Leer estos Cuentos completos, sobre todo en su orden natural, es decir, ateniéndose a las fechas, más bien etapas, en que fueron escritos, produce una curiosa y bullente sensación, acostumbrados como estábamos, tras las últimas novelas de Marsé, a instalarnos decididamente en un ámbito en el que la materia o las historias originadas en la realidad (un barrio, unas vidas, un tiempo de perfiles escuetos) nos llegara sonambulizada tras pasar por la “lenta condensación esencializadora” (la expresión procede de una página de Ridruejo dedicada a Si te dicen que caí) que la memoria y la voluntad artística del autor aplican a aquellas lejanías. Acostumbrados a los retratos con retoques, a las fotografías manipuladas “con un lápiz de punta fina en la soledad del cuarto de revelado” (tomo la analogía de Rabos de lagartija), la visión en algunos de estos cuentos de la realidad desnuda y simple, de estampas que son únicamente desnudos y crudos reportajes, imágenes ofrecidas sin afeites y sin apenas retóricas porque entonces (años cincuenta) el escritor en su oficio semejaba un escrupuloso celador de lo real, produce, como decía, una curiosa y bullente sensación. Pues el lector recorre cuarenta años dedicados a la literatura, no sólo por el abanico cronológico aquí delimitado sino sobre todo por los quiebros en la orientación estética y narrativa habidos a lo largo de ese tiempo. Y también la comentada sensación procede del íntimo parentesco que muchos de estos cuentos mantienen con algunas de las novelas de Marsé.
No estamos ante un autor especialmente fecundo en el género cuentístico, lo cual no quiere decir que los relatos cumplan funciones subsidiarias o ancilares en su quehacer literario. Al margen de que en sus inicios literarios Marsé recurre a esa vía de publicación que son los concursos o premios de relatos (con “Nada para morir”, de 1959, ganó el premio Sésamo) o las secciones fijas de algunas revistas, los textos tienen validez en sí mismos, más allá de su carácter revelador de una obra más o menos en ciernes, dado que tanto el mencionado como los otros cuentos de aquella hora ”La mayor parte del día” (1963), “Plataforma posterior” (1957) y “La calle del dragón dormido” (1959) muestran ya lo medular del Marsé novelista: acotar y seleccionar una parcela de la realidad histórica, geográfica y social en la que instalar a unos personajes que, con el transcurso del tiempo, adquirirán relieve y profundidad.
De esta primera serie, primero se le ofrece al lector el que fue publicado en último lugar, “La mayor parte del día”, que sin embargo fue el primero en cuanto al tiempo de escritura. Y se nota. Resulta tosco, epidérmico, demasiado prosaico y excesivamente sumiso para con las consignas políticas y estéticas del momento. Siempre me ha gustado mucho, sin embargo, “Plataforma posterior”: un relato de corte aldecoano, perfecto en el propósito de mostrar une tranche de vie (la rutina diaria de un mecánico tornero, una artista de banca o un corredor de bolsa) tanto desde una focalización externa que enmarca a los pasajeros de un tranvía en su ida al trabajo, con las menudas incidencias que en ese espacio se producen, como desde el prisma interior (anhelos, inquietudes, fondo personal), mediante el empleo del estilo indirecto libre y el monólogo (casi) interior. Hay aquí una combinación de perspectivas que anuncia los grandes logros de novelas posteriores.
Otro grupo de cuentos, el que abre el volumen, está compuesto por los que en su día formaron el libro Teniente Bravo (1987). De ellos, me encantó releer “Historias de detectives”, en el que Marsé explora y explota nuevas posibilidades de “la aventi” como recurso fabulador, más que propiamente narrativo, según había mostrado magistralmente en Si te dicen que caí (1973). Pero ahora el recurso se funde con otros elementos que apuntan a una novela posterior, El amante bilingüe (1990), tanto en lo que atañe a algún que otro personaje secundario (el mago Fuchín, por ejemplo) o a algún motivo ambiental (el deslumbrante Lincoln abandonado en lo alto de un descampado, y que antes parcialmente asomó por la Barceloneta, en “La calle del dragón dormido”), como en la presencia del “entrañable” Juanito Marés, todavía niño, convirtiéndose en La Araña Que Fuma.
Ahora bien, de aquel libro, siempre tuve una especial debilidad por “Noches de Bocacio”, divina parodia de la no menos divina o divinizada Gauche barcelonesa de los sesenta, a la que sin duda los jóvenes de mi generación, crecidos y formados en la década siguiente, debemos mucho en educación estética y formación intelectual, es cierto, pero que, vistos desde el prisma marseano y ya sin la acidez corrosiva de sus años estudiantiles, no dejan de divertirnos.
En esta órbita paródica se inscriben también “El jorobado de la Sagrada Familia” o “El caso del escritor desleído”, por ejemplo, que el lector disfrutará más cuanto mejor conozca o más sepa del referente real aquí distorsionado o esperpentizado. “Parabellum” (1977) es un muy interesante embrión de lo que será La muchacha de las bragas de oro (1980). Y también si consideramos la parte de la historia colectiva a la que la intriga se refiere, elemento que retorna en “El pacto”, donde ese ejercicio de amnesia y de maquillaje del pasado propio es trasladado, en un registro cómico y grotesco dado el desenlace del cuento, a un ex falangista y un ex comunista que, a efectos de imagen pública, se avienen a olvidar mutuamente sendas fechas de sus respectivas vidas.
Estos Cuentos completos incluyen también un apéndice de documentos variopintos pero muy pertinentes para acompañar esta lectura. Hay que celebrar la minuciosa y dedicada labor de Enrique Turpin, autor de esta necesaria reunión de cuentos y de una extensa introducción a los mismos. ~
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