Aksiónov fue un disidente soviético en el terreno político, pero también un rebelde ruso en el terreno formal, en el ámbito del estilo. Tal vez las hechuras de su novela, la ambición de su propósito narrativo, la megalomanía de su extensión y la voluntad de ejercer de notario de un tiempo pasado, de cronista de una familia que recorre la cruda estepa del siglo XX, le hagan creer al lector que Aksiónov no es sino un epígono del realismo ruso de Tolstói, un discípulo tardío de la gran novela decimonónica rusa, un fósil del XIX vuelto a la vida en el XX –como el gran Lampedusa, el gran Giono o el gran Shólojov. Bien lejos de esto, el autor de Una saga moscovita (1994) se alinearía junto a Anthony Powell y su serie Una danza para la música del tiempo, o bien junto a Gregor von Rezzori y su trilogía Un armiño en Chernopol, Memorias de un antisemita y Flores en la nieve, János Székely y Tentación o Miguel Torga y La creación del mundo: grandes frescos que le guiñan un ojo a su tradición pero juegan con ironía a reescribir la novela realista tradicional a través del espejo deformante de las vanguardias históricas, que ni una sola de sus páginas ignora o desaprovecha. Y, no existe duda alguna, de convocarse una fiesta de gala de la novela del siglo XX que respeta el modelo del XIX sin suscribirlo ad litteram, Una saga moscovita acudiría de la mano de las demás invitadas que acabamos de traer a colación. Así como Powell jugó a ser Dickens, pero sin que las lecciones del ludismo surrealista cayeran en saco roto, o Torga emuló a Eça de Queiroz, sin perder de vista los experimentos de la vanguardia en materia de combinación y mutación de géneros, Aksiónov estableció una complicidad sumamente atractiva con Tolstói sin que la poética del gran clásico ruso se viera reflejada, sin más, en la suya propia. En cambio, Aksiónov prefirió tenerla como una referencia ineluctable para poder contradecir, parodiar o convertir en señuelo y así emprender en el relato jugosas digresiones acerca de la poética de la novela misma y del sentido de la tradición, como hace efectivamente el autor en el texto preliminar de la segunda parte de la novela –no en vano irónicamente titulado “Guerra y prisión”–, en el que lleva a cabo una breve pero lúcida reflexión acerca de la postura de Tolstói ante la Historia y la necesidad de narrarla en forma de ficción.
En este punto de la reseña nuestro lector ya habrá advertido que la novela de Aksiónov sigue derroteros bien distintos de los de la novela tradicional pues, lo dijimos, la presencia de las retóricas y las poéticas de la vanguardia histórica se hace visible en Una saga moscovita, no únicamente por sus páginas metaficcionales sino, por encima de todo, por la soltura con que se fusionan en sus páginas la técnica del collage, la transgenericidad y el humor del absurdo que enlaza lo trascendente y lo insignificante sin apenas parpadear. Observen, si no, el modo en que arranca el “Segundo entreacto”: “El ficus despreciaba la maceta de geranios que tenía a su lado. Al geranio le parecía que el ficus era una criatura vacía de espiritualidad, desprovista de sentido.” Ahí es nada, una constatación banal, como la de las flores de la señora Dalloway, en una novela que atraviesa la Rusia convulsa posrevolucionaria, la tensión tras la muerte de Lenin, una violencia atroz desencadenada en la Segunda Guerra Mundial y el intenso frío político a lo largo de la interminable posguerra.
Una saga moscovita sigue las vicisitudes de una familia de médicos rusos desde 1925 hasta los años noventa del siglo pasado, un largo lapso de tiempo que al lector se le hace corto porque Aksiónov ha sido capaz de engendrar personajes de inmensa solidez, y porque ha logrado aderezar la historia de Borís Nikítovich y de sus hijos Nikita, Kiril y Nina con fina ironía, grandes dosis de sensibilidad literaria y un estilo que con frecuencia se deja llevar por su traviesa voluntad de parodiar el realismo tradicional, con sus conquistas y sus clichés. Por otro, la novela se sirve de unas golosinas que, entreveradas en el relato, adoptan la forma de clippings de prensa, como el del “Primer entreacto”, por ejemplo, en el que el autor colecciona fragmentos de artículos del Pravda o del Time acerca de Stalin y del liderazgo ejercido por Norman Mailer o por Arthur Miller en esos años de caza de brujas y de mofa del capitalismo americano –“¡una mujer ligera de ropa con una coca-cola!”, escribe un columnista de Pravda– en los que el mundo parece dividido en dos. Novela de ritmo trepidante y sobrados alicientes, el menor de los cuales no es, desde luego, la convivencia de personajes de ficción y de personalidades históricas como Lenin, Rutherford o Bulgákov, como tampoco son un aliciente menor el empleo de la transcripción del habla coloquial o las refrescantes alusiones con las que el narrador se refiere al lector de su propia novela que, pese a su extensión, que podría resultarle disuasoria al lector menos aventurero, satisface las expectativas más exigentes, más allá, claro está, del interés que de por sí puede despertar la Rusia soviética del totalitarismo de Stalin. Aksiónov es un narrador esponja: absorbe estilos, técnicas y tendencias, y las trenza en el seno de su relato. Para acabar el elogio de Una saga moscovita, un elogio a sus editores españoles, que han tenido la valentía económica y la lucidez literaria de encargar una traducción directa de la lengua rusa, sin servirse, como es por desgracia demasiado habitual, de una lengua puente como puede serlo el francés. La degradación, humillación y deportación de la familia burguesa de los Grádov durante el largo invierno estalinista se convierte, paradójicamente, en manos de Aksiónov, por obra y gracia de su singular estilo y de sus malabarismos lingüísticos –¿acaso no es siempre el estilo, y no la historia que cuenta, lo que hace grande a una novela?–, en un juguete narrativo realmente delicioso. ~
(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.