Una fuerza conservadora

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El 13 de noviembre de 2008 el novelista escocés Andrew O’Hagan dio una conferencia inquietante y provocadora en honor a George Orwell en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Allí afirmó que hoy la clase obrera es la fuerza más conservadora en Gran Bretaña. Es una clase, dijo, que tiene apetitos vengativos, que es adicta a los tabloides, al sentimentalismo y a los alcopops; y que en algunos sectores está inclinada al fascismo. El problema, sostuvo, es que la condición de la clase obrera está en el meollo del conservadurismo inglés que se está expandiendo, más que nunca, por Inglaterra. Desde luego, la tradición conservadora es antigua, pero lo que comenzó a extenderse desde mediados del siglo XX es la penetración de valores conservadores en el corazón de la sociedad inglesa: la clase obrera. El resultado ha sido la erosión de la voluntad inglesa por impulsar cualquier proyecto de cambio profundo ante un panorama de crisis financiera, de desempleo y de recesión. “En Inglaterra el modo populista –dijo O’Hagan– es la parálisis silenciosa. No el cambio”. Recordó que la misma señora Thatcher se sorprendió mucho de la facilidad con que se aceptó sin pestañear que se debilitaran los sindicatos y desaparecieran las industrias nacionalizadas. La gente de izquierda se resiste a criticar la docilidad de la clase obrera, como seguramente sí hubiera hecho George Orwell: él “habría ido a los pueblos ingleses un sábado en la noche para estudiar por qué la gente está tan inactiva, tan desmoralizada, tan ebria, tan miedosa de los fuereños, tan inclinada a la fantasía y al mismo tiempo tan carente de propósito como grupo social”. Orwell habría comprendido que el problema de la cultura obrera se encuentra en el centro de cualquier idea sobre el futuro de Gran Bretaña. ¿Cómo explicar la falta de ese impulso de cambio y de búsqueda que fue antaño una característica de la mentalidad protestante inglesa? ¿Qué ha sumido a la clase trabajadora inglesa en un profundo aburrimiento?

Para O’Hagan, los ingleses viven en el miasma de lo que Isaiah Berlin llamó “libertad negativa”: su finalidad colectiva es ser libres de interferencia, no definir el futuro. Cuando les dicen algo que no les gusta los ingleses exclaman: “whatever” (lo que sea)… Y, ciertamente, “lo que sea” es lo que obtienen y lo que están dispuestos a aceptar mientras su vida cotidiana no sea perturbada. Es lo que Matthew Arnold llamó “indiferenttism” (importamadrismo, diríamos nosotros): toneladas de sinceridad sin ninguna acción, observó O’Hagan. El problema, explicó, es que los ingleses creen que la diferencia es sospechosa y que la resistencia significa meterse en líos. Ahora que el declive de Inglaterra es real, y que está en recesión, O’Hagan se preguntó esperanzado: ¿la clase obrera adoptará una idea de responsabilidad colectiva? Orwell estaba convencido de que su Inglaterra tenía como base sólida el orgullo innato de la clase obrera. Hoy no podemos ser tan optimistas al ver cómo la gente más pobre acepta la adversidad, se aparta de sus propios poderes colectivos, de las mejores tradiciones de insumisión y de lucha por el bienestar.

¿Cómo estarán las cosas en aquellos lugares en que la clase trabajadora no tuvo nunca o perdió irremediablemente sus aspiraciones?

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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