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Un libro de cartas como un rompecabezas. Es decir, armar un epistolario como si se leyera un rompecabezas. O viceversa. Con una gran salvedad: los epistolarios son rompecabezas a los que siempre se les han perdido un montón de partes.
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Hace poco di con el libro Cartas de W. H. Hudson a Cunninghame Graham y a la Sra. de Bontine. 1890-1922, publicado por la editorial Bajel, de Buenos Aires, en 1942. Es la traducción al castellano de una obra aparecida en Londres el año anterior, en una limitada edición de lujo, de solo 250 ejemplares.
William Henry Hudson nació en Argentina en 1841, hijo de padres estadounidenses. Hacia 1870 emigró a Inglaterra, donde produjo, en inglés, una vasta obra literaria, elogiada por Conrad y Borges. Muchas de sus páginas tienen por tema y escenario el recuerdo de los años de infancia y juventud vividos en la Pampa húmeda. Hudson murió en 1922.
Leer las cartas que le escribió a Robert Cunninghame Graham —escritor, político y aventurero escocés y uno de sus grandes amigos— constituye una curiosa experiencia. Sobre todo porque lo que uno lee son los fragmentos de un diálogo: las cartas de uno sin las respuestas del otro. Esto obliga a suponer, o imaginar, o resignarse a no tener idea de lo que Cunninghame Graham le decía.
Por citar solo algunos ejemplos: en la carta 14, Hudson agradadece un “bondadosa invitación”, que declina porque estará fuera de Londres los dos siguientes días. No sabemos para qué era esa invitación. En la 28, dice Hudson: “Pese a su explicación, mi cabeza dura no se ha dejado convencer por sus argumentos para denominar ‘Gritte Poule’ al albatros. Probablemente se haga en mí la luz un día de estos”. Desconocemos cuáles son esos argumentos. “Es un gran placer para mí y un beneficio —afirma Hudson en la carta 44— el que usted utilice The Purple Land como pretexto para apoyar su declaración sobre literatura inglesa; pero con mucho de ellos estoy en entero desacuerdo y dudo si usted se propone seriamente que sea aceptado”. Salvo que realice indagaciones más profundas, el lector no sabe de qué trata esa declaración. Y así, todo el tiempo.
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Alejandro Dolina suele jugar con la idea de que las grandes obras de la antigüedad, de las que a nosotros solo nos han llegado restos, en realidad fueron creadas así. Que lo que hoy en día consideramos ruinas de templos, pedazos de esculturas o fragmentos de poemas hayan sido desde el principio de esa manera. Que donde creemos que antes hubo piedras o mármol o versos que completaban la obra, en realidad no haya habido nada: y que eso que vemos, así, tal cual, sea y haya sido siempre la obra.
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No solo faltan las cartas de uno de los corresponsales, sino también algunos fragmentos de las cartas del propio Hudson. En tres ocasiones, una línea de puntos sustituye un fragmento de texto. La nota al pie explica que “en la edición de The Golden Cockeres Press, Londres, 1941, se han omitido algunas líneas por referirse a personas vivientes que podrían sentirse afectadas por el juicio del autor. En este caso, como en algunos otros, hemos respetado el deseo de los editores británicos”.
Claro, en aquel momento las cartas eran todavía recientes: no se habían cumplido ni dos décadas desde la muerte de Hudson. Hoy, casi un siglo después, esta cuestión no representaría un impedimento.
Hay una cuarta omisión, que resulta más intrigante: mientras en las anteriores no hay alusión alguna a las personas cuya identidad se preserva, en una carta de 1901 Hudson pregunta a su amigo si oyó hablar de “la tragedia de…” (falta el nombre), “un poeta muy conocido entre 1850 y 1860 [que] escribió mucho en dialecto gauchesco”. La tal tragedia, describe la carta, fue la desventurada historia de amor de su hijo Américo: se enamoró de una muchacha, pero la madre de esta se opuso a la relación. El amor creció, el padre y el hermano de la chica intervinieron a favor de la unión… hasta que la madre tuvo que reconocer que el novio, Américo, era hijo de ella (y, por tanto, hermano de su enamorada). “Este drama terminó con la muerte de la muchacha antes del año, con el corazón destrozado —escribió Hudson—; el novio se marchó para ocultarse de todos”.
¿Quiénes eran? No lo sé con seguridad, pero Hilario Ascasubi, uno de los primeros y más renombrados poetas gauchescos argentinos, gozó de gran popularidad en las citadas décadas y tuvo un hijo llamado Américo…
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El conjunto de las 58 cartas de Hudson a Cunninghame Graham (más el bonus track de cuatro misivas “a la Sra. de Bontine”, madre de este último) se lee como una novela. La experiencia me hizo pensar en la idea de Dolina: una obra creada desde el principio como los fragmentos de una obra mayor que en realidad nunca existió.
Me imagino una novela epistolar que, a diferencia de las tradicionales, esté llena de huecos, de omisiones, de referencias que no conducen a ningún lado, de personajes laterales que entran y salen sin sentido aparente. Una novela que —como esta— carezca de una línea argumental definida y de uno o varios conflictos que se vayan resolviendo con el correr de las páginas, y que comience con una carta sin introducciones ni presentaciones ni puestas en escena, y que acabe con otra, treinta y dos años después, en la que el autor pida libros prestados y hable de sus planes y proyectos para el futuro, sin saber que se va a morir tres semanas después.
Posiblemente muchos lectores criticaran su falta de cohesión interna, la gratuidad de ciertas peripecias, el ingreso y egreso sin sentido de personajes. El rompecabezas de la vida misma, podría responder el autor, antes de despedirse con elegancia.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.