Durante los años de su actividad en la Resistencia francesa como redactor-jefe del clandestino periódico Combat, Albert Camus había aprendido a desconfiar de cualquier pensamiento absurdo pero racionalizado y legitimador de los paladines del totalitarismo. En el drama Calígula (concebido en 1937 y representado, en 1945, unos meses antes de la liberación de París) había puesto en escena a una especie de alucinado héroe de la absurdidad, un tirano que, tras la muerte de la amada esposa, dedica su poder a vencer el absurdo por el exceso del absurdo y a imponer un reinado de la arbitrariedad, del capricho y el crimen. En el último acto, el tirano, comprobando que por haber “tomado partido contra los hombres” ha fracasado su quimera, se entrega a los puñales de los patricios conjurados gritando: “¡A la Historia, Calígula, a la Historia”, y profiere en un estertor: “¡Aún estoy vivo!”.
La pesadilla de la guerra mundial había terminado, pero no se habían acabado las diversas formas de poder total y las variantes del tirano Calígula. Hitler y Mussolini habían muerto, pero persistían dictadores como, por ejemplo, Franco y Stalin, quienes, basados en ideologías divergentes, ejercían el poder total en España y en la Unión Soviética. La pesadilla de la Historia (que decía James Joyce por boca de Stephen Dedalus en el Ulises) no había abandonado el mundo y combatirla seguía siendo una razón de ser, de actuar, de escribir que frente a un renaciente orden absurdo era una tranquila esperanza y una labor cotidiana: “Pesimista en cuanto a la condición humana, soy optimista en cuanto al hombre”, dice Camus y ese pensamiento subyace en La peste (1947), una novela alegórica que, inspirada por la invasión hitleriana, alude a cualquier orden totalitario.
Abierta desde este justificatorio epígrafe tomado del novelista inglés Daniel Defoe: “Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe”, la segunda novela de Camus —cuyo esquema alegórico es enriquecido con la narración y la descripción realistas de la ciudad argelina de Orán imaginariamente ocupada por la epidemia y aislada del resto del mundo— comienza cuando, al salir de su cuarto de baño en una mañana primaveral, el doctor Bernard Rieux tropieza en el pasillo con una rata muerta. Una invasión de ratas enfermas ha inaugurado la peste. A partir de la invasión de los roedores la epidemia avanza en progresión geométrica sobre la cotidianidad ciudadana sin que las autoridades sanitarias puedan contenerla, y va cobrando un cada vez mayor número de víctimas. Las autoridades municipales declaran el estado de epidemia y desde ese momento Orán cierra entradas y salidas fronterizas y, como una ciudad sitiada en estado de guerra, resulta desprovista de toda comunicación con el exterior. Muchos ciudadanos se adormecen en el miedo o buscan cualesquiera formas de consuelo o diversión, otros más lucran con la miseria general, pero algunos como el doctor Rieux y su amigo Tarrou, unos pocos, procurando no perderse esporádicas ocasiones de goce del mero existir (por ejemplo tomándose una tregua para gozar de la playa, del sol, de la natación en el mar), se enfrentan a la epidemia y la combaten como humildes y tenaces héroes civiles, se esfuerzan en las labores médicas y en cualquier forma de socorro a los enfermos. Y, tras los días infernales de la tan concreta como simbólica ocupación de Orán por las ratas, la ciudad queda liberada de la plaga.
Los trabajos de Rieux, Tarrou y otros valientes, en el modo de un heroísmo pacífico, humilde y cotidiano, han ayudado a que la ciudad se salve recobrando la salud. Pero en el final de la novela, publicada en los días en que el mundo se recupera de las invasiones nazis, descubrimos que el cronista del combate a la plaga, es decir, el “cronista” desde el interior de la novela, es el mismo doctor Rieux, que concluye su testimonio en un tono de advertencia:
“Escuchando, en efecto, el griterío alegre que ascendía de la ciudad, Rieux pensaba que esa alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía algo que aquella alegre muchedumbre ignoraba y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere, que puede permanecer durante decenas de años adormecido en los muebles y en las sábanas, que pacientemente espera en las habitaciones, en los sótanos, en las maletas y hasta en los pañuelos y en los viejos papeles, y que tal vez llegaría el día en que, para desgracia y para enseñanza de los hombres, la peste volviese a despertar a sus ratas y a enviarlas con la muerte a una ciudad dichosa.”
La segunda novela de Camus es una extensa, una intensa metáfora del Mal representado por la epidemia, la cual representa al orden nazi, el cual a su vez representa a cualquier orden totalitario… y simultáneamente a otra perpetua plaga: el terrorismo de grupo o de Estado y sus ideologías justificadoras. Y de esa plaga Camus tratará en 1951 en L’Homme revolté (“El hombre en revuelta”, mejor que “El hombre rebelde”), un perturbador ensayo sobre la violencia terrorista y revolucionaria “justificada” por alguna ideología fervorosa y sistemáticamente humanitaria.
(Continuará…)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.