sepan, Joaquín Vidal, que ya murió, era el cronista de toros de El País y según muchos, muchísimos, el mejor de las últimas décadas. No lo sé, aunque estoy muy dispuesto a creerlo. Lo que sí sé es que era una gran persona, un extraordinario conversador y de paso maestro, el mejor compañero, el que más recuerdo de mis catorce años en El País, y la encarnación misma del sueño de cualquier periodista: él solito vendía periódicos. Quiero decir que, como ya es notorio, había gente, incluso gente que no había visto una corrida en su vida, que compraba el periódico para leerle. Y aparte de su gran estilo, que rescataba el lenguaje de la crónica taurina e introducía a la vez puntos de vista muy contemporáneos –o sea, el ideal de una escritura con tradición, un estilo–, creo que la razón fundamental de su éxito es que hacía de cada corrida un acontecimiento único y por consiguiente una historia también única y no escrita con plantilla. En un escenario relativamente sobrio –lleno de símbolos muy pesados, pero a la larga sobrio– solía encontrar algo, así fuese un detalle, a partir del cual hilar su cuento. Puede parecer un recurso, una estrategia de viejo periodista con oficio. En realidad Joaquín daba en la madre de lo esencial de la corrida. Que es un acontecimiento único. Ahí es nada: trata de la muerte y esta es irrepetible. No hay campeonatos posibles, cada toro es un campeonato en sí mismo. Esa fulgurante historia, ajena a las largas temporadas del tenis o la Fórmula 1 –nadie cuenta orejas cortadas, y además estas tienen valores muy diferentes según dónde se corten–, es una de las razones de la decadencia de la fiesta, o si se prefiere, de su debilidad.
Confío en que a estas alturas los interesados ya sabrán que la prohibición de los toros en Cataluña tiene muy poco que ver con la protección de los animales y sí en cambio con la política interna española, en la que los nacionalistas catalanes se han anotado un gol, un bajonazo (una espada mal puesta que hiere al toro y no le mata). Es algo que, si se lee la prensa española, queda claro. En el caso de que se trate de una medida ecologista, eso dejaría en muy mal lugar a la inteligencia y coherencia de sus promotores. Pues al tiempo que se prohiben las corridas, no se dice nada de los correbous, o festejos populares en los que en Cataluña, al igual que en toda España, con variantes, los mozos se dedican a torturar a los toros, ahí así que de una manera objetiva: no los matan pero les pueden poner bolas de fuego en los cuernos (no se queman), les jalan de la cola, les azuzan con varas, les hacen caer al mar o al río… en fin, que a mi modo de ver torturan al animal mucho más que en una plaza. En la plaza, al toro, el más noble de los animales, se le respeta. En esas calles, en cambio, se le ridiculiza. (No en los sanfermines de Pamplona, verdadera prueba de valor y donde el toro no sufre. Yo los corrí una vez y todavía puedo saborear la adrenalina del miedo en mi boca.) Pero claro está, prohibir los correbous supondría la pérdida de no pocos votos en la Cataluña profunda –existe hasta un proyecto de ley para protegerlos– y los que han prohibido las corridas no están por la labor.
Y la pérdida de votos se debería a los sentimientos loca-listas que, en toda España, consideran un agravio mayor todo aquello que ponga en riesgo ciertas tradiciones, así sean bárbaras. En cambio, por ejemplo, es lícito y hasta recomendable maltratar la gran tradición literaria mediante su ocultación, olvido o falsificación; total, nadie se da cuenta. Esos sentimientos localistas son una variante de los nacionalismos que, ríete tú de las pandemias, afectan a toda Europa: Escocia, Córcega, el norte de Italia, los flamencos que sienten alergia a los valones en Bélgica, los eslovacos que no soportan a los checos y al revés, Baviera, Kosovo (aunque ahí es otra cosa), Serbia y todos los Balcanes, Groenlandia, las islas Feroe, Chechenia y todo el archipiélago ex soviético… y en particular a España. Uno pensaría que se trata del regreso a la adolescencia de todo un mundo –una regresión clásica a la edad del pavo, me parece, no sé qué pensaría un psicólogo– hasta que uno se sienta un momento a pensar, saca lápiz y papel, hace números… y se da cuenta del gigantesco, del descomunal negocio que es el nacionalismo. Hasta el punto de que es el mejor y más rentable jamás inventado y falla rara vez, como entre otros sabe Hugo Chávez, que en días pasados amagó de nuevo con uno de los faroles más viejos en esa no menos vieja mesa de tahúres. Pero ya no me interesa nada intentar comprender las regresiones a la adolescencia, y en todo caso ya nos hacen perder mucho tiempo en este país, o sea que dejaré pasar el asunto. (Solo citaré al Frankfurter Allgemeine Zeitung, periódico de referencia alemán conservador que hace un par de años escribía: “Lo que está sucediendo en Cataluña no sucedía en Europa desde los años treinta”.)
Pero en cualquier caso, y ya que estamos, abordemos el tema de si se tortura o no a los toros en las plazas. Vaya por delante que sí creo en la buena intención de la mayor parte de quienes se apiadan de los animales, con independencia de su uso por los políticos. También que obviamente los veinte minutos (regulados, no optativos) que pasa el toro en el ruedo no son para su placer, y que si la lidia está mal hecha –lo que es más frecuente que al contrario–, sí creo que se puede hablar de crueldad. Dicho lo cual recordaré lo que creen los aficionados: para ellos la lidia es el sistema ideado para lastimar lo menos posible a un animal de media tonelada que ha de ser muerto al final con un pequeño estoque algo curvo que parece más bien un adorno para un baile de máscaras. Esto es, todas las suertes “con pinchos” (banderillas, vara, estoque y hasta puntilla de descabello) están pensadas por las reglas del toreo para que el animal sufra solo lo justo con el objeto de que agache lo suficiente la cabeza, pues si la mantuviese erguida, como cuando sale al ruedo, el torero no lo podría lidiar en los dos últimos tercios y no lo podría matar con la espada. Y de ahí que el “malo” de la corrida suela ser el picador, cuando se pasa de pica, casi siempre –entonces los picadores envidian a los árbitros del fútbol y los consideran niños mimados por las masas. Y la suerte que condena una faena a no recibir premio, por brillante que sea, si está mal hecha, es la suerte de matar. Bien hecha significa que el toro muere a la primera, con una estocada “hasta la bola”.
Pero es que además, y como explican unos sin descanso y los otros se empeñan en no escuchar, el toro, que es apreciado por la afición como el que más, está hecho para la lidia. A no ser que sea un burro, en cuyo caso se pita a su criador. Es un animal de diseño, como casi todos o todos los que se relacionan con el hombre, depurado y afilado durante generaciones para una pelea. Igual que el perro teckel tiene un morro largo para meterlo en las madrigueras y el galgo es delgado no por casualidad sino para ganarle a sus congéneres persiguiendo conejos. Por eso se le llama toro bravo o toro de lidia, y por eso se le admite en el club de los gladiadores, a los pocos meses de vida, solo si sigue embistiendo pese a recibir un pequeño castigo. Y si alguien conserva alguna duda al respecto, que se meta –ojalá que con buenas piernas y zapatillas– en una dehesa donde pasten toros bravos, viviendo una vida que ya quisieran los socios de cualquier club de golf, y cite a alguno con un trapo rojo.
Así que lo cierto, me parece, es que pocos de los animales con los que el hombre mantiene trato disfrutan de mejor existencia que el toro de lidia, incluido un pobre pastor alemán que, como otros muchos, languidece desde hace trece años en un pequeño antejardín cerca de mi casa, y al que sacan a pasear diez minutos al día. O los caniches de Montecarlo o Beverly Hills, que tienen que soportar tratos de pedofilia de dueños neuróticos que les tratan como a hijos únicos y mimados. A mí personalmente lo que más me llama la atención es que acusen de maltrato a los toros –que viven como marqueses toda su vida menos veinte minutos, marqueses de los de antes– quienes no dicen una palabra sobre las millones de gallinas a las que han arrancado los huevos de su desayuno esa mañana, ahí sí que mediante tortura pura y dura, o las terneras agrupadas en Kansas y el centro de Estados Unidos, arrejuntadas dentro de corrales en rebaños gigantescos tan promiscuos que sus gases son –tengo entendido– una de las principales causas mundiales del efecto invernadero. Eso, sin haber visitado un matadero supuestamente primermundista y moderno. Es una visita reveladora. Ahí se puede ver que animal sí sufre durante un buen rato, entre otras cosas porque, como en la matanza del cerdo, desde el primer momento sabe perfectamente qué van a hacer con él y al final hasta lo ve, y eso suele tardar más de veinte minutos. ¿Y las ocas enterradas con solo la cabeza por fuera para hinchar su hígado hasta que reviente en delicioso foie? ¿Y los cerdos en los camiones? ¿Y los 100.000 perros abandonados en las carreteras españolas en periodo de vacaciones y abocados casi siempre al atropello o a la ejecución porque no hay quien se haga cargo? (Las cifras de otros países son parecidas.) Eso sin citar –no nos vayan a acusar de demagogia– las ostras que nos comemos vivas con limón, las langostas y gambas que metemos no menos vivas en agua hirviendo o ese pescado que, en Cantón –una exquisitez– boquea mientras le van rebanando el lomo en finas lonchas que se comen crudas por alegres comensales en torno a una mesa redonda. En fin, los ejemplos son numerosos y, todo bien pensado, prometo que entre la existencia de mi perro vecino, una vaca de Kansas y un toro de lidia –que vive a sus anchas en grandes y bellos paisajes durante unos dos años a cambio de veinte minutos de una pelea a la que tiende como los zorros a las gallinas o las gacelas a la libertad– yo sé muy bien cuál elegiría.
Otra falacia es la de que el toro no tiene una oportunidad. La tiene –esa es parte del atractivo de la fiesta– y la tiene bastante mayor que cualquier animal objeto de caza con los rifles de hoy en día y para qué hablar de las miras telescópicas. O que los pobres pájaros que vivan cerca de un gato, que como se sabe es un verdadero depredador; un tigre pequeñito. O sea que viven poco tiempo. ¿Tendríamos que prohibir a la gente tener gatos asesinos de pájaros? Yo echo de menos a los gorriones y otros pájaros de mi barrio –salvo las golondrinas, que vuelan alto y rápido– desde que este ha sucumbido a la moda universal de los animales de compañía, a menudo maltratados porque incomprendidos. Cualquier torero con un poco de recorrido tiene el cuerpo cosido de cornadas y, según me explicaban, si no mueren muchos más –que algunos mueren– es porque las plazas buenas están dotadas de excelentes quirófanos, buenos médicos y la medicina taurina ha avanzado mucho. ¿Se acuerdan del torero Julio Aparicio, que en mayo sufrió una cornada en la barbilla como un uppercut de boxeo? La terrible foto con el cuerno saliéndole por la boca se publicó en muchas portadas. Pues bien, a las pocas semanas estaba en la calle… aunque según algunos su salvación no se debió tanto a la medicina sino al recorrido milagroso del cuerno en su boca.
Más allá del actual debate –bastante falso porque, al igual que en otras ocasiones del pasado, tan solo esconde motivaciones políticas– no es fácil escribir sobre toros entre otras cosas porque cuesta saber por dónde empezar: es un mundo, si no infinito, sí muy rico, hasta el punto de descorazonar cualquier pretensión de resumen. Tan solo cabría la sugerencia, el indicio. Es un mundo, es verdad, en el que cualquier aficionadillo habla pomposamente y, como en el mus, da a entender que poca gente sabe más que él. Solo por escuchar ese lenguaje ya es divertido ir a una plaza y asistir luego a los corrillos. Yo salvaría la fiesta aunque fuese por preservar el lenguaje que va a aparejado a ella, el fabuloso vocabulario que designa los tipos de cuernos, por ejemplo, o el no menos caudaloso que enumera y matiza los colores del toro de lidia. Que como es sabido pasa por negro.
Pero no voy a dar una conferencia de tauromaquia entre otras cosas porque doctores tiene la iglesia y yo soy tan solo un tibio aficionado, de un par de corridas al año. Ahora bien, con una visión un poco atípica porque voy a los toros invitado por dos cronistas amigos, que de cuando en cuando me subrayan detalles o me hacen observar aspectos que no habría ni imaginado –en este mundo no se habla de críticos, sino de cronistas taurinos, y es un género con leyes propias–, y por lo general a algunas de las mejores corridas del año, por San Isidro, el patrón de Madrid.
Lo cual digo no para presumir, sino porque esa es en efecto una diferencia. Pues con la lidia pasa como con el flamenco o la poesía, que solo es admisible la excelencia. Y para apreciar esta hay que saber o ser asesorado por alguien que sepa. Todo lo demás es detestable, y cuando recuerdo las corridas que vi en plazas olvidadas, o rendidas a los pobres turistas que apenas distinguen la sangre del toro de la sangría, comprendo y hasta aplaudo a los antitaurinos, de tan larga tradición en España como la propia corrida –dicho sea de paso– y algunos con gran solvencia, como Eugenio Noel. De hecho, lo que me asombra es que los turistas no se salgan de la plaza en el segundo toro. Pero recupero la ilusión cuando recuerdo unos cuantos pases de ese prodigioso baile de un hombre con una fiera que la suerte me deparó ver –todo en los toros tiene que ver con la suerte y bastante con el azar– y que aún me erizan la piel con el placer de la belleza… o de la épica, que era lo único que hacía llorar a Borges. O cuando evoco la llegada de Joaquín al periódico, una tarde como tantas, entusiasmado porque había visto a un torero como los de entonces. Un tipo pequeñito que citaba al toro desde el centro de la plaza (algo muy temerario, incluso en ese mundo casi geométrico en el que el valor ocupa la mitad) y esperaba, impávido como un santo en procesión, a que un obús de quinientos kilos arremetiese desde su salida al ruedo para hacerle entrar en la historia de la ciudad o en el cementerio de la Almudena, a diez manzanas de allí.
Ese torero pequeñito se llamaba César Rincón y salió cuatro tardes seguidas por la puerta grande –es decir que había cortado dos orejas por tarde–, algo realmente raro en la historia de esa plaza, de las más exigentes del mundo, ellos dicen que la que más (la última vez que se entregó un rabo fue en 1972 y todavía se arrepienten y se lo achacan al triunfalismo franquista). Y cuento la anécdota para subrayar otros dos aspectos que me parecen esenciales para comprender la lidia y su actual situación en España.
Primero su carácter apátrida: a nadie le importaba un carajo que Rincón fuese colombiano. Como si era zulú o finlandés.
Lo que entusiasmaba es que se había traído, de dónde no importaba, buena parte del repertorio de la lidia clásica, y muchos pases o suertes que, por su dificultad o peligro, ya solo recordaban los sabios. Ese carácter internacionalista (lo mejor que tenían los comunistas, y al menos en España lo han olvidado) se puede apreciar en uno de mis cronistas amigos: William Lyon, Bill –un yanqui como de novela de Hemingway, con ancestros escoceses, irlandeses, alemanes, daneses, pelo blanco y ojos azul puritano–, y cronista respetado a quien nadie se le ocurre reclamarle pureza de sangre gitana o tan siquiera andaluza. Vive en España desde hace medio siglo y sabe de historia de la lidia casi tanto como el Cossío, el autor de la enciclopedia taurina canónica de varios volúmenes: durante un tiempo Lyon escribió crónicas de ambiente en El País, recogidas luego en un libro delicioso llamado La pierna del Tato. (La literatura taurina, a menudo mala, ocupa bibliotecas. Un libro de referencia entre taurinos y muy bien escrito es El hilo del toreo, de José Alameda –que conoció la lidia en ambas orillas del Atlántico. Y se anuncia para el otoño un prometedor Tauroética, de Fernando Savater.)
Y lo segundo relevante de la historia de Rincón es el valor que le hacía citar desde el centro del ruedo al toro que salía. (¡Qué imagen en el silencio de la plaza paralizada! Y qué coraje.) Cierto que en ese mundo esencial, más que sencillo, que es la lidia, la valentía es uno de los dos protagonistas y a los toreros se les daría por supuesta, como el coraje a los militares o la equidad a los jueces. Pues bien, como en estos, lo que se da por supuesto se da solo a veces y muchos toreros profesionales distraen el riesgo mediante pases resultones que la mayor parte del público no distingue. De ahí que resalte tanto y entusiasme el torero que se gana el nombre. “Si quieres verle date prisa”, decía Guerrita de Belmonte, me cuenta Bill, porque pensaba que iba a morir en cualquier momento.
Es frecuente que el aficionado hable del pasado con el tono de “esto no es lo que era”. Y sin embargo, quien desde hace unas temporadas llena las plazas con entradas hasta de mil euros en la reventa es el misterioso y callado José Tomás (nunca he podido ver una faena suya), de una pureza taurina casi mística, parece ser, y también de una temeridad que entra directamente en la demencia. Cómo estará de loco que no admite que sus corridas se pasen por televisión, con lo que revela comprender muy bien el carácter único y teatral de la lidia. Ahora mismo convalece de una (última) cornada, entre las muchas que ha sufrido, casi una por corrida, ¡o dos!, que a punto estuvo de matarle, y que impidió que, diez días después de la votación en el parlamento catalán, llenase hasta el desborde la plaza de Barcelona (su plaza preferida, su templo si se quiere), como sin duda hubiese sucedido: ya lo hizo en tres o cuatro ocasiones anteriores, dejando en ridículo a quienes afirman que no hay afición en Cataluña y Barcelona, la única ciudad del mundo, junto con Madrid, que en el siglo pasado tuvo tres plazas funcionando al tiempo a pleno rendimiento. (Sin perjuicio de que, a falta de toreros y ganado de verdad, como veremos, la lidia estuviese languideciendo en Barcelona: catorce corridas al año. De ahí el oportunismo de los políticos.)
Y hablando de siglos y de fechas, es cierto que la lidia como la conocemos tiene tan solo un par de siglos, desde que la aristocracia abandonó el toreo a caballo y el pueblo llano conquistó el derecho de torear a pie. Pero me parece como mínimo temerario negar las fortísimas vinculaciones de los peninsulares con los toros, de diversa forma, hasta un origen que se diluye en el misterio y el mito. Como sugiere, entre otras muchas cosas, el emocionante conjunto de esculturas prehistóricas de los toros de Guisando, en el corazón de la península. Ese origen es, de hecho, uno de los enigmas de la ¿antrotorología? ¿tauronología? ¿arqueotrología? Cómo llamar a esa ciencia difícil y especulativa.
Con el debate de los toros es fácil pasarse tres pueblos en extensión, por lo que apuntaré solo un par de ideas más: la lidia siempre ha estado en crisis. A comienzos del xx, y tras la depresión del 98, languidecía bajo el imperio de Bombita y Machaquito (dos toreros por lo visto mediocres pero qué gozada de nombres), hasta que llegaron Joselito y Belmonte, considerado éste al comienzo como un incendiario de la lidia por su heterodoxia, y fundaron la lidia moderna y se convirtieron en clásicos en vida.
Y además, siempre los políticos han intentado manipularla y condicionarla. Carlos IV, el más limitadito de los Borbones, incluso la prohibió.
En buena parte los principales responsables de la prohibición de los toros en Cataluña, y de su progresiva debilidad en el resto de España, no son los defensores de los animales ni los políticos nacionalistas. Son los llamados “taurinos”. Es decir, todo ese conglomerado de ganaderos, apoderados, figuras, cronistas varios y parásitos variopintos que se han creído desde hace años que a los perros los atan con longaniza y, si pueden, colocan gato por toro de forma sistemática. Esto es, en esencia, toros que tienen aspecto de toros e incluso planta pero en realidad son gatos inflados con esteroides –hasta el punto de que el público protesta coreando los pases con “¡miaauu!”–, que en las plazas más débiles tienen los cuernos afeitados y son imperdonablemente dóciles. Y los responsables se dedican a ganar dinero; mucho las primeras figuras. Joaquín Vidal les pillaba en todas y por eso era muy poco popular entre ellos. E incluso un Rincón, que empezó como un héroe cuando se abría un hueco, terminó derivando a esta triste figura, como tantos.
Ello es posible sobre todo por la ignorancia, que como es sabido está de moda. Bill y la gente que sabe se mesan los cabellos de desesperación ante la ignorancia de presidencias de corridas –incluso en Madrid– que permiten a toreros realizar auténticas fechorías y así van enfermando a la fiesta de desidia e ignorancia y la condenan a la muerte lenta. Pues no habría prohibiciones y olvido con toros verdaderos y grandes figuras.
Se podría suponer corrupción, y es probable que también la haya (menos que en los buenos tiempos), pero tengo para mí que la mayor parte de las veces es pura ignorancia. Saber de toros, como de música clásica moderna u ópera china, requiere tiempo, dedicación y verdaderos maestros y espíritu de sacrificio, porque una buena lidia es algo raro. Y además enlaza con tiempos más bien remotos, los toreros van vestidos de una forma que nos parece cada día más extravagante –y sin embargo de gran lógica y riqueza–, y todo sucede en un redondel donde solo los que saben aprecian lo que ocurre y distinguen el matiz de lo extraordinario. Sucede como en el arte, que solo es accesible tras experiencias previas, como decía me parece que Visconti. Y así es. Nadie aprecia un Picasso que no sea azul o rosa a la primera y comprender lo que intentaban los cubistas suele tomar tiempo. En esta era de fútbol, tenis, baloncesto –tal vez deportes ricos pero en todo caso más evidentes–, cuando tenemos dificultades hasta para entender o tan siquiera fijarnos en las estrategias del ciclismo, está claro lo que ocurre, ¿no?
Si las corridas de toros se acabasen, por prohibición o marcha de los aficionados, el toro de lidia desaparecería. Así de sencillo. Más aún, ni siquiera hace falta que las corridas sean prohibidas, basta con que dejen de ser rentables. Animal muy caro –un toro para una lidia cuesta miles de euros, y requiere grandes extensiones de terreno–, solo es rentable si se cría para las plazas y con público. De otro modo se convertiría en ternera de matadero para bifes y chateaubriands, entre otras cosas porque los poderes públicos suelen ser reacios a las subvenciones, que en cambio dan a otras actividades culturales. Porque sí, en España el toreo es considerado cultura por muchos: de ahí que en El País y otros periódicos, la crónica de toros salga en esa sección, no en sucesos, ni en deportes ni siquiera la de vida social. Y es una valiente paradoja la de los defensores de animales que para proteger a una especie pretenden hacerla desaparecer. Y claro que desaparecería: ¿se acuerda alguien de los burros que figuraban en todas las postales de España tan solo en los cincuenta y hasta sesenta? Yo lo recuerdo muy bien, de mi infancia: el burrito de Platero y yo y el más simpático de los animales. Pues bien, desaparecieron con la llegada de los coches y los tractores para todo el mundo, y ahora hay dos o tres reservas, como zoológicos, para preservar unos cuantos ejemplares.
Antes dije que el valor ocupa la mitad de la lidia. Bien, la otra mitad la ocupa la muerte. Es algo desde luego inherente a la corrida y, aunque sea un tema universal, tal vez el más universal de todos mientras no inventen la píldora de la eterna juventud, la muerte está hoy muy mal vista. La prueba es que ya no sabemos qué hacer, y los ejemplos abundan, para disfrazarla, disimularla, esconderla, olvidarla. Como el valor, de hecho –este tipo de valor, pues hay otros– también mal visto en nuestros tiempos más sensibles, que sin duda han recuperado otras cosas. El valor es testicular. Es machista. Es sospechoso. Un estado de opinión que no tiene en cuenta la interpretación –entre otras muchas– de que la lidia es el ritual de seducción de un macho, el toro, por una hembra, el torero (la falda es el capote), y ésta suele terminar llevándolo al tálamo de la muerte. Lo que prima hoy en día en Occidente, y también termina por llegar hasta las plazas, es ese vasto y gaseoso sistema de pensamiento, o sucedáneo, al que llaman “políticamente correcto”, “débil” o “global”.
Pero allá al fondo creo que lo que pone en crisis a la fiesta es que se trata de un acto todo lo sensual que se quiera, y plástico como un grabado de Goya, pero sobre todo imaginario: con el valor sugiere y alude a un mundo ideal, y con la muerte, a otro. Y si algo está hoy en crisis es lo imaginario. Vivimos en mundos literales, progresivamente unidos en uno solo, en los que está proscrita hasta la sugerencia de lo distinto. Con lo distinto no nos identificamos. No lo compramos. No es rentable. Y en estos prometedores comienzos del tercer milenio de la civilización occidental, ya se sabe lo que le pasa a lo que no es rentable.
Eso mismo es lo que, más allá de los estrictos valores de la fiesta, ayuda a convertirla en algo tan atractivo para todavía unos cuantos. No es posible meter una plaza de toros en un centro comercial, más que por una cuestión de espacio, de mentalidad. Lejos, muy lejos del uniforme universal del vaquero, la chancla y el tatuaje, y de las simplezas nacionalistas y localistas, la fiesta es, como decía Lorca, “la última cosa seria”. En todo caso, algo lejano de la obviedad y un refugio para la sugerencia. Un oasis.
Me pregunto cómo volvería Joaquín hoy al periódico si un turista japonés le hubiese dicho en Las Ventas que apagase el puro. Seguro que otra vez furioso. Pero me parece que ya no tan sorprendido. ~
Pedro Sorela es periodista.