23-F. Mitos y memorias de la Transición

Las fortalezas y debilidades de la Transición pueden dejar enseñanzas útiles para tiempos en los que las instituciones se ponen en duda.
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El 23-F, mientras todo el país se detenía asustado, yo jugaba con mi hermana en la alfombra. Concentradas, nuestra banda sonora era el rumor de fondo de la conversación agitada de mis padres, la abuela y mi tía, y de la televisión de la que no despegaban su atención, una Telefunken grande, de barriga gordota, que el abuelo compró para ver en color las Olimpiadas del 76 el verano que murió. En algún momento de la tarde-noche trepé hacia el reposapiés de la silla de ruedas de la abuela, uno de mis lugares favoritos del mundo. Y algo más tarde me quedé dormida, enroscada en el sofá, hasta que alguien me llevó en brazos a la cama que compartía con mi hermana en casa de la abuela. Así recordé durante mucho tiempo el 23-F. Pero igual que un día descubrí que en realidad solo conocía al abuelo a través de las palabras cariñosas de otros (aunque yo juraría tener recuerdos de su cara, de su voz y una imagen de su sonrisa a través de los barrotes de mi cuna, entre su muerte y mi nacimiento pasaron dos veranos), también caí en la cuenta de que mi 23-F, una de esas realidades que siempre han estado en mi memoria de niña, era un vivo recuerdo de los recuerdos de los demás.

Este recuerdo prestado se teje de relatos ajenos llenos de respiraciones contenidas, miedo y una sensación de tiempo congelado en peligrosa probabilidad de marcha atrás. De personas pegadas a la televisión y a la radio, esperando noticias, asumiendo lo peor. De abuelas haciendo acopio de comida. De preocupación por el tío sindicalista o la hermana contestataria, y llamadas rápidas con una contraseña repetida: tú, mejor escóndete. De coches preparados para salir corriendo a Portugal. Del padre de alguien que estaba haciendo la mili, al que acuartelaron y del que no se supo nada durante horas. Y como hilo común anudando las historias, una sucesión de recuerdos televisivos. El “¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo! ¡Se sienten, coño!” de Tejero. El barullo, los tiros y sus señorías agazapadas bajo la bancada con la lógica cara de susto. La excepción, con apreciación admirativa casi unánime, de aquellos que siguieron erguidos. Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y sobre todo, Manuel Gutiérrez Mellado, un hombre mayor de apariencia frágil que se levantó como un resorte de su escaño para enfrentarse en solitario con los guardias civiles armados que asaltaban el Congreso y se coló en la memoria de los españoles. Las imágenes terminan con el mensaje del rey a la una y cuarto de la mañana, que devolvió el aire a los ciudadanos espectadores y puso el reloj en marcha y hacia delante otra vez.

Si mi 23-F es un recuerdo heredado, el histórico se convirtió a la vez en cierre de etapa y mito fundacional. Su fracaso cerró la puerta a cualquier involución en la que el Ejército recuperase el poder político. Pese a no estar claro el propósito de los golpistas, que en apariencia perseguían fines diversos, la impresión general fue que pretendían restaurar el franquismo. Por ello su descalabro subrayó lo imposible de viajar atrás en el tiempo hacia una dictadura militar. La respuesta de Juan Carlos I, uniformado como capitán general de los Ejércitos, bloqueó el camino a los intentos castrenses de “interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”. Y si no se puede retroceder, solo queda ir hacia delante. La contundente victoria socialista apenas un año después terminó de certificarlo. Se cerraba la Transición y comenzaba una nueva fase de normalización democrática, con el desarrollo creciente y paulatino de las leyes pendientes, la consolidación del Estado de las Autonomías y la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. Democratización, modernización y europeización en apenas una década. Una trayectoria modelo que alcanzó su máximo esplendor en 1992, el año de la Expo de Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona, el primer viaje del ave o la capitalidad cultural europea de Madrid. Orgullo, optimismo y normalidad.

Sin embargo, más allá del mito, el 23-F tuvo consecuencias prácticas. El fracaso del golpe impulsó un giro conservador en el devenir constitucional, el conjunto de los partidos y la sociedad, fruto del miedo a una amenaza que había tomado forma real. Hasta entonces, el de la Transición estaba lejos de haber sido un recorrido pacífico y sin sobresaltos. La virulenta actividad de los grupos terroristas de extrema derecha, extrema izquierda y nacionalistas tensionó la vida política y social del periodo, dejando un reguero sangriento que alcanzó su pico de violencia en los años 1979 y 1980, con casi trescientas víctimas mortales. Pero el asalto al Congreso dio forma palpable al fantasma de una rebelión impulsada por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, trayendo al presente la sombra de 1936. Pese al alivio que supuso su fracaso y la convicción a posteriori de que no habría retrocesos, las decisiones que siguieron se vieron condicionadas por la intención de impedirlos. La contribución del 23-F a la consolidación de la democracia adoptó una forma concreta que además de cerrar el camino de regreso al pasado, obstaculizó otros tránsitos posibles, clausurando modos y opciones alternativas que se habían esbozado.

La política territorial se templó con la aprobación de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, pactada por UCD y el PSOE y matizada con posterioridad por el Tribunal Constitucional. Los partidos predominantes se moderaron, no solo en la cuestión nacional. Los socialistas revisaron su posición respecto a la OTAN, creyendo que internacionalizar las preocupaciones del Ejército las apartaría del tema de España y contribuiría al éxito de la inevitable reforma militar democrática. La derrota golpista también influyó sobre la suerte de las posturas ultras. El efecto sobre las posibilidades electorales de la extrema derecha fue demoledor, lo que provocó su descomposición partidista y su desaparición parlamentaria, algo a lo que tampoco fue ajena su decisión de menospreciar la vía del sufragio y las posibilidades constitucionales. Incluso cuando optó por ellas, apostó por una actitud de desafío y difícil encaje democrático. Así por ejemplo Tejero, que se presentó como cabeza de Solidaridad Española en las elecciones generales de octubre de 1982, escogió como lema de campaña una frase tan poco apropiada como “¡Entra con Tejero en el Parlamento!”.

Otro de los efectos conservadores del 23-F fue la congelación de las incipientes políticas de memoria. A pesar de las reticencias, durante la Transición se desarrolló el primer ciclo de exhumaciones de víctimas republicanas. En muchos pueblos, los familiares localizaron fosas comunes, trasladaron a sus muertos a sepulturas personales, celebraron funerales multitudinarios y les rindieron homenaje. En muchos casos, los ayuntamientos permitieron, arroparon, incluso impulsaron estas acciones. Se hicieron esfuerzos por resignificar cruces y otros símbolos y se emprendió la reforma del callejero, a menudo con la unanimidad del pleno. Entre 1978 y 1980, los gobiernos de UCD aprobaron una serie de reales decretos-ley que buscaban la reparación económica de las víctimas de la violencia de la Guerra Civil a través de la concesión de pensiones en diferentes supuestos. El PSOE, en cambio, solo aprobó durante sus mandatos de los ochenta una ley en 1984 para el reconocimiento de los servicios prestados a los miembros de las Fuerzas Armadas y cuerpos de Orden Público de la República. Las indemnizaciones a quienes sufrieron prisión durante la dictadura franquista derivadas de la ley de amnistía de 1977 tuvieron que esperar a la década de los noventa y la mayor parte de sus disposiciones en este sentido no llegaron hasta los 2000.

De este modo, el fracaso del 23-F contribuyó a consolidar la democracia, pero su camino supuso dejar cuestiones importantes sin resolver. Las heridas del pasado no se cosieron, sino que se cauterizaron, aplazando su cierre real a un futuro indeterminado. Y las cuestiones pendientes salieron a la superficie con la llegada del nuevo siglo por la inevitabilidad de la deuda arrastrada y el relevo generacional, sin el peso de los recuerdos propios. De ello se aprovechó el utilitarismo agitador, dispuesto a releer el pasado con objetivos más presentistas que históricos. La Transición, motivo de orgullo, se sometió a juicio y, excepto en ámbitos académicos y no siempre, la mayoría de las veces con más interés de causa que análisis crítico.

¿Cómo hubiera sido la historia de la democracia española sin un golpe de Estado? ¿Qué habría pasado si, pese a él, se hubiera seguido un recorrido menos temeroso? Es difícil reconstruir caminos no vividos sin hacer trampa, ya sea por búsqueda de réditos, por sugestión o por nostalgia. Es mayor el aprendizaje cuando se analizan los vividos. Las fortalezas y debilidades de la Transición pueden dejar enseñanzas útiles para tiempos líquidos en los que las instituciones se ponen en duda. Por ejemplo, que el consenso no supone gobiernos de concentración nacional ni opiniones unánimes, sino la capacidad de encontrar salidas aceptables para todos desde puntos de partida diferentes. Que no hay que menospreciar las amenazas porque a veces se convierten en realidades palpables. Que no es necesario esperar a que esto suceda para intentar evitar las consecuencias negativas que se pueden prever sin tensar la cuerda. Que si la amenaza cristaliza, es probable que el miedo intervenga en las decisiones de reconstrucción, con todas las limitaciones que de ello se derivan. Desacralizar mitos es una sana costumbre que no implica construir un mito opuesto alternativo, sino racionalizarlo para comprender sus limitaciones y valorar su alcance. Esa es la base que permite dejar la política de tierra quemada y construir. ~

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(Vigo, 1978) es historiadora y especialista en la Segunda República


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