El mundo del arte, como el de la economía o el de los pequeños electrodomésticos, tiene varias velocidades. Una de ellas está representada por aquellos que creen que las cosas no han cambiado tanto y que por muchas transformaciones que sufra el objeto, por mucha ceniza que le peguen al lienzo, por mucha miel que se tiren encima, mucha mierda enlatada o paquetes de detergente con aspiraciones a subir en el escalafón de las categorías ontológicas, las cuestiones que atañen al acto creativo de dichas anomalías, y a la visión que el artista tiene del impacto de su recepción por parte de un potencial espectador, han permanecido casi inalteradas a lo largo de los siglos.
Otros, por el contrario, creen discernir en los tumultuosos sucedidos de este último siglo un cambio sustancial e irreversible en la manera no sólo de pensar la práctica artística y por lo tanto de su capacidad para tomar forma en un objeto, sino también en las relaciones que tradicionalmente la obra establecía con su contexto institucional y con el orden de apreciación, lectura y valoración estética que impone el formato expositivo. Y aun existe un tercer grupo, tal vez el más interesante por las paradojas que plantea a la antropología social, conformado única y casi exclusivamente por nuestro ámbito nacional, que no sabe muy bien a qué atenerse y funda instituciones que siguen los viejos modelos, pero que se apropian las nuevas retóricas en una bellísima conjunción entre las aspiraciones decimonónicas de la institución museo por rescribir y preservar la historia de una comunidad según sus hitos, y la espinita casi poscolonial con respecto a Europa que obliga a sentirse constantemente en la obligación de dar alcance a una vagamente definida “escena internacional” o, en nuestros propios términos, a eso que está pasando “fuera”.
Si tomamos en serio las aspiraciones de la vanguardia y concebimos que se ha producido un cambio sustancial en el significado de la práctica artística, entonces no es de extrañar la proliferación de voces que reivindican para el arte el derecho a definir territorios culturales y políticos propios, su capacidad de intervención real sobre el contexto en que se inscribe dicha práctica. Junto a un modelo basado en formatos expositivos, en el display de las obras, surgen otros modelos institucionales cada vez más preocupados por entender y comunicar los vericuetos de la producción de una obra o, en su defecto, una práctica discursiva de difícil catalogación y que no siempre toma forma en un objeto, sino en una situación, en el diseño de un lugar donde simultáneamente se puedan generar ideas y ponerlas a prueba. Esta opción tiene muchas implicaciones y la más obvia es, quizás, que no revierte en visibilidad política, en un lugar donde ver y contar a los que te han visto. Un centro que se guíe por las premisas que acabo de describir es más un lugar de uso que un lugar de paso y entiende que, a diferencia de los presupuestos del Estado, la cultura no puede gestionarse sino que debe generar un espacio propio, al margen de voluntades políticas identificables con nombres y apellidos.
Dejar de diseñar la programación de las instituciones como si se tratara de un cúmulo de anécdotas para pensar en un discurso, en la cohabitación de esas diferentes velocidades dentro de un marco que va más allá de su localización territorial, significa pensar lo que esos cambios que se anuncian desde el arte puedan significar para quienes escriben, piensan o quieren estar en contacto con eso que aún llamamos arte. Cambios que requerirían no tanto pensar en nuestra capacidad de equipararnos a otros, en lo que a infraestructuras se refiere, sino articular soluciones sostenibles que sirvan para activar un determinado campo artístico y evaluar su capacidad de diálogo con otras comunidades equiparables. En este sentido, está más que probada, por ejemplo, nuestra capacidad de réplica, tanto de los modelos institucionales como de los resultados visuales de las obras. La cuestión estriba más bien en cómo transformar el formalismo que acarrea la adopción de soluciones inventadas en otras latitudes, para la generación de situaciones en las que se combine un discurso crítico y una labor pedagógica sobre aquello que está ocurriendo “dentro” y “fuera” de las localidades que forman el panorama global.
De este modo, si aceptamos el reto que supone redefinir la práctica artística, lo mismo si el resultado es identificable con lo que todavía concebimos como una “obra” que si el artista decide desvincularse de ese imperativo histórico y propone cualquier otro modo de intervención, dentro o fuera del marco institucional, el caso es que eso afecta radicalmente a la escritura, al catálogo, a la exposición, a la conferencia, en fin, a los modelos tradicionalmente diseñados para insertar esas prácticas dentro del discurso de la historia del arte. A mi modo de ver, la práctica, la obra, es una suerte de work station: desarrolla y elabora hipótesis de trabajo relacionadas con el medio que haya elegido para hacerlo, al tiempo que es capaz de dirigirse al espectador planteándole cuestiones relacionadas con la significación de su modo de proceder.
La forma de arte a la que me estoy refiriendo interroga su identidad histórica, se plantea las condiciones de posibilidad del medio y es capaz de referirse a un espacio (la sala), a un formato (la exposición), ajenos en parte a ese discurso. Sería ingenuo pensar que un proceso de estas características no se asemeja, en parte, al absurdo intento de construir una vía peatonal sobre un campo de minas. Pero sólo en parte: porque la forma “política” de las instituciones artísticas es totalmente ajena, sorda y ciega a las necesidades reales que implica este giro desde la obra autosuficiente anterior a las vanguardias, hasta la diversidad de planteamientos de hoy en día.
Por supuesto, hay muchos mundos y muchos tempos dentro del mundo del arte, como decía, de modo que también hay obras que buscan un romance a media luz con las ideas clásicas que son la esencia de la disciplina, pero su éxito depende ya de saber revivir de forma crítica nociones como “sujeto”, “creación” o “autonomía”, no de la aceptación irreflexivamente romántica de las mismas. Muchas obras nos invitan a reconstruir las viejas categorías que se esconden tras su modelo, y a recorrer las narrativas en miniatura que por un instante son capaces de rescatar del olvido. Por esta razón, no puede abogarse por un solo modelo, sino por la recuperación de una base crítica en cada una de las prácticas, bien sea la exposición o la creación en un sentido más convencional, bien sea la cohabitación de ese modelo con otro más dispuesto a asumir el riesgo de explorar las transformaciones bajando a la arena del arte actual. Crítica, comisariado, instituciones y público comparten la responsabilidad de que tal cosa sea posible.
La amortización política de la cultura se encamina casi siempre a la perpetuación de estereotipos que no levanten sospechas sobre posibles aires de cambio. Redefinir la escala y la diversidad del proyecto implica redefinir el uso de términos como “democracia directa”, “espacio público” y “valoración del impacto cultural”, no por el número de visitantes, sino por lo que éstos puedan experimentar con claridad tras su visita al museo. Sin olvidar el pequeño espacio alternativo en la esquina de un barrio, hoy tristemente engullido por el “museo como obra pública” que embalsa y dosifica la cultura para mayor gloria de algún político local. ~
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