Turgencias de hule

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En su afán por lograr que las mujeres se parezcan lo más posible a los transexuales, y paguen tanto como ellos por mudar de figura, los cirujanos plásticos y los publicistas que imponen los modernos cánones de belleza han obtenido una importante victoria estratégica: revestir de prestigio sus caricaturas de la perfección física y convertirlas en signos de status. Hasta hace poco una cirugía estética se consideraba exitosa cuando nadie la notaba. Pero como solo un mínimo porcentaje de las reconstrucciones faciales o corporales son imperceptibles, los mercenarios del bisturí tuvieron que crear un ambiente favorable a los cuerpos y los rostros artificiales. Surgió así la moda del fake look, en la que el objetivo de la cirugía ya no es corregir pequeños defectos anatómicos, sino rediseñar nalgas, pechos, abdómenes o caras en el quirófano, aunque el resultado sea un adefesio retadoramente sexy. Cuando una mujer descontenta con su cuerpo estrena senos de odalisca, sus amigas ya no fingen ignorar la operación. La felicitan con un elogio ambiguo: “Qué bien te quedó el implante”, con lo cual dan a entender que es notorio. Pero la recién operada no acusa el golpe, al contrario, pide a sus amigas que le estrujen las tetas para comprobar la buena calidad del silicón. Como la sociedad aceptó ya las ubres sintéticas, las liposucciones, los labios hinchados con colágeno, las caras planchadas con botox y las nalgas de ánfora egipcia infiltradas con guayacol, ahora los cirujanos plásticos del Reino Unido se han abierto un nuevo nicho de mercado: las vulvoplastias, que consisten en recortar los labios menores de la vagina para evitar que sobresalgan sobre los mayores, pues un creciente número de mujeres detesta que su vulva tenga forma de coliflor.

Nunca he visto una vulva mutilada, ni Dios lo quiera, pero me temo que debe ser tan decepcionante como los senos henchidos contra natura. Un seno de mujer, sea grande o pequeño, tiene una textura y una suavidad que ninguna sustancia química puede igualar. De hecho, gran parte del placer al acariciarlo consiste en sentir cómo se pone enhiesto y beligerante. Los senos postizos, en cambio, tienen la textura de una pelota de squash y ya están duros antes de que el hombre ponga en ellos su mano o sus labios. El reemplazo de la carne por el hidrogel o el poliuretano representa, pues, un fiasco erótico, pero las ingenuas víctimas de esta moda lo sacrifican todo, hasta su propio placer, con tal de lucir un escote provocador. Perder la sensibilidad de la vagina o de los senos en aras del éxito frívolo equivale a cambiar las satisfacciones profundas del ser humano por las glorias del maniquí. Los principales damnificados por esta involución grotesca son los sufridos amantes que ahora palpan turgencias de hule, y sin embargo no parecen lamentarlo, pues también ellos anhelan pavonearse en las fiestas con una modelo de calendario. Nunca antes el público se había entrometido tanto en la intimidad de las parejas, ni tantos imbéciles lo habían supeditado todo a su aprobación.

A principios de año, en la antesala de la peluquería, me entretuve hojeando una pila de ejemplares de la revista TV Notas. En todas las portadas había guapas estrellitas en bikini, retratadas de espaldas, con el torso vuelto hacia la cámara. Mirándolas con atención descubrí que solo variaban las caras de las modelos, pues todas tenían el mismo cuerpazo retocado con Photoshop. Como en las ferias donde los niños meten la cabeza en el óvalo de un bastidor para fotografiarse con el cuerpo de Buzz Lightyear, los editores de TV Notas se limitan a sustituir cada semana la cara de la sempiterna culona que adorna sus portadas. Pero tampoco las caras son muy diferentes: el taller de hojalatería que todas frecuentan ofrece un repertorio muy limitado de narices respingadas, bembas negroides y pómulos angulosos de vampiresa naíf. Nada molesta más a una mujer coqueta que llegar a una fiesta donde otra invitada lleva el mismo vestido. ¿Por qué no les importa, entonces, llevar a perpetuidad una barbilla o un tabique nasal de catálogo?

En el excelente cuento “Ptosis”, incluido en su libro Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama, 2008), Guadalupe Nettel cuenta la historia de un fotógrafo parisino enamorado de una muchacha que está a punto de operarse los párpados, por tenerlos levemente caídos. Para el fotógrafo, esos párpados son el mayor encanto de la muchacha, el rasgo facial que la singulariza, y la retrata con un sentimiento de duelo anticipado, como si viera por última vez una maravilla natural en peligro de extinción. Nettel dio en el clavo al oponer la magia del rostro irrepetible al garlito de la perfección en serie. La belleza uniforme degrada el gusto, anestesia la sensibilidad y tiende a robotizar el impulso erótico. El garbo no se puede copiar, es un don natural nacido de la autoestima que las Barbies clonadas abandonan en el quirófano por no atreverse a decir, como el Quijote, “soy la que soy”.

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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