Tópicos sobre los tópicos

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Sucede, de tanto en tanto, que lo familiar, lo próximo, aquello en lo que no solemos reparar porque nunca deja de estar ahí, decide hacerse notar, vestir sus más llamativas galas y reclamar su cuota de atención. Hoy se ha producido una situación de este tipo. Influido por la experiencia, completamente habitual, de una conversación intrascendente,trufada de lugares comunes, me da por ponerme a pensar en los tópicos. De entrada, y para no extraviarme en exceso (o demasiado pronto), convengo conmigo mismo en que tal vez lo mejor sea disponer de alguna definición —no importa que a título provisional— para echar a andar. Se me ocurre ésta: los tópicos son pequeñas unidades de saber práctico que se transmiten de manera anónima en nuestras sociedades. Los tópicos, efectivamente, aunque en algún caso puedan hacer referencia a cuestiones de apariencia abstracta o incluso especulativa (de hecho, puede hablarse de tópicos acerca del sentido de la vida, o incluso de la existencia de Dios), cumplen prioritariamente la función de proporcionar respuestas a aquellas cuestiones que los individuos perciben de forma generalizada como problemas directos e inquietantes que les plantea su realidad.
     Pero junto a la determinación práctica, también es importante la determinación anónima del tópico. Ella hace que aparezca ante los usuarios como una cuasi verdad aceptada se supone que unánimemente por todo el mundo, lo que desde luego constituye un importante elemento de refuerzo de su eficacia. Si, en vez de ser así, lo afirmado por el tópico perteneciera a alguien, fuera la conclusión a la que un autor concreto llegó, su aceptación universal dependería precisamente de la autoridad (y la unanimidad) alcanzada por éste. El anonimato, en cambio, contribuye en gran medida a subrayar el aspecto de evidencia, fronteriza con la obviedad, característico del tópico.
     Se observará que la definición propuesta se esfuerza por no deslizar juicio de valor alguno en relación a la categoría. El esfuerzo es deliberado. Han sido bastantes (y en todo caso, muy significativos) los autores que, utilizando el mismo término, u otros análogos, han tematizado la cuestión. Mencionemos sólo unos pocos. En su célebre Diccionario de las ideas recibidas, Flaubert mostró buena parte de esas fórmulas estereotipadas que en su tiempo pronunciaban las personas para parecer inteligentes y demostrar que estaban al día. También cabe considerar que se refería (al menos parcialmente) a este asunto el propio Ortega cuando proponía su célebre distinción entre ideas y creencias, en la que a estas últimas les correspondería el rasgo de la invisibilidad para la crítica, tan característico de los tópicos. O el propio Heidegger, cuando escribía acerca del cotidiano alienado como lugar del conformismo anónimo del Se (se dice, se piensa…), estaba hablando de ello. Aunque tal vez, de entre los pensadores más próximos a nosotros, quien ha asignado a esta cuestión una mayor centralidad en su planteamiento haya sido Gadamer a través de su defensa de la idea de prejuicio.
     Importa resaltar la no coincidencia en la valoración del tópico por parte de los autores mencionados. Así, mientras Flaubert y Heidegger (a quien, sin esfuerzo teórico alguno, se podría agregar al mismísimo Marx y a muchos marxistas, con sus teorizaciones acerca de la falsa conciencia) coinciden en subrayar la negatividad de la idea, Ortega y Gadamer son mucho más ponderados al respecto. Lo que no significa, claro está, que no haya puntos de acuerdo entre ellos: en lo malo del tópico todos ellos parecen pensar, si no lo mismo, sí cosas muy parecidas. Con demasiada frecuencia, el recurso al tópico cumple la función de sustituir la reflexión, el debate y la crítica por el presunto acuerdo unánime. El refugio en las ideas recibidas proporciona el confort del asentimiento colectivo, de la aceptación garantizada por parte de cualesquiera interlocutores, lo que no deja de ser, por decirlo a la manera kantiana, un inquietante indicio de minoría de edad racional.
     Pero, decíamos, mucho más interesante que la coincidencia es, a efectos de la presente reflexión, la discrepancia entre los autores mencionados. Gadamer ha argumentado a favor del prejuicio en unos términos que sin dificultad podríamos aplicar al tópico. Ha denunciado lo que llama “el prejuicio contra todo prejuicio”, fórmula que bien pudiera trasladarse como “el tópico de estar contra todo tópico”. Intenta mostrar con tales palabras la falta de fundamento, el carácter casi arbitrario, injustificado, de tal rechazo. Aunque en realidad, sostiene Gadamer, semejante intransigencia es el resultado de la presencia de otro prejuicio (o tópico) que permanece en la sombra, a saber, el prejuicio racionalista y cartesiano de que sólo es verdaderamente aceptable lo que se plantea, con toda certeza y sin margen de duda, desde la conciencia. Conocemos el desenlace: semejante aspiración, al margen de resultar de imposible cumplimiento, ha allanado el camino para ese cientificismo objetivista de cuya apoteosis hemos sido testigos en el siglo XX.
     La principal objeción que opone Gadamer a este metaprejuicio es de orden práctico: las cosas no son así o, lo que es lo mismo, no es ésta la forma en que nos comportamos. No podemos prescindir de nociones previas en nuestro trato con el mundo y con las otras personas. Necesitamos, por pura economía vital, esas cápsulas de conocimiento representadas por los tópicos, que nos sirvan para orientarnos en medio de la vorágine de la experiencia. No hacemos nunca tabla rasa en nuestro comercio con el exterior: antes bien al contrario, nos servimos de toda una serie de nociones y valoraciones previas para empezar a determinar nuestro obrar. Y hay que añadir, a continuación, que con enorme frecuencia los tópicos cumplen adecuadamente dicha función orientadora. La cumplen, claro está, porque contienen elementos de conocimiento. Formulémoslo con un grado más de rotundidad: los tópicos con muchísima frecuencia son verdad. En gran parte por eso se utilizan y se reproducen con tanta eficacia.
     Lo que pasa es que son verdad de una manera característica. En primer lugar, por supuesto, en la medida en que describen adecuadamente un determinado estado de hechos. Más allá de la obviedad de que hay de todo en todas partes, si el tópico de la gracia andaluza, por poner un ejemplo bien próximo, no tuviera el más mínimo fundamento in re, si fuera una infundada generalización (como los críticos de todo tópico suelen decir), hubiera durado muy poco. Pero es el caso que con una enorme frecuencia los ciudadanos no andaluces regresan de un viaje por aquellas tierras comentando, admirados, el sentido del humor, la diferente forma de tomarse la vida, el gusto por determinados placeres, que allí han podido disfrutar. Lo que es como decir —aplicando a lo que estamos tratando aquello que el filósofo John L. Austin decía del lenguaje ordinario— que si ha superado tantas y tan variadas contrastaciones y sigue vigente, nada hay más verificado que el tópico.
     Por supuesto que esa verdad del tópico tiene su truco o, siguiendo con el lenguaje analítico de hace un instante, es una verdad performativa, que desarrolla sus propios efectos. Cuando los individuos se sienten gratificados por la imagen que les devuelve el tópico, tienden a perseverar en ella, a obrar de acuerdo con lo que el tópico describe, con lo que tal vez fuera más correcto afirmar que en muchos casos son los propios aludidos los que se encargan de realizar la verdad del tópico. Planteado a la inversa: en una sociedad en la que se considerara que los valores primordiales son la laboriosidad, el esfuerzo, la tenacidad, la seriedad en el cumplimiento de los compromisos adquiridos y otras virtudes difusamente luteranas, los individuos alegres y divertidos del ejemplo anterior se sentirían directamente penalizados en el caso de que continuaran comportándose como en su lugar de origen.
     A esta verdad pretendidamente objetiva del tópico habría que añadirle otra, la que bien pudiéramos denominar verdad a su pesar. Porque el tópico, más allá de que acierte en la descripción de lo que nombra, aporta otro orden de conocimiento. El tópico nos hace saber de la percepción de los otros y ese dato resulta, en cuanto tal, revelador. Cuando se describe a un grupo, o a los ciudadanos de un país, en determinados términos, no siempre se nos da cuenta de los rasgos que éstos efectivamente poseen. El hecho de que los mismos chistes que en Francia se cuentan de los belgas en España se cuenten de los habitantes de Lepe, o en Argentina de los gallegos, está informando —y con notable claridad— de la percepción que franceses, españoles o argentinos tienen de sus vecinos o de sus compatriotas. Análogamente, dando un paso más, también se podría afirmar que el tópico puede informar a su pesar de quienes lo utilizan en sí mismos. Es todo menos obvia la razón por la que un individuo pretende dar por concluida la explicación de su enfado apelando al lugar común, habitual por estas latitudes, de “¡Lo que más me molesta es que me tomen por tonto!”, que tanto asentimiento suele provocar. Acaso un sencillo contraejemplo nos permita no entretenernos más en este punto: en otros entornos, por ejemplo en la cultura anglosajona, probablemente el pico del enfado lo provocaría el ser tomado por mentiroso, reproche que en cambio en nuestra cultura tiende a considerarse menor y a ser juzgado con benevolencia.
     Así las cosas, se reparará en que, en realidad, la posición más débil desde el punto de vista teórico es precisamente la de quienes se declaran por principio en contra de todo tópico. Defender semejante cosa o —apenas otra variante de lo mismo— estar a favor de la originalidad por sistema constituye en sí mismo un tópico… sólo que de los peores, esto es, de los que ignoran su condición de tal. Ahora debiéramos ver con claridad que la condición tópica o no tópica de una afirmación o un enunciado en ningún caso puede constituir el criterio último para juzgar su interés o su valor. Ortega —a quien no habíamos olvidado, a pesar del rato transcurrido desde que se le citó— planteó bien este asunto. Si las creencias representan ese lugar imaginario en el que estamos —frente a las ideas, en las que aquéllas se originaron y de las que lo propio es decir que las tenemos—, la forma de elucidar cuáles de entre ellas resultan aceptables pasa por explicitarlas y desandar el camino andado, esto es, examinar en qué ideas se basan. Creencias aceptables (o tópicos aceptables, tanto da a estos efectos) serían entonces aquéllas cuyas ideas-madre resisten la crítica, en tanto que creencias inaceptables serían aquellas otras que no la resisten, o que ya no tienen ideas que las respalden.
     Lo cual viene a constituir otra forma de señalar el carácter no sólo social sino —sobre todo a los efectos de lo que estamos examinando aquí— histórico de las creencias. ¿Qué significa esto finalmente? Que las creencias caducan. Y como no lo hacen de golpe, sino de manera gradual, probablemente sea ese proceso de caducidad el que explique buena parte de las ambigüedades que presentan muchos tópicos (allegables en este punto a las creencias), así como las relaciones de adhesión/rechazo que acostumbran a provocar. Es comprensible: no resulta fácil, pongamos por caso, mantener los viejos tópicos acerca de la manera de ser de los habitantes de una ciudad o un territorio cuando en los últimos años su población inmigrante ha experimentado un aumento espectacular. O intentar perseverar en los lugares comunes respecto al otro sexo cuando los roles respectivos han sufrido una completa transformación. Pero repárese en que sería ilegítimo extraer de esta constatación la inutilidad (o el absurdo) de tales tópicos, que sin duda cumplieron con su función en el pasado, y que probablemente serán sustituidos por otros, referidos a la nueva situación (tal vez acaben desempeñando dicha función algunas afirmaciones acerca del mestizaje y el multiculturalismo, o gran parte de las ideas que se reiteran profusamente en ciertas revistas acerca de una emergente nueva mujer).
     La cosa podría dar todavía mucho más de sí, pero tal vez, para tratarse de una reflexión improvisada a partir de una conversación intrascendente, baste con lo anterior. En cualquier caso, si todo lo que se ha planteado hasta aquí es sustancialmente correcto, cabría inferir de ello una posible tarea para la filosofía. O, quizá mejor, una nueva manera de abordar su tarea de siempre. Porque si en los tópicos se concreta y solidifica la atmósfera de una época, el universo de creencias, valores y nociones que en cierto momento de su historia comparte una determinada sociedad, la tarea de la crítica, de la clarificación e incluso de la propuesta, que la filosofía debiera asumir, tendrá que tomar como uno de sus objetos clave los tópicos realmente existentes. Detectarlos, identificarlos y analizarlos críticamente pasaría a constituir de esta manera uno de sus empeños prioritarios. Empeño de especial relevancia práctica, habida cuenta de que los tópicos no se agotan en su función descriptiva (o informativa) sino que en muchas ocasiones incluyen —sea de manera implícita o de manera explícita— una dimensión valorativa, cuando no directamente prescriptiva. Tal es el caso de esa variante particular de tópicos constituida por los refranes, los cuales, so pretexto de albergar una presunta sabiduría popular intemporal, ocultan el signo profundo de sus propuestas.
     Un matiz final, para terminar de complicarlo todo. Se recordará que en la definición provisional de tópico que propuse al inicio (“pequeñas unidades de saber práctico que se transmiten de manera anónima”) incluí como coletilla las palabras “en nuestras sociedades”. No habría que echar en saco roto el matiz. Probablemente pudiera decirse, utilizando en nuestro provecho la categoría que hemos analizado, que uno de los rasgos que caracteriza al mundo contemporáneo es precisamente su enorme capacidad para producir y difundir tópicos. Los grandes medios de comunicación de masas —en el sentido todo lo amplio que se quiera de la expresión— pueden ser vistos desde esta perspectiva como formidables mecanismos de producción y difusión de tópicos. Sin duda la filosofía dispone de escasas armas para enfrentarse a tan desmesurado poder. Pero no iría mal, por lo pronto, que empezara por no desdeñar a dichos medios y tomara adecuada conciencia de que respecto a lo tópico se pueden decir cosas nada tópicas. Ojalá lo escrito pertenezca a esta categoría (aunque nunca se sabe). –

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es crítico de cine.


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