Todos los seres humanos somos narradores y nos pasamos la vida contándonos unos a otros historias de veras o de mentiras. Un caso de la más rasa cotidianidad: el humilde oficinista Pedro Pérez, disculpándose ante su esposa de llegar tarde a casa, cuenta que en la oficina se demoró en un encargo extra del jefe, y que luego tardó en abordar el metro porque todos los convoyes venían a reventar, y que cuando, ya en la calle, tomó el camino a casa, comenzó a diluviar y hubo de guarecerse largo rato bajo la cornisa de la farmacia de la esquina. Esa es una pequeña aventura en modo cotidiano y realista. Pero también pudo ser que Pedro Pérez, en la tertulia del bar de después de las horas laborables, se hubiera demorado narrando a los amigos una muy detallada historia de la quimérica noche erótica que habría pasado en un lecho utópico con Lulú, la mas inconquistable de las secretarias de la oficina. Y ese relato oral sería la crónica de un suceso meramente deseado o un cuento fantástico que se negaría a confesar su género.
Es decir que los seres humanos somos los orales cronistas y/o los fabuladores de nuestra vida, de las vidas de otros y de los sueños de unos y otros. Y además somos más definida y definitivamente narradores cuando mediante la escritura contamos nuestras historias vividas u oídas o imaginadas.
Entre los narradores surgidos en México a partir de los años ochenta, Ana García Bergua destaca por su modo de ejercerse en lo que me gusta llamar el arte de Sherezada, un arte verbal de la seducción que ella despliega en artículos, en ensayos, en cuentos y novelas. Hasta puedo decir en qué momento, en cuál página, en cuáles líneas, su arte de narradora me sedujo por primera vez.
Por ejemplo, la siguiente línea aparentemente no extraordinaria pero que resulta una ruedecilla maestra en el “mecanismo” del relato:
“Pero ya en mi casa, estando dormido, sonó el telefono y eran sus ojos […]”.
La línea recortada es del párrafo final de un cuento enumerativa y desviadoramente titulado “Las piedras, los alfileres, los hielos, el vacío, el precipicio”, a cuyo protagonista, que a la vez es el narrador interior, lo inquietan, atemorizan y angustian los ojos de color azul (porque, dice, “en realidad no sé quién me mira detrás de los ojos azules”). La autora pudo usar el modo explicativo de un narrador convencional: “sonó el teléfono, tomé el auricular y al oír su voz recordé sus ojos”, pero, como quizá Ana quizá pensó que eso dejaría algo plano el relato, prefirió una hábil elipse, como la llave para una puerta: “y eran sus ojos”. Abrió así el momento terminal del cuento a un instantáneo vértigo que insinúa en el lector la posible prolongación fantástica del relato: la historia de una mirada enviada por teléfono.
Esa es una de las muchas sutilezas que suelen darse en los cuentos y novelas de inquietud y sonrisa de García Bergua gracias a una intuición poética subyacente a la mera narración.
En cuanto a la intuición humorística de Ana, citaré un párrafo de viva y turbia sensualidad de su reciente y muy entretenida novela La bomba de San José (que le ha valido el Premio Sor Juana Inés de la Cruz de la Feria Internacional de Libro, de Guadalajara). En ese momento la principal protagonista, una esposa simpática y correcta pero inconforme con la mera condición de ama de casa y con la rutina hogareña, narra que es besada por su marido (un hombre juerguero, un cinéfilo, un iluso Don Juan), y describe el vértigo muy sensorial y evocadoramente cinefílico que el beso le causa:
“Después me besó apasionadamente: sabía a tabaco y a vermouth. Cuando me besaba así yo me perdía, me ganaba la voluntad completamente, como a esos zombies de las películas.”
*
La ya extensa obra de Ana García Bergua puede ser adjetivada de realista, humorística y fantástica, un triple mestizaje que cautiva al lector. En el reciente cuadernillo Banquetes y cadáveres (Material de Lectura, n° 128, Difusión Cultural, UNAM, 2013 ) la autora de esas sutilezas literarias ha hecho una breve antología de sonrisas inquietantes… o de inquietudes sonrientes, a escoger.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.