“Aún no aparece el anticuerpo de la hepatitis”, solía decirme el Dr. Kershenobich sin quitar la vista de su bloc de recetas, garrapateando las siguientes instrucciones que repetía en voz alta: “Hágase de nuevo un análisis de transaminasas, un perfil de funciones hepáticas completas y vuelva en seis meses”.
Cuestión de método, afirmarán algunos. Cuestión de estilo, reprocharán otros. Escribí antes que el de mi hepatólogo, a la luz de mi curación, me parecía el discurso más deseable por su sinceridad y laconismo. Cierto: el desapego y la ambigua moraleja de su evaluación eran innecesarias, pero hoy seguiría prefiriéndolas al “trato humano” del primer doctor que consulté. Mientras éste me aconsejó seguir un régimen militar de medicamentos e inyecciones, Kershenobich me ordenó dieta libre, reposo relativo, vigilancia, abstinencia alcohólica y de prácticas sexuales de riesgo. Con todo y las buenas intenciones del primero, pudo más su temor a parecer incompetente si no me prescribía un tratamiento así —y cuyas consecuencias podrían haber sido fatales para un enfermo agudo, pero no crónico, como yo lo era entonces. Fue Kershenobich, hombre de pocas palabras sin consuelo, quien me salvó la vida.
No resulta difícil comparar a César Aira con el doctor anónimo y a Roberto Bolaño con Kershenobich. Hasta donde sé, además, Aira y Bolaño son los únicos narradores contemporáneos en lengua española que han escrito sobre el hígado y sus padecimientos: uno en Diario de la hepatitis y otro en “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Reeditadas y publicadas respectivamente en 2003, la diferencia entre ambas prosas es enorme: mientras que Aira utiliza la hepatitis como un recurso de la imaginación contra la esterilidad literaria (impensable en alguien tan prolífico como él), Bolaño ensaya pasajes de su autobiografía —y específicamente, los de su propia insuficiencia hepática— en un texto que aborda los vínculos entre el arte y la enfermedad.
Sin ironía aparente, la voz del dietista confiesa en la introducción al Diario…:
Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente, en la última miseria física o mental, o las dos juntas, (…) lo más probable sería que, aun teniendo una lapicera y un cuaderno a mano, no escribiera. Nada, ni una línea, ni una palabra. No escribiría, definitivamente.
Las 36 páginas restantes tocan temas de gran envergadura filosófica, científica y hasta literaria: el canto de los pájaros, la entropía, el lenguaje, el Tao, el Ulises de Joyce, la imposibilidad de la escritura (una imposibilidad curiosamente escrita)… Asuntos, pues, de un narrador atento que responde sus entrevistas con frases subrayables. Sin embargo, la hepatitis que le da título al volumen no asoma por ningún lugar.
Podría refutárseme que el Diario… rompe toda expectativa generada —como la de leer un “diario del artista seriamente enfermo” (Gil de Biedma) o, al menos, el de un personaje convincentemente enfermo—; que se burla de los escritores que, a falta de una vida íntima, redactan diarios sobre la vida pública de sus ideas. Pero Aira comete dos pecados capitales: hacer del sarcasmo una metáfora del sarcasmo en sí y considerar a la escritura como “el reino encantado de las adivinanzas”. Un reino tan encantado con las adivinanzas, que sus súbditos olvidan la necesidad de responderlas.
Al poco tiempo de abandonar la cama donde estuve postrado un mes, viajé a Buenos Aires. En una librería desierta de la calle Florida, me topé en la mesa de novedades con el Diario… Aprensivo en vías de curación, deseaba un libro que me reflejara con tolerable sinceridad, así que lo compré enseguida. Pero el Diario… resultó decepcionante. En los veinte minutos que tardé en leerlo, reconocí la astucia y pulcritud de sus apuntes, pero incluso el humor de El congreso de literatura y Cómo me hice monja había desaparecido. El Diario… me dio una impresión similar a la que tuve del primer médico: demasiados diplomas en la pared, demasiada papelería en el escritorio; demasiadas seguridades teóricas; una bata demasiado blanca, con el nauseabundo aroma a limpio de las tintorerías.
Por su parte, Bolaño reconoce al comienzo de “Literatura + enfermedad = enfermedad”:
Escribir sobre la enfermedad, sobre todo si uno está gravemente enfermo, puede ser un suplicio. (…) Pero también puede ser un acto liberador. Ejercer, durante unos minutos, la tiranía de la enfermedad (…) Escribir mal, hablar mal, disertar sobre fenómenos tectónicos en mitad de una cena de reptiles, qué liberador es y qué merecido me lo tengo, proponerme a la compasión ajena y luego insultar a diestra y siniestra…
Así como en Aira no hay una experiencia articulada del dolor, el pathos en Bolaño es la articulación de la experiencia. No hay una sola página que desvíe la atención de su temible tesis: el hombre es un animal de costumbres fúnebres, y toda actividad humana, un rito de paso a la muerte. La tesis resulta lógica si consideramos que la poesía, el viaje, la enfermedad y el sexo —los tópicos centrales del ensayo— obedecen al principio de trascendencia. Dejar el cuerpo atrás y sumergirse de lleno en el espíritu, ¿no constituye, acaso, una reproducción a escala del acto de morir?
Para alivio del lector, nadie menos trágico y solemne que Bolaño. Compuesto por doce breves episodios, su texto es una liberación de las buenas escrituras y conciencias; una estruendosa y agridulce carcajada que el autor soltó antes de fallecer a los cincuenta años, en espera de un transplante de hígado. Escrita a contrarreloj, “Literatura + enfermedad = enfermedad” es una miscelánea donde caben la glosa de un poema de Mallarmé traducido por Alfonso Reyes, una crítica a los felices lectores de Los miserables, la descripción de un video realizado por un artista francés, en el cual éste “documenta” su agonía, y la narración que hace Bolaño de una consulta con el doctor Víctor Vargas, su hepatólogo.
Según Baudelaire, no hay mayor originalidad que ser honestos. En el caso de Bolaño, su honestidad brutal concibió una de las obras más originales que se hayan escrito sobre la ontología del enfermo. Mientras que muchos escritores desahuciados se esfuerzan por dejar un perfil moralmente impecable de sí mismos, Bolaño expresa, por ejemplo, una última e inesperada voluntad:
Follar es lo único que desean los que van a morir. Follar es lo único que desean los que están en las cárceles y en los hospitales. Los impotentes lo único que desean es follar. Los castrados lo único que desean es follar. Los heridos graves, los suicidas, los seguidores irredentos de Heidegger. Incluso Wittgenstein, que es el más grande filósofo del siglo XX, lo único que deseaba era follar. Hasta los muertos, leí en alguna parte, lo único que desean es follar. Es triste tener que admitirlo, pero es así.
Hasta los sanos, añadiría yo. Hasta los que respiran inconscientemente o los que aprenden a hacerlo durante una larga convalecencia. Hasta los abstemios. Hasta los practicantes obsesivos del sexo seguro. Hasta el Dr. Kershenobich, que salvó a un paciente cuya salud se vio comprometida por follar. Resulta irónico admitirlo, pero es así.
– Hernán Bravo Varela
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).