Una de las escenas más dramáticas de la película La Lista de Schindler, de Steven Spielberg, es la de las mujeres en el campo de concentración de Auschwitz . Como se recordará, tras sobornar a varios mandos nazis, Oskar Schindler busca llevar a los trabajadores judíos de su fábrica a una nueva ubicación lejos de los campos de exterminio. Sin embargo, el tren que conduce a las mujeres al refugio es desviado por error a Auschwitz. Mientras Schindler lucha desesperadamente por llegar al lugar y rescatar a sus trabajadoras, los espectadores acompañamos horrorizados a las mujeres en la travesía final: el corte de pelo, la pila de zapatos, la humillación de la desnudez, la entrada en el cuarto cuyas puertas herméticas insinúan la cámara de gas, el terror de la oscuridad, la certeza de la muerte que saldrá de la ducha. El espectador reconoce cada elemento del cuadro históricamente documentado y (esa es la magia de la escena) parece transmitirles esa angustia a posteriori a las mujeres que entonces empiezan a mirar insistentemente hacia arriba y terminan por resignarse a la fatalidad. En ese momento, ellas también parecen venir del futuro, más allá del fin de la guerra, después de Núremberg y la literatura del holocausto, y saben qué les pasará. Cuando finalmente surgen los chorros de agua, todos, las mujeres en la pantalla y los espectadores en la butaca, respiramos aliviados y felices de que no se cumpliera el destino anunciado.
Esa reflexividad del conocimiento presente para apreciar el acto pasado está en la base de los juicios sobre la actuación de Jorge Mario Bergoglio durante la dictadura militar argentina, especialmente en el caso de dos curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalic, detenidos durante cinco meses en 1976. Ya sea que se lo considere un colaborador irredimible, un acomodaticio u oportunista, o de plano un cobarde que no se atrevió a defender a sus compañeros de orden, todas esas caracterizaciones corresponden a nuestro conocimiento y juicio moral actuales sobre un periodo especialmente negro de la historia argentina. ¿Pero qué habría pensado el padre Bergoglio en ese momento y de qué información disponía? ¿Cómo percibía su papel individual, el papel de su orden y el de la iglesia en una sociedad agobiada por la salvaje represión militar, precedida a su vez por largos meses de parálisis gubernamental, movilización social y violencia guerrillera? ¿Cómo interpretaba los acontecimientos y acciones individuales a la luz de su propia formación religiosa?
El enigma del padre Bergoglio es un reflejo del misterio que sigue siendo la iglesia católica para muchas personas que la analizan desde fuera. Seguí todo el proceso de selección del nuevo Papa, principalmente, a través de dos ventanas: los reportes en la prensa escrita y electrónica estadounidense y los comentarios de analistas, políticos y amigos de izquierda en México. Me pareció que ambos espacios coincidían en proyectar sus propios valores, filias y fobias en la iglesia para luego preguntarse por qué la iglesia no respondía a sus expectativas. Los medios estadounidenses, que en general dan por sentada la superioridad moral de su sistema político, destacaban incesantemente la opacidad del proceso de sucesión papal y los contrastes con los procedimientos de casa. “Hay que recordar que, a diferencia de las elecciones presidenciales en EEUU, en la sucesión papal los candidatos no hacen campaña,” nos aclaraban en CNN.
Asimismo, las izquierdas nos recuerdan justamente que el nuevo Papa es uno de los mayores exponentes del conservadurismo social en América Latina y libró una dura batalla contra el gobierno de Cristina Fernández en torno a los temas del aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Las simpatías políticas parecen venir ahora en paquete. Las personas que se definen como “progresistas” suelen preocuparse por los derechos humanos, la justicia distributiva, los derechos de las minorías, el medio ambiente, etcétera, pero la iglesia católica no ha encajado nunca en esas identidades totalizantes. Es una institución tan vieja y tan compleja que resulta el ejemplo empírico que más se acerca a la idea del inmortal postulada por Borges: el hombre que en un plazo infinito termina siendo todos los hombres.
En sus dos mil años de historia, la iglesia ha sido héroe y canalla, mártir y victimaria, mendiga y millonaria y todo lo que queda en medio, a veces al mismo tiempo. La misma jerarquía católica argentina que guardó silencio institucional -y algunos de cuyos miembros fueron cómplices del terror-durante la guerra sucia, se opuso abiertamente en 1979 a la Ley Sindical con la que la dictadura trató de maniatar al movimiento obrero argentino, se convirtió en mediadora entre sindicatos y militares y respaldó tácitamente la primera huelga general contra el régimen en 1981. El ahora Papa Francisco tiene una lectura particularmente enérgica de la incompatibilidad del capitalismo desbocado con las Escrituras.
El punto es que uno puede simplemente decidir, como hacían los viejos jacobinos y los marxistas que se toman al pie de la letra que “la religión es el opio de los pueblos”, que la iglesia es una institución insalvable cuya influencia debe ser combatida resueltamente en todos los ámbitos, para lo cual habría que empezar entonces por desconocer todo el entramado en favor de los derechos humanos que la iglesia ha construido y promovido en la sociedad civil mexicana, por poner un ejemplo. O bien podría uno ver a la iglesia como una institución atravesada por las más diversas corrientes, una matriz de la que surgen combinaciones heterodoxas para los observadores externos, como un Papa tradicionalista en lo social y crítico en lo económico. Quizá una alternativa, para los que no participamos directamente en la vida católica, pero compartimos su vocación por los más pobres, sea defender la estricta separación entre iglesia y Estado, dejar que la iglesia se haga bolas con sus procesos internos y métodos de selección en vez de esperar un Papa a nuestra entera satisfacción, e interactuar crítica y constructivamente con las organizaciones y alianzas que la iglesia promueve en la sociedad civil.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.